Acomodados en el "SIMCA 900" de nuestro compañero J. Adolfo, emprendimos el viaje de visita relámpago a casa. A mí me correspondió ocupar la plaza central de la banqueta posterior, entre Urvetus y el otro viajero del que no soy ya a ponerle ni cara ni nombre. A mi amigo y vecino M.M. Amieva, por ser el organizador de aquella escapada, le propusimos subir de copiloto, como así hizo. La carretera tenía buen piso, pero con demasiadas curvas y cambios de desnivel que bordeaba un barranco. Me distraía con el paisaje de rocas que desde el tren no había llegado a contemplar a la llegada.
Después de un largo tramo de cerradas curvas, se le presentó la ocasión al conductor de poner al máximo la velocidad de su bólido. Se nos ofreció a la vista una larga recta en bajada, sin tráfico, aunque para aquella máquina era todo un reto poder superar los cien kilómetros a la hora, pero lo consiguió.
[Teniendo en cuenta que los modelos más modernos venían equipados con cuatro marchas; otros clásicos como los Renault Dauphine, Gordini, Ondine… aún ofrecían el equipamiento de tres velocidades. A los Simca fabricados por “Barreiros” se les lanzó al mercado en España como “El coche de cinco plazas con nervio”, que con sorna, a alguien se le ocurrió transformarlo en “El filete de los pobres, para cinco y con nervio”.]
Las altas montañas dejaban pasar por tramos, los rayos anaranjados del sol sobre el asfalto. Desde mi plaza intermedia en la bancada posterior, al frente observaba con agrado el agreste paisaje entre montañas y un largo tramo de carretera que serpenteaba paralela al río que la acompañaba a su derecha, protegida por desdentados quitamiedos de piedra. Habíamos iniciado un gran tramo recto de carretera en bajada que aparentaba un excelente piso, por lo que la manecilla del velocímetro vi que había llegado al límite mecánico marcada por el fabricante para aquel modelo de coche.
Al igual que los dos ocupantes delanteros, pude ver cómo un zorrillo cruzaba la calzada; el piloto redujo la velocidad con varias frenadas y cambios de marcha, para permitirle alcanzar el otro carril, pero el pobre animal se paralizó en mitad de la vía. Sentimos un golpe seco bajo la carrocería del coche.
Como no hubo signo alguno de que el golpe afectase al motor, dirección o frenos, además de no tener allí el espacio adecuado para aparcar sin ocupar la calzada, seguimos a buen ritmo el ondulado trayecto hasta dar vista al Embalse de Yesa que se nos apareció a nuestra izquierda.
Alguien expuso la idea de pegarnos un baño, pero al resto del pasaje creo que nos conformaríamos con estirar las piernas, aligerar la fiambrera y satisfacer otras perentorias necesidades de orden fisiológico.
J. Adolfo creyó más importante, y no es de extrañar, abrir el capó y echar un vistazo a los niveles de agua del radiador y aceite del cárter. Para tales deficiencias muy normales en los vehículos de la época, máxime en climas tan áridos y época estival, era de manual de mantenimiento, llevar reserva de agua y aceite en sendos recipientes debidamente anclados en un hueco donde también se guardaba una cuerda de nailon para caso de tener que ser remolcado y otras herramientas extra que fueran útiles.
Extrajo la varilla del aceite, la limpió con el cotón, la volvió a introducir para comprobar que el nivel estaba bastante por debajo del punto medio adecuado por lo que añadió aceite hasta alcanzar la muesca del máximo permisible. Cuando revisó el bajo del coche, una lágrima de aceite resbalaba junto al tapón del cárter que limpió con el cotón y esperó un rato a ver si seguía llorando.
La temperatura del radiador habría bajado con la parada, por lo que decidió girar despacio el tapón roscado y poder restablecer el nivel del depósito. De esa forma, al hacer un recorrido similar al que ya había rodado, volvería a comprobar los niveles, pero mejor sería, al amparo de una estación de repostaje.
El manto de la noche no tardaría en cubrir el paisaje, por lo que ocupamos nuestras respectivas plazas para continuar la ruta por aquellos parajes que a mí me resultaban tan preciosos, por oposición a los habituales en nuestra Asturias.
En el embalse y de entre sus aguas, emergía la espadaña de una iglesia que con el estiaje no alcanzaba el nivel más alto, como quedó trazado en el ribazo. Me vino al recuerdo la presa de Riaño a que nos llevaron de excursión en tres “Autobuses Mento”, desde la catequesis del pueblo. Me imaginé alrededor de aquella torre los distintos barrios, la escuela, las fuentes, el lavadero, el abrevadero y el puente sobre el río que mueve el molino, las pisas y la herrería.
En un cerro que debió de dominar el valle se yergue aún majestuosa la torre de homenaje del castillo que sojuzgó a la aldea perdida y sobre la torre un aparatoso nido de cañas por entre las que destacan los cuellos arqueados de una pareja de cigüeñas.
Sería ya pasada la medianoche cuando entramos en Vizcaya. El tráfico que circulaba por las estrechas carreteras estaba esencialmente formado por largos tráileres que en las curvas ocupaban su calzada y parte de la opuesta. Un pertinaz sirimiri, para entendernos orbayu, borraba la tenue mediana de la carretera.
A poco de dejar atrás Bilbao, en un tramo de fuerte pendiente, el motor dio en cambiar el sonido normal por otro más parecido a una pertinaz tos que nos alarmó a todos. Acto seguido, se calló y quedamos empantanados en plena curva de una carretera desconocida y en completa oscuridad.
Por suerte, al lado mismo había un espacio fuera de la calzada donde se escuchaba caer el agua de una torrentera. No se percibía luz alguna en el tráfico por lo que con premura nos dimos arte y modo de arrastrar entre los cinco y colocarlo a salvo sobre la campera. Con ayuda de una linterna vimos que en la calzada había dejado una mancha del aceite. Como pudimos, llenamos una bolsa con la arenilla que allí encontramos y la echamos sobre la mancha de grasa. Yo me fui a situar unos metros por detrás de donde estábamos y metros por delante se colocó otro compañero. Así estuvimos un par de horas haciendo señales con las gorras a los conductores para que bajasen la velocidad. Una espesa niebla se sumó a complicar aún más la situación, en tanto que la circulación parecía aumentar y la humedad había atravesado la única ropa de bonito que llevábamos encima puesta.
Nuestro compañero piloto pudo por fin seguir adelante subido en un tráiler, cuyo conductor tuvo la empatía de prestarnos ayuda y le dijo que a poco de allí había una gasolinera desde la que podría llamar por teléfono a la grúa. El sol se había deshecho de la densa niebla, cuando regresó en un camión con plataforma y cargaron el vehículo. Dijo que era más conveniente para nosotros que comenzáramos a hacer el autoestop y nos deseó buena suerte, quedando en recogernos sobre las dos de la tarde del domingo. Ya había hecho una llamada a su familia y podía contar con otro coche para el regreso.
La verdad sea dicha, vestido de soldado y con la mochila en el hombro, no nos fue difícil encontrar acomodo en camiones que por allí llegaban en dirección Santander y Oviedo.
Amieva y yo hicimos el trayecto subidos en un camión de la empresa “Casintra” que iba de vacío para la cementera de Aboño, él quedó en el cruce de La Arquera y yo me bajé al pie de “Las Castañares”. Mino y el quinto pasajero lograron llegar, bien entrada la tarde del sábado a Oviedo, tomando de autoestop a un coche que los dejó en Lieres y otro más que los descargó en La Corredoria.
Me mandó aviso mi amigo Amieva que estuviera para las tres de la tarde en el arcén de la pista para ser visto por J. Adolfo que en el cruce de La Arquera nos esperaría él.
Me despedí de mis padres y bajé a la carrera la cuesta de Las Castañares. Por estar en la carretera antes de la hora marcada y añadir el que de más echaron en llegar a recogerme, empecé a pensar si ya habrían pasado. En esas estaba cuando vi llegar un coche que puso los intermitentes y paró a aparcar delante de mí un “SIMCA 1000", al parecer más moderno y de mejor aspecto que el anterior que, según me dijo, se lo había prestado su novia.
En La Arquera completamos el pasaje con mi amigo Amieva que nos esperaba junto al desvío a La Pereda.
Antes de la medianoche pudimos ver las lomas donde se alza el campamento y aún teníamos un tiempo para disfrutar de la noche en Tremp, pues no pasarían lista hasta el toque de diana del lunes.
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