Corría el año 1962 y el periodo escolar había
dado fin. Treinta años atrás, a la edad de catorce años, mi padre
ya se ganaba el
jornal sin haber pasado un período de
prueba como ayudante, aprendiz o peón;
claro está, él
era el segundo de diez hermanos y yo era solo. De todos modos, la
perspectiva de futuro, dentro de la penuria
en la que nos movíamos, aunque sin ser percibida, era
amplia como para
satisfacer nuestra ilusión de
aportar a la economía de la familia.
Se me abría un abanico
de posibilidades: Podría irme de aprendiz de mecánica. Lo
intenté en el “Garaje
América”, pero en
aquel preciso momento no necesitaban de
nadie. ─Dentro
de unos meses, vuelve ─, me dijeron,
por darme largas.
Pregunté en la Serrería
“Perela” y
─Como
acabamos de admitir varios obreros, la plantilla está completa.
Otra posibilidad no más
factible era la
de dar con un albañil que precisase de
pinche. Esta idea
me gustaba más que las anteriores. Solían
cobrar más, aunque el trabajo tuviese
momentos duros, pero daba la posibilidad de aprender del oficio y
acabar como oficial y ponerse uno por su cuenta o fichar en la
plantilla de alguna empresa de las muchas que se prodigaban en
el ramo de la construcción.
Era verano y el trabajo
en casa no faltaba: la hierba, el sallo, la cosecha y la atención al
ganado que teníamos en la cuadra.
Pero hay que ver las vueltas que da la vida y cómo nos va dirigiendo
a cada cual por su camino. Quedaba otra manera de enfrentarse a la
vida por otros derroteros distintos a los de la esclavitud del campo.
He de aclarar antes de que nadie se altere, que muchas de las
personas que se dedicaron al campo, vivieron felices e incluso lo
hicieron con cierta holgura. Claro está que no partieron de cero
porque habían heredado fincas suficientes. Aparte de eso, el tiempo
me habría de enseñar que la felicidad no siempre va unida a la
prosperidad económica y social de las personas.
¿Estudias o trabajas? Era la pregunta comodín cuando se quería
iniciar una conversación con alguien que refleja bien a las claras
las dos vías aparentemente opuestas de la vida. La respuesta dada
situaba en la escala social al cuestionado. Los padres, cuando
podían, intentaban que sus hijos no llevasen la vida que ellos
habían tenido exclusivamente con el trabajo. Obviamente, dependiendo
de qué trabajo desempeñaban, les animaban a seguir con el de ellos.
Pero para el entorno en el que me movía las contestaciones más
habituales habrían de ser las dos a la vez: estudio y trabajo.
A veces, no es suficiente querer, sino estar en el momento adecuado
en el sitio preciso.
Mi prima Tere, tres años mayor que yo, habló conmigo y con mis
padres y los animó a que me enviasen al cursillo del mes de agosto
que se hacía en el Colegio de la Arquera dirigido por los Hnos. de
La Salle. Normalmente, los niños a la edad de siete años ya
comenzaban en el colegio, aunque era también costumbre hacerlo en
edades posteriores, dependiendo de múltiples factores familiares,
ambientales y educacionales. Yo había permanecido en la escuela de
Parres toda la etapa de Primaria, porque todo hay que decirlo,
D. Manuel era un buen maestro y no había disculpas para cambiar de
centro.
Así que, un domingo, después de la misa que daba D. Remigio, el
cura de Pancar, en la capilla de la Arquera, fuimos recibidos, mi
prima y yo por el Hno. Pedro González. En un pequeño salón,
sentados los dos delante de la mesa del director, pasé una prueba de
preguntas sobre cultura general que abarcaba tanto nociones
gramaticales como cálculo mental, pasando por el conocimiento de
geografía y catecismo. Quedaba admitido. Había tres secciones: la
Tercera para los más pequeños hasta los once años aproximadamente;
la Segunda y la Primera, en las que la clasificación iba más en
consonancia con los aprendizajes que con la edad.
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