Los primeros días andaba por la obra un tanto perdido, tanto por sus dimensiones como por la diversidad de plantillas de obreros diseminadas por todo el edificio. Cuando se está en una obra así, en sus comienzos, es difícil orientarse, porque los espacios abiertos se van reduciendo en habitaciones, cuartos de baño, armarios empotrados y pasillos, todos con el tono ocre de los ladrillos, sin identidad, a la vez que se pierde la luz natural del exterior, y se sustituye por grandes focos de luz artificial que acentúan la penumbra. Afuera, trabajaba Pepe “El Gallegu”, con el que había coincidido en el chalé de Santiuste de Buelna para Segura. el pintor. Preparaba las piedras almohadilladas que iba numerando para formar los dinteles de las ventanas, balconadas y puertas de los distintos accesos al inmueble. Un equipo de oficiales caldereros colocaban las tuberías de la calefacción. Allí coincidí con compañeros de anteriores obras como Jesús Abad de San Roque, Ramón Noriega de El Jornu en Pancar, José Antonio Alea, vecino de Parres, Dámaso Marcos Fraile, del Barrio en San Antón y otros más; además de nuevos compañeros, como los hermanos Montoto de Buelna, Maxi y Carlos que llegaban juntos en la moto conducida por el primero y los Patiño, Ramón y Pepe de Llanes. Con ambas parejas estuve alternativamente como peón mientras tabicaban los primeros y embastaban los segundos. Yo me sentía a gusto tanto con unos como los otros, coincidentes en el mismo carácter afable y por los temas de los que hablábamos a la hora del bocadillo o en los momentos de descanso que podían tomarse, puesto que trabajaban por ajuste y eran “largos de paleta”, como se suele decir en el argot de la albañilería. Además, mientras que tomaban el bocadillo de la mañana, me dejaban sus paletas y llanas tanto para tabicar como embastar. En muchas ocasiones, surgían charlas sobre los temas que yo había estudiado y sobre otros en los que ellos se habían informado. Muy buen recuerdo me quedó de ellos siempre y nos lo demostramos siempre que nos encontramos a lo largo de la vida. También traté con Chucho de la Portilla, de muy buen trato, aparte por estar casado con una prima de mi madre, venida de México, por parte de la rama de Porrúa. Tono, Bielu, lo mismo que Novo, carpintero gallego, vecinos los tres de Pancar, el “Abuelo”, padre de Dámaso Marcos, el Municipal, Manolín Piñera de Purón y muchos más que me vendrán a la memoria si sigo con el resto de los pueblos.
Una de esas tormentas de verano, la recuerdo con nitidez por la angustia que pasé, cubrió de gris el cielo llanisco. Me habían mandado atender el montacargas de la última planchada con el que subía y descargaba los ladrillos para la construcción de los tabiques que sostendrían la planchada del tejado. Abajo, en el patio, a nivel del sótano se encontraba la hormigonera y las cargas de ladrillo que “El Abuelo” colocaba en la plataforma del montacargas. Mi trabajo consistía en subirla, aparcarla, descargarla y volverla a enviar a mi compañero. En tanto que la volvía a cargar, acercaba con un carretillo los ladrillos a los dos albañiles. La nube llegó con los primeros nubarrones, sin más aviso que un primer trueno que pareció desgarrar las peñas del Texéu, seguido de un rayo que debió de descargar sobre el campanario de la basílica, a escasos cien metros de donde me encontraba en aquel momento, con una mano sujeto al asa del winchi y con la otra al mando eléctrico, mientras miraba abajo para evitar que tropezase con los andamios por entre los que ascendía la carga. La cercana descarga del rayo hizo saltar el fusible diferencial del cuadro eléctrico de la obra, por lo que se callaron todos los motores y se apagaron los focos de las distintas plantas del edificio quedando un rato todo él en total silencio. El freno de seguridad funcionó, pero con el peso de la carga, que ya sobrepasaba el primer piso, hizo que algunos de los ladrillos que iban en exceso y sin atar entre los cuatro cables de la plataforma volvieran a bajar, dando uno de ellos sobre el casco de mi compañero. Por suerte, todo quedó en susto ya que su casco blanco que no quitaba ni para el bocadillo, le amortiguó el golpe. Después supimos, según se explicó, que en realidad fue la boina que siempre llevaba bajo el casco, la que le libró del golpe. El probe debió pensar que Taranis le echaba todo el cielo encima. Una vez que se restableció la corriente en el tablero de obra, pude subir la carga, pero cuando eché mano al brazo de la grúa para acercarla a la planchada, un nuevo rayo abrió el cielo y su descarga y la inercia del peso de la plataforma al chocar contra los ladrillos que allí había me llevó hasta el otro alero con el que formaba una escuadra las dos planchadas, a un tris del vacío. Estas cosas resultan difíciles de narrar en unas líneas, pero se olvidan mal, por lo desagradables que fueron, pero sirven para prevenir cuando se den situaciones similares.
Los veranos en Llanes, y me estoy refiriendo a todo el concejo, tuvieron siempre un calendario de romerías y verbenas que aún perduran, aunque las menos, respetan el día señalado y lo trasladan al fin de semana siguiente e incluso lo adelantan al que precede, con tal de llevarse el mayor público posible. Tan extenso era en celebraciones que cuando llegaba septiembre respirábamos hondo, deseando ya la llegada de la normalidad, del comienzo del curso y la vuelta a la cartelera del cine de sábado y domingo. Para mí, el chupinazo de las fiestas llaniscas lo daban el día de san Felipe, el 1 de mayo, que se hacía entonces la romería junto a la capilla de Soberrón y la verbena junto a la Escuela de la Galguera, aunque según dice el viejo cantar:
“Santa Marina en Parres,
Sant Hilar en la Pereda;
San Felipe en Soberrón
y Jobita en la Galguera”
Me dejé atrás a pura intención la fiesta de San Antón, el 17 de enero, en Parres porque, no sé por qué razón, siempre la sentí más unida a las fiestas navideñas que a las folclóricas. También para muchos lo era el santo Ángel de la Guarda en El Mazucu, el 1 de marzo. Año tras año, la fui posponiendo para el siguiente y así fue quedando por cumplir. Sin embargo, una vez conocido Pimiango de mi trabajo en la cantera para la obra de Santiuste, aquel verano mismo, con otros dos amigos de Parres, acudí el 3 de marzo a la fiesta de Santu Medé.
- “Santu Medé, ¿co'l miu sayu qué jaré?”.
Le había ido a rezar una mujerina que llevaba atrasado el sayo de las patatas tempranas.
- Sayar y sayar y la vista nun llevantar; y muyer que pase, dexala pasar.
Le contestó el marido que se le había adelantado para ocultarse en el pórtico de la capilla. Estos cuatro arranques festivos sólo eran para calentar motores ya que lo intenso venía después.
A finales de junio, no dábamos abasto a tantas celebraciones de romerías, a pesar del pequeño radio de acción que entonces nos permitían los medios de comunicación de que disponíamos: la alpargata, el pedal y en contadas ocasiones, el autocar de Mento y el tren. Las tardes de los sábados y domingos nuestro destino cierto era las pandinas del viejo puente sobre el Riveru a ver pasar la gente y hacerse el encontradizo antes de recalar en el patio de butacas o en el anfiteatro del Cinemar. Tras la sesión, paseábamos calle arriba, calle abajo, para despabilarnos el mal sabor de boca que nos dejaban aquellas películas de indios, soldados, vaqueros y cuatreros donde se seguía siempre la misma temática que, de tantas haber visto, podíamos colegir su final sin ningún margen de error. Particularmente, me dejaban mejor las de “Cantinflas”, “El gordo y el flaco” o “Charlot” con las que reíamos, aún sin entender demasiado los diálogos, desde el “gallinero”, basándonos más en el gesto o por las expresiones graciosas que lanzaba algún espectador, amparado por la penumbra que ayudaba a romper la tensión de la escena. Aquellas risotadas en comunión nos unían y al salir por las puertas acristaladas abiertas de par en par, se veían los rostros risueños, felices que intercambiaban miradas de complicidad.
En Pancar recalábamos con la “Joguera” un día y a la semana siguiente con el día grande de San Pedro. Nos acercábamos también a Niembru para la fiesta de San Pablín con la que se quiere contrarrestar el liderazgo que ejerció siempre su compañero de santoral. A partir de esta fecha, hasta el día 18 de julio, nos tenían ocupados los ensayos en la bolera y el arreglo del tenderete y los arcos del campo de la ermita de santa Marina, mientras que los más píos hacían la novena en la capilla. Supongo yo que todo el mundo tenderá a sentir la fiesta de su lugar como el centro del año, pues para mí lo era y lo sigue siendo. Hasta esa fecha, los días discurrían lentamente y después de ella, parecían volar. Bien es cierto que los días se van acortando y el tiempo es una medida elástica de nuestra existencia.
No me olvido dentro de mi calendario la fiesta del Carmín de Celoriu ya que quedaba dentro de nuestro radio de acción fiesteril. Recuerdo con nostalgia aquella fiesta tan exultante de gente, tanto en la hoguera como en el día mayor, el 16 de julio a la que siempre que podíamos acudíamos, pero me explico: Celorio fue siempre centro de turismo y por ello, la fiesta siempre se ajustó al fin de semana lo que ocasionaba a mucha gente el conflicto de acudir a Parres o a Celoriu. Lo que está sobradamente claro es que, obligados a elegir, sin usar criterio religioso alguno, nosotros preferíamos la santa parraguesa por ser de casa, a la virgen celoriana.
El día anterior, diecisiete, íbamos al Cristo de la Portilla, por la mañana en la capilla de la Cuesta disfrutábamos por el robledal y, en la Vega ya de tarde con los bolos, endulzando nuestros sentidos entre los puestos de Lisardo el heladero, las avellaneras Matilde y Lolina de Llanes y Sarita de Niembru y Dorila la churrera de Villahormes, junto al puesto de sidra de Ramón “Parres” de la parroquia de Posada, ayudado por “Katanga”, joven camarero con el que pasábamos buenas juergas, antes de saltar a la bolera a movernos con los primeros aires musicales de “Los Panchines”.
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