miércoles, 6 de agosto de 2014

55.- El Teatro Benavente

Vagamente recuerdo, hacia el año 1954, la primera proyección de cine a la que me llevaron mis padres. El argumento estaba desarrollado en un circo donde dos famosos trapecistas con sus habilidades intentaban ganarse la admiración de la chica que les acompañaba en el trapecio, cuando el desenlace final fue trágico por la caída de uno de ellos, al ser manipulada previamente la escala con tal fin. Creo que me impresionó bastante.
Escasos diez años después, cuando cuatro "melenudos" de Liverpool daban gritos en las salas de fiestas de su ciudad, en Llanes no había salas de fiestas. La única posibilidad de socializarse a la vez que divertirse la juventud estaba en las gradas de El Benavente. Las dos de la tarde de un domingo cualquiera. Los jóvenes nos reuníamos en La Pandina, confluencia de caminos junto a la carretera para bajar a Llanes. Con aires de mocitos, el pelo hacia atrás que no acaba de doblegar el trazado de la raya a la izquierda, más propia para niños, olor a jabón de "La Toja" y a masaje mentolado confirmaba con creces nuestra pubertad lo que el cabello se esforzaba en desmentir.
En el bolsillo trasero del pantalón de tergal, tan bien planchado a la raya, asomaban los tres picos del pañuelo con el olor característico del hierro de planchar, difícil de explicar con palabras para el que no lo haya conocido. En uno de los bolsillos laterales, tintineaban algunas monedas de peseta, otras de doble real con varias perrinas y perronas, que eran las de cinco y diez céntimos respectivamente, más abundantes y que por su sonido apagado desdecían del conjunto monetario, pero contribuían a hacer bulto. Toda la pecunia en conjunto rara vez sobrepasada el duro, pero era más que suficiente para entrar al cine y golosinear al descanso en el ambigú.
Aquella concentración sentados sobre la pandina cerca de El Rosal, ahora me recuerda la entrada del otoño cuando las golondrinas se juntan sobre la comba que hacen los cables de la luz entre dos postes para emprender el viaje.
Había sido construido, apenas cuarenta años atrás, tras la eliminación de las Marismas y la canalización del río Carrocedo. Parecer ser que, a pesar de haber donado el Ayuntamiento los terrenos, aquella ubicación resultó altamente costosa por la construcción a caballo sobre las dos orillas del río y la plataforma en pequeña rampa que la unía al puente. Desde entonces no pudieron pasar las embarcaciones de cierta altura como lo hacían antes. Su inauguración tuvo lugar el 24 de agosto de 1924. Curiosamente un mes antes, concretamente el día de la Magdalena, Llanes estrenaba también el campo de fútbol del Brao, en La Portilla.
Las cuatro de la tarde de un domingo cualquiera, de los años ochenta. Un viento frío que viene del Cuera, gélido de lamer la nieve, enfoca por la calle principal y se desliza en hilos para recorrer el resto de calles hasta calentarse e impregnarse del aroma de café que sale de las cafeterías. Después sube al paseo San Pedro por entre los tamarindos. En El Puente, los mocitos de pelo erizado a colores, desfilan hasta el lugar de encuentro junto al muelle. Al otro lado de la ría con los prados de Tieves de fondo y un bosque de eucaliptos moteando el horizonte se levanta aquel magnífico Teatro Benavente que aguanta orgulloso el embate, a duras penas, del tiempo y del abandono. En el tejado del viejo Teatro, "las gallinas del contramaestre" , como les llamaba Remigio, viejo lobo de mar y compañero mío en las obras, a las gaviotas, engrasan con el pico su plumaje y lo secan al trémulo sol de mayo. Las hierbas también ascendieron al tejado, por ver la mar.
Es difícil para los que lo conocimos en su esplendor girar la cabeza y no tropezar con su silueta recortada sobre los cuetos de Tieves. Abajo, la puerta enrejada es como un rayado en el paisaje. Entorno los ojos para mejor recordar y aún veo la gente salir ya de noche comentando las escenas, abrochándose la gabardina y subiendo el cuello al estilo del hampa o abriendo el paraguas.
La rampa de bajada al cine, siempre será para mí el arquetipo de todos los teatros del mundo cuando leo un relato. El teatro y dos farolas que custodian la entrada desde el puente dan al lugar un halo de ensueño y misterio a la vez.
Parpadeo. Se me fue el santo al cielo. Ahora, una tarde cualquiera del mes de agosto, mediada la segunda década del siglo XXI la gente se agolpa en el puente y en todas las calles o se sienta en las cafeterías de la vieja plaza de abastos, bajo las sombrillas a dejar pasar las horas. A pesar del gentío no se oye más de un murmullo, los coches no pitan, los niños no chillan, no hay remaqueras que cacareen sus productos. Desaparecieron las viejas tiendas y surgieron otras donde venden otros géneros. Las gentes no son las mismas. Apenas se ven caras conocidas, las pocas que encuentro el paso del tiempo las desfiguró como lo está seguramente la mía, pero que no se da uno cuenta por especular, es decir, verse en el espejo como nos ven los demás, pero sin fallos, tan jóvenes como siempre. Los edificios ahora están arreglados y ganó en belleza la villa, pero le falta el Benavente y también el viejo puente, el Sablín, el Palacio de la Guía, la dársena, la plaza, la compuerta y hay otros nuevos que salen sobrando de feos y fuera de estética.
El puente, es cierto, perdió la peligrosidad de antaño y la gente que pasa puede sentarse un rato sobre los bancos metálicos en lugar de hacerlo sobre la panda de piedra del antiguo y se dedica a sacar fotos para mandarlas al instante a cualquier parte del mundo, donde seguramente las reciben algunos nostálgicos llaniscos. Siguen siendo el centro de atención las barcas atadas a los muelles flotantes, pero no traen pescado, sólo sirven para recreo de las clases más acomodadas y contaminar el mar de todos. Sin embargo, sigue habiendo pobres por culpa de la crisis de moral de quienes saben escaquearse de la ley que no mendigan; únicamente rebuscan en los cubos de la basura junto a los supermercados para ver si hay algo que rescatar y llevar a la boca.
Uno de aquellos domingos de verano, como dije, acabada la tarea de la hierba, me encontré en la pandina a mi amigo Ike. Le pregunté si pensaba bajar al cine. Ganas no le faltaban, me dijo, pero solamente disponía de una peseta. Acaricié el duro que llevaba en el bolsillo del pantalón y sin pensarlo mucho decidí compartirlo a cambio de su compañía. Seis pesetas eran suficientes para las dos entradas. Tendríamos que andar a buena marcha los tres kilómetros si queríamos llegar para la sesión de la tarde. Cuando llegamos al Benavente, las últimas personas entraban por la puerta. Aprovechando la distracción de la taquillera, Pomposa Neira y la distracción del portero que guiaba a patio de butacas a los que nos precedían, subimos a la carrera de dos en dos los pasos de las escaleras. Arriba, Modesto “El Santanderín”, nos alumbró con su linterna de pila de petaca, el paso a gallinero. Lalo, el operador de cámara, encendía en esos momentos la lámpara dejando pasar por el ventano los primeros haces de luz de la linterna mágica que proyectaron en la pantalla las imágenes acompañadas en los altavoces por la entrada del Nodo. La voz característica del narrador explicaba que el señor ministro de industria, inauguraba a golpe de tijera un hermoso pantano. A la salida, con las seis pesetas nos fuimos al bar La Covadonga, regentado por Hortensia y Herminio donde pedimos dos bocadillos de mejillones en escabeche y sendos botellines de cerveza.
Por aquel entonces acababa de llegar al pueblo el primer televisor y con ello le llegó la decadencia a aquel majestuoso edificio que se levantaba sobre la ría del Riveru. Había sido sustituido por otro más moderno, el Cinemar en la calle Los Romanos al que arrinconarían de igual forma que a su predecesor los nuevos medios audiovisuales.

La primera experiencia televisiva la tuve en el comedor de la casa del Curru, una tarde de domingo, viendo embobado la actuación de la perrita Marylin, del grupo de artistas Vieneses y así mismo “Rin tin tin” y “Bonanza” , las series más recordadas. Teresa nos acomodaba como podía sentados en el suelo a falta de tanta silla para la pandilla de niños y niñas que nos arracimábamos bajo el Corredorón a la espera de que comenzara el programa. Posteriormente tendríamos la posibilidad de verla en la Campa, en casa de mi tía abuela Gloria Gutiérrez, en La Covaya, pero pronto daríamos preferencia a verla en el cuarto del Fresnu donde el tercer televisor hacía su estreno en los inicios de la década de los sesenta. Fueron llegando paulatinamente a otros hogares donde también se prestaban a compartir con el vecindario, según los barrios, pero aún habrían de pasar otra larga década para que la pudiese disfrutar en mi propia casa. Había otras mejoras prioritarias como la instalación eléctrica en todas las dependencias de la casa, el uso de la cocina de gas, la acometida del agua corriente o la construcción del cuarto de baño y en ese mismo orden.

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