3.- Camino del Instituto
Entré
al Instituto en el curso 63/64, en el segundo de su existencia.
Pronto cumpliría los quince años y tenía claro que apostaba por el
estudio antes que seguir otros derroteros tras la guadaña o la
paleta, aunque eso no quiere decir que habría de evitarlas. Antes
bien, su uso me habría de solucionar no pocas economías. La mayoría
de mis amigos con esa edad ya estaban ocupados en el trabajo del
campo o en el aprendizaje, en el mejor de los casos, de un oficio
como mecánicos, carpinteros, albañiles o camareros. Resulta
curioso, visto desde la perspectiva actual, que a los catorce años
ya fuese posible trabajar y sin embargo, no era hasta los veintiuno
cuando se nos otorgaba la mayoría de edad.
La
apertura del Instituto en Llanes marcó un antes y un después en la
vida de la juventud de la comarca. Entonces, la enseñanza secundaria
estaba restringida a las rentas familiares más saneadas que
permitían pagar el internado a sus hijos en la capital donde hubiera
plazas para bachilleres. Para las menos pudientes, la enseñanza
terminaba en la escuela y ya era extraordinario que acudieran a
completarla en clases particulares o complementarias en centros como
el de La Arquera. Es más y me atrevo a decir que se veía mal a un
muchacho de catorce años “perdiendo el tiempo” en un pupitre y
cuando podía aportar, aunque fuese a costa de ser explotado, el
sobre con la paga, al apoyo de la economía familiar. Así se lo
quisieron hacer ver a mi padre, pero tuve la suerte de que confiase y
apostase por unos resultados que parecían tan lejanos y aún
gravosos para nuestros medios dinerarios.
Por
eso cuando se abrieron las puertas del Instituto y ya en pleno
funcionamiento en aquel segundo curso, entrarían en tercero o cuarto
algunos alumnos procedentes como dije de otros institutos. Yo, por la
inocencia que en esas edades se tiene en casi todo, no dejaba de
admirarlos y hasta envidiarlos cuando les escuchaba comentar la
solución a problemas matemáticos o físicos que les habían puesto
en un examen de los cursos superiores.
El
hecho de ser estudiante, no me libraría de participar en los
trabajos propios del campo y sé que esto no era algo que me hubiese
ocurrido exclusivamente a mí, ni mucho menos. Por la mañana, mi
padre me desperezaba cuando apenas el sol no había dado señales de
aparecer y aún las sombras de la noche quedaban atrapadas por las
contraventanas del pequeño cuarto. Me ponía el pantalón y bajaba
en camiseta a lavarme ojos y cara como lo hacía mi padre, vieja
costumbre no olvidada de su servicio militar, en el palanganero que
teníamos al lado de la ventana del estregal. Era más un
ritual para empezar el día que propiamente limpieza. Me servía, eso
sí, para arrancar dolorosamente el último sueño que quería
mantener atrapado, por bello, y enfrentarme a la diríase,
exagerando, cruel realidad. Acabado de vestir, me calzaba las viejas
chirucas que apenas aguantarían las inclemencias del próximo
invierno. En su caja nueva me aguardaba el nuevo par que pondría
para ir a clase.
Mientras
mi padre cebaba con hierba al ganado, y apartaba las boñigas hasta
el riego, yo me esforzaba en aparejar el burro que se obstinaba en
hacer las cosas a su manera si no le daba una pequeña panoja que mi
padre guardaba para las vacas de leche. Pensaba que así, con la
panoja acrecentaría sus flacas fuerzas y me ayudase a tirar más del
carro camino de la finca. Los caminos hacia el prado eran sinuosos,
llenos de charcos, baches y piedras sueltas. Las ruedas del viejo
carro eran de llantas de hierro con lo que al menor obstáculo hacía
que el pobre burro llevara una sacudida que lo mandaba contra los
bardales. Había que pasar dos intensas pendientes por las que padre
y yo, no es que tuviéramos que ayudar con el peso del carro, sino
que incluso habíamos de mover al renco rocín que tan poca energía
se gastaba. Mi padre, pasado lo peor del trayecto se nos adelantaba
con la guadaña y el gachapu y me quedaba solo a cargo de la
conducción, lo que os juro me hacía sentirme bien por la confianza
que en mí depositaba. Era imposible entrar en la finca por la
inclinación insalvable para el medio de tiro de que disponíamos.
Entonces, mi tarea consistía en atropar el verde y cargarlo a
brazados en el sábanu y
cargar con él a cuestas amarrarlo
hasta depositarlo en el carro. Había aprendido a hacerlo sin
ayuda y para ello me tumbaba bajo la carga aprovechando la altura
sobre una roca. Cuatro cargas eran las que llevaba el carro y otra
más, de la que se encargaba mi padre ayudado por mí que montaba
encima de todo el verde y que servía, junto con los cordeles, para
evitar perderlo en el regreso con tanta trancada y espinos que
bordeaban los caminos. La vuelta no era ni mucho menos liviana a
pesar de las bajadas. Si en la ida de vacío había que empujar el
carro, en la vuelta cada uno tenía que sujetar una vara del carro
para que el peso no diese con el burro en el suelo. Mi padre se
ocupaba de la vara derecha cercana a la manija del freno y yo de la
izquierda a la vez que dirigía al asno por el lugar correcto del
camino, tirando de la cabezada. No sé hoy de quién sentiría más
pena si contemplase tal escena, si del pobre animal al que se le
mandaba más de los que sus fuerzas le permitían, si del rapaz o si
del padre al que aún le esperaban otras diez horas de jornal.
Aparcado
el carro al pie de cuadra y desaparejado el rocín, me lavaba como
podía para ponerme la ropa y las botas para ir a clase. Mi madre ya
tenía preparado el desayuno: un buen plato de patatas fritas con
huevo y chorizo que aún quedaba de los que se conservaban en latas
metidos en unto desde el matacíu con
un tazón de leche
recién ordeñada, cumplían satisfactoriamente al mantenimiento de
mis fuerzas. Mi padre cogía la vieja “Orbea” y se marchaba hasta
La Talá donde le esperaban para ser atendidas otras cuarenta vacas.
Yo cogía el maletu y me marchaba andando los tres kilómetros hasta
Llanes. Bajaba a la carrera el caleyón de la Magdalena y ya en
Las Castañares podía ver si por Llagu adelante iban los
demás compañeros y aceleraba el paso por ir de ellos acompañado.
En aquel primer año, compartiría camino con los hermanos Luis
Antonio y Ana Sobrino González y Carlitos Díaz de los que guardo no
pocos gratos recuerdos. Nos metíamos por un atajo, por los senderos
que desde H.aces nos llevaban por la ería de Pancar a su
salida a la Carúa. Por hacer más corto el camino si
llevábamos retraso, nos aventurábamos por el túnel, pues no era
horario de salida de trenes. A veces escuchábamos el ruido de las
máquinas haciendo maniobras y entonces rodeábamos la huerta del
Palacio de Los Altares.
La
entrada era a las nueve y la salida para comer a la una de la tarde.
De nuevo el camino hasta casa con la pereza del calor del mediodía y
la subida Las Castañares y el Caleyón de la Magdalena. Media hora
después había que volver de nuevo a recorrer los tres kilómetros y
otros tres de regreso por la tarde. Aquellos doce kilómetros diarios
nos mantenían la línea estética, pero yo tenía, además del
recorrido del amanecer, otras tareas. Algunas días madre después de
hacer la comida al ritmo de la cocina de leña únicamente nos
acercaba la comida a padre y a mí hasta la finca que llevábamos en
la Paz o hasta las mismas fincas de la Talá donde trabajaba de
criado padre y a donde yo acudía al salir a la una del instituto. Mi
padre segaba antes de comer el verde que crecía en terrenos
comunales al lado del acantilado y de los caminos. Después de comer
lo cargábamos en el carro y madre regresaba con ello sola hasta
casa. Era entonces cuando yo corría de vuelta al instituto para
aprovechar el poco tiempo que quedaba para la entrada y relacionarme
con mis compañeros que usaban el comedor del centro.
Otros
compañeros, de pueblos más lejanos y que no podían permitirse el
lujo de pagar el comedor, abrían sus friamberas, tranquilamente
sentados en el campo de la Encarnación o en el paseo de San Pedro si
el tiempo lo permitía.
Por la tarde, nada más regresar a casa, solía ir a buscar las vacas al pasto y ayudaba a madre en el ordeño, la limpieza y la ceba del ganado. Me ponía con las tareas que me duraban hasta la hora de la cena cuando padre regresaba del trabajo.
Aquellos
años de bachiller, a pesar de todo, me resultaron cortos y
agradables porque me daba perfecta cuenta de que era un privilegiado
si podía asistir a las clases y atender a tantos conocimientos
nuevos con los que me asombraba y que me pagaban con creces mi gran
esfuerzo.
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