Me viene al recuerdo como cabecera de esta narración otra mucho más graciosa, que un amigo y vecino me contó, sobre lo que a él le sucedió cuando se fue a tallar como voluntario sin haber cumplido la mayoría de edad, con el fin de poder elegir el cuerpo de arma y destino.
Por estar su pueblo un extenso límite con la mar, de ella se obtenían dos importantes fuentes de subsistencia:
La una era el ocle que una vez seco, alcanzaba considerables beneficios monetarios, pero que no pagaban, sin embargo, las horas de trabajo, extrayéndolo con la bajada de las mareas, muchas veces en plena noche, con fuerte resaca, no se interprete mal, pues se dice así a la marea cuando en el regreso de la ola, arrastra la arena bajo tus pies y te dificulta retroceder. Andar de resaca tiene otro significado.
De día toda la familia cooperaba en extenderlo por las fincas limítrofes hasta tenerlo seco, como se hace con la hierba, voltearlo para aprovechar el viento seco y el sol cuando se le antoja salir.
La otra fuente de recursos en el pueblo costero es la pesca y el marisqueo, para la venta o consumo propio.
Ambas actividades temporeras no estaban reñidas con la ganadería, la agricultura y la construcción y todo es poco para subsistir, porque como en todo, las grandes ganancias no revierten en los trabajadores.
“ Después de tallarme, me indicaron una ventanilla para rellenar la solicitud. El que atendía me preguntó para qué cuerpo iba a solicitar y como yo diese con mi expresión facial el aspecto de no enterarme de lo que leía, me aclaró:
– ¿Infantería, Marina o Aviación?
Yo dije que Marina, animado por las anécdotas que escuché narrar a mis vecinos que habían estado de marinos y que nada más terminar se habían enrolado en buques transatlánticos o petroleros en los que llegaron a recorrer medio mundo y disfrutado, tras nueve meses de buque, tres de vacaciones con un buen sueldo, recalado en los puertos más importantes.
Entonces me indicó que me echara a un lado para dar paso al que me seguía en la fila y que siguiera rellenando el cuestionario por mi cuenta.
La primera cuestión que leí, ponía con un asterisco.
1.- * ¡Sabe Vd. Nadar: Sí/No. (*Táchese lo que no proceda)
Yo en este primer punto volví a trabarme y haciéndole una señal tras el cristal, antes de tachar lo que no debiera, de nuevo le pedí que me ayudara.”
Me imagino al clásico chupatintas de antaño mirando a mi amigo por encima de las antiparras cabalgadas sobre luenga napia, con aquella estudiada pose de superioridad que ponía la mayor parte de ellos, tan ocupados que estaban leyendo el periódico entre una espesa nube de humo de su cigarrillo. Hogaño, se prohibió el humo y se cambió el periódico por el móvil.
“– Vamos a ver, chaval, ¿tú sabes nadar, sí o no?
– ¡Es que en la marina no tienen barcos? – disimulando la sorna por asombro.”
Lo que paso a narrar, es tal como me ocurrió a mí con el tema de la natación:
Nos tuvieron ensayando el desfile para la Jura de Bandera un par de días por semana de la segunda quincena de julio y la primera de agosto, cuyos ejercicios fueron creciendo en intensidad. Como eran tan altas las temperaturas alcanzadas en aquellos secarrales, ni las sombras de los jóvenes almendros y acacias podían aliviarnos, ni aún siendo de copas más espesas, pues bajo ellos tampoco nos llevaban en las clases de teórica de las tardes. La programación del endurecimiento físico y moral de la tropa para tal evento debió emanar de ilustres testuces reunidas junto a un ventilador mientras aclaraban sus gaznates con refrescantes bebidas.
Después de hacer la instrucción por compañías, se fueron colocando en los puestos marcados sobre la pista.
Estaban dos de Cabos Rojos: la 1ª Cía con el Capitán Imanz y la 2ª Cía. Ambas alojadas en el pabellón Simancas.
Otras dos compañías de Soldados reclutas: la 3ª Cía y la nuestra, la 4ª Cía al mando del Capitán Pose, ambas alojadas en el pabellón Ebro.
Los cuatro capitanes presentaron sus respectivas formaciones al Comandante que tomó el mando del 1er Bon y, acto seguido, fue indicando al joven corneta que ya estaba a su lado, las órdenes que éste trasmutaba en fuertes y agudos toques a todo el bloque del batallón. Aún parece que me resuenan tan nítidos y me transportan en volandas a aquel lugar y paisaje tan opuesto al nuestro. Mientras que escribo esto, tal fecha como aquella, vigilo las nubes que no tardan en hacerme recoger con las primeras gotas, el escritorio a techo.
Acabada toda esta maniobra, se hicieron otras parecidas al reunirse con los demás batallones, a cuyo mando se puso el Coronel del Regimiento, tras lo cual, cada compañía regresó a su pabellón para dejar el arma, tomar las prendas y marchar a trote ligero en formación al lugar de las duchas.
Cuando llegamos, ya había varias compañías esperando en filas para hacer uso del pasillo de las duchas. Al lado mismo se encontraba la gran piscina que jamás había visto usar por las tropas; salvo un señor que debió haber sido alto mando militar, cuya cojera y mostacho canoso daban credenciales de ello, y que allí habíamos visto zambullirse varias ocasiones que hasta allí habíamos llegado algunos fines de semana en plan exploratorio del entorno.
Alguien nos comentó que la piscina llevaba un tiempo bajo castigo militar, por el fallecimiento de alguien en ella.
Puede que esto os sea extraño, pero en el regimiento en el que estuve el tercer verano, me enteré de que en la armería había varias armas, castigadas al haberse herido con ellas alguien por fallarles sus holgados mecanismos. Idéntico castigo solía darse a los animales y vehículos: a una mula arisca por haberle roto a coces la quijada del chaval que la limpiaba y a un jeep al que se le rompió el cable del freno por lo cual acabaron en la cuneta el teniente coronel y su chófer personal; estos sí, con una buena resaca de pasar la noche de tascas y chiringuitos.
Hubo negociación entre los que comandaban las compañías que allí esperábamos al sol. Fueron mandando dar media vuelta para ponernos enfrente mismo de él y sucesivamente, varios pasos al frente hasta estar en el mismo bordillo. A mí, que desfilaba en el primer pelotón de la derecha, ocupaba el puesto cinco de la escuadra primera. Las compañías se veían más elegantes si se ordenaban por estaturas y la mía aún no siendo excesiva en comparación con la media actual, para aquellos años se encuadraba sobradamente por encima de la media.
Así es que, tras varios movimientos de pieza de ajedrez me veo frente al clorado pozo que apenas dejaba ver dos líneas blancas en el fondo. Me había correspondido la parte más honda y en ninguna ventanilla me preguntó nadie si sabía nadar.
En casa no había baño, ni tan siquiera una manguera, así que aprovechando la relativa cercanía del pequeño “Melendro” a su paso por la Vega, me fui con varios amigos a darnos un baño en el Pozu la raizona. Varios ya sabían nadar o bucear por lo que se tiraron nada más llegar. Mientras, los más frioleros nos bañamos en la orilla, muertos de frío en las cristalinas aguas bajo los alisos que impedían el paso de los rayos vespertinos del sol.
Acostumbraba, por mi cuenta, aprender en las playas a las que solía ir en los veranos, algunos domingos para quitar las granas y el cansancio después de la siega o recogida de la hierba seca.
En menos de media hora estaba en la playa de Póo; la mayor parte de los bañistas se tostaba al sol en el pedrero mientras se tomaban el bocadillo de la merienda. La playa al ser tan amplia, cuando sube la marea se va cubriendo moderadamente, salvo en el cauce del arroyo Vallina que en ella desemboca, no cubría gran cosa y yo procuraba meterme justo hasta el lugar en que nadando tocase con mis manos el fondo. Así fui aprendiendo a aguantar la respiración por más tiempo nadando a mi manera, con los ojos abiertos incluso para ver el fondo, pero al inspirar debía hacerlo de pie, pues nadie se había molestado en enseñarme.
Volviendo a la piscina, al toque de silbato tomé todo el aire que pude meter en mis pulmones y me lancé en una perfecta plancha. Pero fue tal el contraste con el calor exterior que habíamos pasado de la espera, que solté todo el aire de reserva cuando estaba a medio trayecto hasta la otra orilla.
Me veo bajando en vertical, tratando de agarrar la superficie en lugar de bajar los brazos, con lo que hubiera salido por mi cuenta a flote. Escuché una voz que dijo: “no sabe nadar” y, a los pocos segundos, tenía junto a mí un compañero catalán que me sacó tomándome de la barbilla. Yo supuse que no debía agarrarme a él para permitirle nadar y me dejé llevar a la otra orilla. Estaba seguro que habría podido llegar; sin embargo no probé tan siquiera una sola gota de agua. Tomé más aire y me dejó que alcanzara la meta desde donde le di las gracias.
A punto estuvo la piscina de renovar su castigo por otros años más. La semana siguiente que creyeron oportuno volver a usarla me consintieron hacer los saltos desde la parte menos profunda y así fui quitando poco a poco parte del miedo. Al despertar la madrugada, Mino, mi compañero de litera me comentó que había soñado en alto; lo asocié al asunto de la piscina.
Desde aquel día, comenzamos a usar la piscina con mayor frecuencia que lo habitual de un principio. A mí me permitieron zambullirme a mi gusto y así, de forma progresiva, fui perdiendo el miedo.
Otros tales percances aún persisten en mi memoria que en su momento contaré.
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