3º.- Comienzo del curso
Volvía septiembre y daba comienzo el nuevo curso, esta vez fuera de
la Escuela del pueblo. Estrenaba pantalón mahón azul marino y botas
“Chirucas” que se ajustaban a mis pies como guantes y sentía su
lona sujetar mis tobillos. Mi madre me tenía ya preparado el
desayuno para cuando regresaba de ayudar a mi padre en la siega
matutina por los cados de las Llastrucas. El maletu había quedado
preparado desde la noche: un cuaderno, los “Alpino” de colores,
el “BIC” tinta azul, una MILAN 430 blanca, una regla de madera
ribeteada de metal y un tajador de cuchilla abierta en forma de arco.
Los libros llegarían dentro de la primera semana, nos habían
avisado el último día del cursillo. Estaba ilusionado porque
tenerlos y serían los primeros en formar mi exigua biblioteca de
consulta junto con la Enciclopedia “ALVAREZ”, sobre el alféizar
de la ventana al lado de mi cama.
Al bajar la Piniella, el viejo e inclinado nogal no sé si tanto por
el peso de tantos niños como soportó en los recreos como por la
acción del viento o del terreno, me dejó pasar no sin un
sentimiento de pena. Miré con nostalgia los cristales de las
ventanas del aula de niños donde había estado ocho años de mi
infancia y sentí el vacío provocado por el paso inexorable del
tiempo que nos transforma, etapa a etapa, sin borrarnos nunca la
mirada interior de niño. Creí percibir el guirigay de los juegos a
las canicas en los soportales, pero eran tan solo fantasmas. Cuántas
veces, años después de aquella marcha, al pasar por los portales,
creí percibir el olor acre a tinta, el olor dulce de la goma de
borrar o simplemente el verdín de las rocas que cierran el entorno.
Los amigos con los que había compartido bancada, Pancho, Juan
Armando, Panchín, Benjamín, Fernando, Manolo, Pepín… unos
primero, otros ahora, habían abandonado la escuela, como yo, para
siempre. Esto pensaba, al menos en aquella mañana, camino del
colegio de la Arquera, pero qué poco de cierto tendría. Me sentía
orgullosamente mayor de completar estudios en aquel colegio que tan
bien había preparado a otras generaciones anteriores de parragueses.
Debía apretar el paso para no llegar tarde; el resto de alumnos ya
habían pasado, me dijeron en Pedrujerrín. Unas sensaciones
agradables a madrugada percibieron mis sentidos, en tanto los rayos
del sol acariciaban tímidamente las crestas del Texéu. Dejé atrás
la Jorna de la tía María y abrí la portilla del Pandiu que volví
a cerrar para que el ganado no pasase a las fincas. Se abría a mi
vista Valle la Mier y Valladar sembrados de maíz y en la lejanía el
Colegio, bajo la cuesta de Cué. El camino engañosamente me quería
llevar a la derecha hacia Cuetupuñu, pero tomé el sendero que cruza
el Cuetu la Taberna. Desde él tuve tiempo para contemplar el recio
roble que se levantaba a la vera del Camino Real y, bajo él, el
humilladero. Todo aquel paisaje entrañable, dejó de existir en dos
intentos de modernización de las vías públicas y apenas tengo otra
imagen que la del recuerdo, no siempre fiel del paisaje cambiante.
Bajé el cuetu y me acerqué a la vía del tren. A la derecha, el
molín “Las Mestas” con su presa de caliza por donde salta el
agua del Melendro, tantas veces rebautizada desde su nacimiento.
Evitadas las oscuras fauces del ingenio y los canales que la pudieran
llevar al molino de La Vega, discurre cantarina río abajo, en busca
de la mar y no sabe que a unos centenares de metros intentarán
hacerla suya en el molín de La Llavandera, en la Serrería del Nino,
en el molín de Rico o en el de Cagalín, después del cual, en el
lavadero municipal ahogarán con vapores de cloro y jabón “Chimbo”
sus exiguas fuerzas tomadas al pie de las cuestas.
Retomo el sentido. Cruzada la vía, saludo a Pedro el molinero que
lleva una macona con verde a cuestas y cruzo el valle de la Vega
hasta perderme por entre los negrillos guardaban el camino antes de
abocar a la carretera. La portilla del patio está abierta. Algunos
niños juegan al balón; otros, los nuevos, esperamos observantes el
momento de entrada. Vienen los más pequeños de Llanes acompañados
por sus padres, o de la mano de sus hermanos mayores, responsables de
ellos, como un río humano, a contracorriente hacia las fuentes del
saber. No hay apenas tráfico en la carretera en aquellos años. Era
más corriente ver pasar un carro de caballo que un coche, una
bicicleta que una moto. En bicicleta llegan desde Vidiago y hacen su
entrada por la estrecha portilla de forja, Toño González, “El
Trisqui”, de Puertas, Juan Martínez, de Riegu, y García, de La
Galguera, midiendo con exactitud el estrecho paso con toda la fuerza
de inercia que les daba la bajada de la carretera.
Suena la campana y se abren las puertas del colegio. Delante de las
escalinatas se hacen filas, costumbre adquirida de la vieja
instrucción, supongo, acentuada por el espíritu militar que en los
últimos años había imperado en todas las esferas sociales. Pero de
eso yo no me daba entonces cuenta. Mi única preocupación era la
relación con los compañeros nuevos. De aquel curso habrían de
surgir no pocas amistades.
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