Siempre asocio la ensaladilla rusa con recuerdos de comidas sobre mantel a cuadros tendido en el campo recién segado. A pesar de ser un plato económico, en las casas se reservaba únicamente tanto para las fiestas de la aldea como para otras a las que solíamos acudir dentro de un corto radio de distancia, subidos al coche de san Fernando por lo cual el camino en sí mismo era una fiesta y una grata experiencia.
Cito en el orden cronológico de celebración un tupido racimo de aquellas citas festivas:
San Antón de Parres, 17 de enero;
El Santu Ángel de la Guarda en El Mazucu, 1 de marzo;
Santu Medé de Pimiango, 3 de marzo;
San Felipe de Soberrón, 1 de mayo;
San Pedru de Pancar, 29 de junio;
El Carmín de Celoriu, 16 de julio;
El Cristu de La Portilla, 16 de julio;
Santa Marina de Parres, 18 de julio;
La Madalena de Llanes, 22 de julio;
Santiago de Posada, 25 de julio;
Santa Ana de Llanes, 26 de julio;
La Guadalupe de La Pereda, 2 de agosto;
Los Santucos Justo y Pástor de Porrúa, 9 de agosto;
Nuestra Señora de Póo, 16 de agosto;
San Roque, 17 de agosto,
La Guía 8 de septiembre en Llanes.
Salvo a Santa Marina y a La Guía que eran consideradas días laborables festivos, acudir al resto de celebraciones dependía de que cayesen en domingo.
Y en todas ellas me viene al recuerdo la imagen del mantel extendido sobre la pradera recién segada, conteniendo la ensaladilla rusa hecha con: patatines del huertu; mahonesa con huevos de las gallinas que muraban a su antojo; espárragos blancos y las anchoas encurtidas por Lolo Batalla en San Antón, tachonada con aceitunas rellenas y tiras de pimientos rojos.
Para postre, no podía faltar la tarta de “Abelardo”, las corbatas de “Casa Junco” y el helado de “Lisardo Revuelta” que servía en su carrito de madera en una esquina del campo; por la tarde-noche se inundaba el aire con el olor de los churros recién fritos en el puesto de Dorila y Chucha; las avellanas tostadas de Sarita, Matilde y Lolina y el olor a pólvora quemada de los cohetes, petardos y restallones.
El 18 de julio de 1971, se celebró en el campamento, el trigésimo quinto año del levantamiento con diana floreada, formación con traje de bonito y guante blanco, revista de comisario, saludo a la bandera, ofrenda al soldado desconocido, con salvas de morteros, misa solemne de campaña, y desfile de cierre acompañado por banda militar.
Ya al borde del agotamiento por estrés y el murmullo que se traían las tripas que debían estar a punto de protagonizar por su cuenta otro levantamiento tan sonado como el que allí se celebraba, por fin nos dieron permiso para entregar al cabo cuartelero los chopos y pasar por los escusados sin más demora.
A a mi manera y con no poca morriña quise celebrar Santa Marina y, cerrando los ojos unos segundos, traté de percibir los olores de la mi tierrina’l jelechu y que por allí no llegué a topar ni por asomo. He de aclarar, que el olor a tierra seca con los aromas de las hierbas silvestres, la paja seca amontonada en los campos y los silos de trigo me son recuerdos muy gratos.
De viernes, ya nos habían cantado a la hora de la retreta, el menú tan especial que nos esperaba para celebrar, ya ves tú, aquel triste momento del estallido de la guerra. No era la primera vez que escuchaba decir “ensaladilla nacional” y en la barra de pincheo de Vetusta, a nadie se le hubiese ocurrido etiquetarla de otro modo en el expositor.
El menú, no tenía nada que envidiar al del mejor restaurante a pie de playa. Había una gran diferencia con la fajina habitual en cuanto a productos, elaboración, sabor y presentación.
– Arroz con almejas, langostinos, chorizos criollos y tacos de jamón.
– Merluza en salsa verde.
– Lomo empanado y tres tarrinas de mermelada de fresa, manzana y mantequilla salada. – Dos botellas por mesa de vino tinto del Penedés.
– Por no faltar los postres:
. Tarta helada.
. Pastelitos variados de hojaldre con almendra.
. Sidra achampanada, café, chupito de coñac y un par de cigarrillos que yo intercambié con un compañero por dos de sus hojaldres que aún no había decidido qué hacer de ellos.
Dieron permiso a salir del campamento y sabíamos de algunos que, poseedores de coche propio, aprovecharon para acercarse a otras localidades. Animé a Oviedo a bajar de nuevo hasta Tremp en el que esperábamos encontrar mayor movimiento de gentes y puestos de venta en la plaza.
Por mi amigo, M. Miguel A. supe que aún quedaba asiento libre en el coche de un compañero de Oviedo. Quedó en hacerme la reserva para la salida que se gestaba para el día de la Jura de bandera. Bastaba con solicitar en la capitanía de la compañía el pase con antelación al día previsto de salida. Como me era difícil verme con dicho compañero, le dije que le avisara él por mí, en cuanto lo viese por la compañía.
Era una aventura sin más. ¿Cómo íbamos a pensar que algo nos iba a salir mal? Aparte de esta posibilidad habían conseguido unos compañeros de magisterio, naturales de Llaviana y L’Entregu, con galones de cabo rojo, contratar un autobús de los de “Zapico” en Llangreu, pero ya estaban asignadas todas las plazas, salvo que se produjesen vacantes imprevistas por algún motivo. Me aseguraron que para final del campamento traerían no uno sino dos o los que hiciesen falta, pero que me pusiera en contacto con ellos con bastante antelación para no quedar sin plaza y saber cuántos pasajeros podían reclutar con total seguridad. Les dije que contasen ya conmigo para el regreso a casa después del finalizado el campamento, a finales de agosto.
Por asegurar más lo del refrán "Vale más pájaro en mano que ciento volando", de lunes me puse en contacto con el dueño del coche. Era un compañero de aula en primero y segundo: J. Adolfo Flora.
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