miércoles, 27 de agosto de 2014

58.- Las clases en la Sección 2ª de la Arquera

3º.- Comienzo del curso

Volvía septiembre y daba comienzo el nuevo curso, esta vez fuera de la Escuela del pueblo. Estrenaba pantalón mahón azul marino y botas “Chirucas” que se ajustaban a mis pies como guantes y sentía su lona sujetar mis tobillos. Mi madre me tenía ya preparado el desayuno para cuando regresaba de ayudar a mi padre en la siega matutina por los cados de las Llastrucas. El maletu había quedado preparado desde la noche: un cuaderno, los “Alpino” de colores, el “BIC” tinta azul, una MILAN 430 blanca, una regla de madera ribeteada de metal y un tajador de cuchilla abierta en forma de arco. Los libros llegarían dentro de la primera semana, nos habían avisado el último día del cursillo. Estaba ilusionado porque tenerlos y serían los primeros en formar mi exigua biblioteca de consulta junto con la Enciclopedia “ALVAREZ”, sobre el alféizar de la ventana al lado de mi cama.
Al bajar la Piniella, el viejo e inclinado nogal no sé si tanto por el peso de tantos niños como soportó en los recreos como por la acción del viento o del terreno, me dejó pasar no sin un sentimiento de pena. Miré con nostalgia los cristales de las ventanas del aula de niños donde había estado ocho años de mi infancia y sentí el vacío provocado por el paso inexorable del tiempo que nos transforma, etapa a etapa, sin borrarnos nunca la mirada interior de niño. Creí percibir el guirigay de los juegos a las canicas en los soportales, pero eran tan solo fantasmas. Cuántas veces, años después de aquella marcha, al pasar por los portales, creí percibir el olor acre a tinta, el olor dulce de la goma de borrar o simplemente el verdín de las rocas que cierran el entorno. Los amigos con los que había compartido bancada, Pancho, Juan Armando, Panchín, Benjamín, Fernando, Manolo, Pepín… unos primero, otros ahora, habían abandonado la escuela, como yo, para siempre. Esto pensaba, al menos en aquella mañana, camino del colegio de la Arquera, pero qué poco de cierto tendría. Me sentía orgullosamente mayor de completar estudios en aquel colegio que tan bien había preparado a otras generaciones anteriores de parragueses. Debía apretar el paso para no llegar tarde; el resto de alumnos ya habían pasado, me dijeron en Pedrujerrín. Unas sensaciones agradables a madrugada percibieron mis sentidos, en tanto los rayos del sol acariciaban tímidamente las crestas del Texéu. Dejé atrás la Jorna de la tía María y abrí la portilla del Pandiu que volví a cerrar para que el ganado no pasase a las fincas. Se abría a mi vista Valle la Mier y Valladar sembrados de maíz y en la lejanía el Colegio, bajo la cuesta de Cué. El camino engañosamente me quería llevar a la derecha hacia Cuetupuñu, pero tomé el sendero que cruza el Cuetu la Taberna. Desde él tuve tiempo para contemplar el recio roble que se levantaba a la vera del Camino Real y, bajo él, el humilladero. Todo aquel paisaje entrañable, dejó de existir en dos intentos de modernización de las vías públicas y apenas tengo otra imagen que la del recuerdo, no siempre fiel del paisaje cambiante. Bajé el cuetu y me acerqué a la vía del tren. A la derecha, el molín “Las Mestas” con su presa de caliza por donde salta el agua del Melendro, tantas veces rebautizada desde su nacimiento. Evitadas las oscuras fauces del ingenio y los canales que la pudieran llevar al molino de La Vega, discurre cantarina río abajo, en busca de la mar y no sabe que a unos centenares de metros intentarán hacerla suya en el molín de La Llavandera, en la Serrería del Nino, en el molín de Rico o en el de Cagalín, después del cual, en el lavadero municipal ahogarán con vapores de cloro y jabón “Chimbo” sus exiguas fuerzas tomadas al pie de las cuestas.
Retomo el sentido. Cruzada la vía, saludo a Pedro el molinero que lleva una macona con verde a cuestas y cruzo el valle de la Vega hasta perderme por entre los negrillos guardaban el camino antes de abocar a la carretera. La portilla del patio está abierta. Algunos niños juegan al balón; otros, los nuevos, esperamos observantes el momento de entrada. Vienen los más pequeños de Llanes acompañados por sus padres, o de la mano de sus hermanos mayores, responsables de ellos, como un río humano, a contracorriente hacia las fuentes del saber. No hay apenas tráfico en la carretera en aquellos años. Era más corriente ver pasar un carro de caballo que un coche, una bicicleta que una moto. En bicicleta llegan desde Vidiago y hacen su entrada por la estrecha portilla de forja, Toño González, “El Trisqui”, de Puertas, Juan Martínez, de Riegu, y García, de La Galguera, midiendo con exactitud el estrecho paso con toda la fuerza de inercia que les daba la bajada de la carretera.
Suena la campana y se abren las puertas del colegio. Delante de las escalinatas se hacen filas, costumbre adquirida de la vieja instrucción, supongo, acentuada por el espíritu militar que en los últimos años había imperado en todas las esferas sociales. Pero de eso yo no me daba entonces cuenta. Mi única preocupación era la relación con los compañeros nuevos. De aquel curso habrían de surgir no pocas amistades.


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