Vagamente
recuerdo, hacia el año 1954, la primera proyección de cine a la que
me llevaron mis padres. El argumento estaba desarrollado en un circo
donde dos famosos trapecistas con sus habilidades intentaban ganarse
la admiración de la chica que les acompañaba en el trapecio, cuando
el desenlace final fue trágico por la caída de uno de ellos, al ser
manipulada previamente la escala con tal fin. Creo que me impresionó
bastante.
Escasos
diez años después, cuando cuatro "melenudos" de Liverpool
daban gritos en las salas de fiestas de su ciudad, en Llanes no había
salas de fiestas. La única posibilidad de socializarse a la vez que
divertirse la juventud estaba en las gradas de El Benavente. Las dos
de la tarde de un domingo cualquiera. Los jóvenes nos reuníamos en
La Pandina, confluencia de caminos junto a la carretera para bajar a
Llanes. Con aires de mocitos, el pelo hacia atrás que no acaba de
doblegar el trazado de la raya a la izquierda, más propia para
niños, olor a jabón de "La Toja" y a masaje mentolado
confirmaba con creces nuestra pubertad lo que el cabello se esforzaba
en desmentir.
En
el bolsillo trasero del pantalón de tergal, tan bien planchado a la
raya, asomaban los tres picos del pañuelo con el olor característico
del hierro de planchar, difícil de explicar con palabras para el que
no lo haya conocido. En uno de los bolsillos laterales, tintineaban
algunas monedas de peseta, otras de doble real con varias perrinas y
perronas, que eran las de cinco y diez céntimos respectivamente,
más abundantes y que por su sonido apagado desdecían del conjunto
monetario, pero contribuían a hacer bulto. Toda la pecunia en
conjunto rara vez sobrepasada el duro, pero era más que suficiente
para entrar al cine y golosinear al descanso en el ambigú.
Aquella
concentración sentados sobre la pandina cerca de El Rosal, ahora me
recuerda la entrada del otoño cuando las golondrinas se juntan sobre
la comba que hacen los cables de la luz entre dos postes para
emprender el viaje.
Había
sido construido, apenas cuarenta años atrás, tras la eliminación
de las Marismas y la canalización del río Carrocedo. Parecer ser
que, a pesar de haber donado el Ayuntamiento los terrenos, aquella
ubicación resultó altamente costosa por la construcción a caballo
sobre las dos orillas del río y la plataforma en pequeña rampa que
la unía al puente. Desde entonces no pudieron pasar las
embarcaciones de cierta altura como lo hacían antes. Su inauguración
tuvo lugar el 24 de agosto de 1924. Curiosamente un mes antes,
concretamente el día de la Magdalena, Llanes estrenaba también el
campo de fútbol del Brao, en La Portilla.
Las
cuatro de la tarde de un domingo cualquiera, de los años ochenta. Un
viento frío que viene del Cuera, gélido de lamer la nieve, enfoca
por la calle principal y se desliza en hilos para recorrer el resto
de calles hasta calentarse e impregnarse del aroma de café que sale
de las cafeterías. Después sube al paseo San Pedro por entre los
tamarindos. En El Puente, los mocitos de pelo erizado a colores,
desfilan hasta el lugar de encuentro junto al muelle. Al otro lado de
la ría con los prados de Tieves de fondo y un bosque de eucaliptos
moteando el horizonte se levanta aquel magnífico Teatro Benavente
que aguanta orgulloso el embate, a duras penas, del tiempo y del
abandono. En el tejado del viejo Teatro, "las gallinas del
contramaestre" , como les llamaba Remigio, viejo lobo de mar
y compañero mío en las obras, a las gaviotas, engrasan con el pico
su plumaje y lo secan al trémulo sol de mayo. Las hierbas también
ascendieron al tejado, por ver la mar.
Es
difícil para los que lo conocimos en su esplendor girar la cabeza y
no tropezar con su silueta recortada sobre los cuetos de Tieves.
Abajo, la puerta enrejada es como un rayado en el paisaje. Entorno
los ojos para mejor recordar y aún veo la gente salir ya de noche
comentando las escenas, abrochándose la gabardina y subiendo el
cuello al estilo del hampa o abriendo el paraguas.
La
rampa de bajada al cine, siempre será para mí el arquetipo de todos
los teatros del mundo cuando leo un relato. El teatro y dos farolas
que custodian la entrada desde el puente dan al lugar un halo de
ensueño y misterio a la vez.
Parpadeo.
Se me fue el santo al cielo. Ahora, una tarde cualquiera del mes de
agosto, mediada la segunda década del siglo XXI la gente se agolpa
en el puente y en todas las calles o se sienta en las cafeterías de
la vieja plaza de abastos, bajo las sombrillas a dejar pasar las
horas. A pesar del gentío no se oye más de un murmullo, los coches
no pitan, los niños no chillan, no hay remaqueras que cacareen sus
productos. Desaparecieron las viejas tiendas y surgieron otras donde
venden otros géneros. Las gentes no son las mismas. Apenas se ven
caras conocidas, las pocas que encuentro el paso del tiempo las
desfiguró como lo está seguramente la mía, pero que no se da uno
cuenta por especular, es decir, verse en el espejo como nos ven los
demás, pero sin fallos, tan jóvenes como siempre. Los edificios
ahora están arreglados y ganó en belleza la villa, pero le falta el
Benavente y también el viejo puente, el Sablín, el Palacio de la
Guía, la dársena, la plaza, la compuerta y hay otros nuevos que
salen sobrando de feos y fuera de estética.
El
puente, es cierto, perdió la peligrosidad de antaño y la gente que
pasa puede sentarse un rato sobre los bancos metálicos en lugar de
hacerlo sobre la panda de piedra del antiguo y se dedica a sacar
fotos para mandarlas al instante a cualquier parte del mundo, donde
seguramente las reciben algunos nostálgicos llaniscos. Siguen siendo
el centro de atención las barcas atadas a los muelles flotantes,
pero no traen pescado, sólo sirven para recreo de las clases más
acomodadas y contaminar el mar de todos. Sin embargo, sigue habiendo
pobres por culpa de la crisis de moral de quienes saben escaquearse
de la ley que no mendigan; únicamente rebuscan en los cubos de la
basura junto a los supermercados para ver si hay algo que rescatar y
llevar a la boca.
Uno
de aquellos domingos de verano, como
dije, acabada
la tarea de la hierba, me encontré en la pandina a
mi
amigo Ike. Le
pregunté si pensaba bajar al cine. Ganas no le faltaban, me dijo,
pero solamente disponía de una peseta. Acaricié el duro que llevaba
en el bolsillo del pantalón y sin pensarlo mucho decidí
compartirlo
a
cambio de su compañía.
Seis pesetas eran suficientes para las
dos
entradas. Tendríamos que andar a buena marcha los tres kilómetros
si queríamos llegar para la sesión de la tarde. Cuando llegamos al
Benavente, las últimas personas entraban por la puerta. Aprovechando
la distracción de la taquillera,
Pomposa
Neira y la distracción del portero que guiaba a patio de butacas a
los que nos precedían, subimos a
la carrera de dos en dos los
pasos de las escaleras. Arriba, Modesto “El Santanderín”, nos
alumbró con su linterna de
pila de petaca, el
paso a gallinero. Lalo, el operador de cámara, encendía en esos
momentos la lámpara dejando pasar por el ventano los primeros haces
de luz de la linterna mágica que proyectaron en la pantalla las
imágenes acompañadas en los altavoces por la entrada del Nodo. La
voz característica del narrador explicaba que el señor ministro de
industria, inauguraba a golpe de tijera un hermoso pantano. A la
salida, con las seis pesetas nos fuimos al bar La Covadonga,
regentado
por Hortensia
y Herminio donde pedimos dos bocadillos de mejillones en escabeche y
sendos botellines de cerveza.
Por
aquel entonces acababa de llegar al pueblo el primer televisor y con
ello le llegó la decadencia a aquel majestuoso edificio que se
levantaba sobre la ría del Riveru. Había sido sustituido por otro
más moderno, el Cinemar en la calle Los Romanos al que arrinconarían
de igual forma que a su predecesor los nuevos medios audiovisuales.
La
primera experiencia televisiva la tuve en el comedor de la casa del
Curru, una tarde de domingo, viendo embobado la actuación de la
perrita Marylin, del grupo de artistas Vieneses y así mismo “Rin
tin tin” y “Bonanza” , las series más recordadas. Teresa nos
acomodaba como podía sentados en el suelo a falta de tanta silla
para la pandilla de niños y niñas que nos arracimábamos bajo el
Corredorón a la espera de que comenzara el programa. Posteriormente
tendríamos la posibilidad de verla en la Campa, en casa de mi tía
abuela Gloria Gutiérrez, en La Covaya, pero pronto daríamos preferencia a verla
en el cuarto del Fresnu donde el tercer televisor hacía su estreno
en los inicios de la década de los sesenta. Fueron llegando
paulatinamente a otros hogares donde también se prestaban a
compartir con el vecindario, según los barrios, pero aún habrían
de pasar otra larga década para que la pudiese disfrutar en mi
propia casa. Había otras mejoras prioritarias como la instalación
eléctrica en todas las dependencias de la casa, el uso de la cocina
de gas, la acometida del agua corriente o la construcción del cuarto
de baño y en ese mismo orden.
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