martes, 13 de julio de 2021

147.- Los fines de semana en el campamento

 

Los fines de semana, libres de toda actividad militar, quedábamos en cada compañía a lo sumo un par de docenas de reclutas, sin contar la tropa vikinga ocupada en realizar trabajos de mantenimiento por todo el campamento; a cambio, esta mano de obra gratuita para el ejército gozaba, como ya creo haber contado antes, de ciertos privilegios como estar exentos de la gimnasia, instrucción, desfiles, teórica, tiro, pista americana; que sin lugar a dudas habrían cumplido con creces durante los tres meses de instrucción como reclutas. 

Tras el toque de retreta, quedó a nuestro cargo un cabo primera, tres hornadas anteriores a la nuestra, que había sido destinado para cumplir los cuatro meses finales del servicio. Inflado temporalmente a comandante en cumplimiento de las normativas castrenses en ausencia de otro cargo superior, no encontró mejor ocasión para elevar su ego. Me había correspondido cubrir el primer turno de “imaginaria” durante las dos primeras horas, tras el toque de silencio por lo que me pareció haber tenido suerte al no tener que cortar el horario de sueño. 

La función del imaginaria consistía en mantener en la sala dormitorio un discreto silencio y vigilar la entrada a la misma. Con el primer cambio de sábanas que tuvimos que hacer ocurrió que a más de uno le faltaba alguna de las dos piezas o la funda de la almohada. La única solución que había consistía en echar mano de las piezas de alguna de las literas vacías cuyo usuario se encontrase fuera en ese momento. Cuando llegase y notara su falta, está claro que habría de tomar “prestadas” de otra nave o “negociarlas”  en la misma lavandería. Idéntico proceder que con las gorras de instrucción; de nada servía quejarse y que te tomasen por un chivato. Cuidado especial debíamos tener con las compañías de cabos rojos que, por ser del segundo verano de campamento, mostraban gran veteranía para todo. 

El imaginaria también tenía la curiosa misión de acercar el botijo de agua fresca hasta la litera de quien lo reclamase.

– “¡Imaginaria, agua! – voceaba alguien. Iba con el agua y echaba un rato charlando con él. 

En broma, berraban desde otros rincones a la vez. Con el paso del tiempo, hasta el imaginaria más timorato hacía caso omiso; quien la necesitase de verdad debería acercarse hasta la pila del agua. Solían escucharse algunas bromas contadas con tal gracia y salero de las que era imposible no reír y coger el sueño.

Por contra, en los siguientes relevos que, con posterioridad me tocaron hacer, no se escuchaba nada salvo algunos ronquidos que paraban al instante al chascar la lengua como hacía para arrear el caballo o hacer largar a un perro. Aprovechaba la amarillenta luz de la lámpara del exterior sentado en el quicio de la entrada para leer, envuelto en la   persistente y monótona sinfonía de las impertinentes cigarras. 

Una noche, a punto estaba de finalizarse la primera guardia, cuando el imaginaria notó al trasluz de la puerta el brillo dorado de dos estrellas. 

– ¡Compañía, el oficial de guardia! – advirtió. 

En menos que canta un gallo, todos estábamos firmes al pie de nuestras  respectivas camarillas. 

El supuesto teniente  mandó que bajásemos en silencio a formar en el patio. Así lo hicimos cada uno con lo puesto, las zapatillas de gimnasia y la gorra de instrucción.  

Al fresco de la noche nos tuvo en formación de firmes hasta que le pareció  prudente que regresáramos a recobrar el sueño perdido. En el primer momento, pensé que quizás formase parte del entrenamiento en el cumplimiento de las normas que nos habían ya explicado, pero después todos supimos que el supuesto teniente no era otro que un cabo primera que hacía el primer turno y que se trataba de una novatada para lo que había tomado la gorra del teniente que se encontraba libre de servicio.  

Si un mando que debe respetar y hacer respetar las buenas normas, aprovecha los galones para intimidarlos y reírse de ellos, pierde todo el respeto, abre la puerta al desprestigio ante los demás y tarde o temprano acaba recibiendo su merecido.  

En el intervalo como de media hora que allí nos tuvo, alguien se la estaba preparando a él. 

Mieres, aprovechando que su litera ocupaba el rincón más oscuro y alejado de la salida desde la que el falso teniente nos instaba a bajar, se hizo el rezagado y entró al dormitorio de los cabos que quedaba debajo de la terraza. Había tres camastros, tan solo uno de los cuales estaba deshecho, por lo que dedujo que le pertenecería al cabo primero que nos estaba "puteando". Los otros dos estaban sin usar; sus dueños estaban a punto de llegar para el relevo de la guardia.  

Cuando ya estábamos todos en nuestras respectivas literas, se escucharon las risas de los dos cabos primera que acababan de llegar y escucharon a su compañero lanzar improperios y exclamaciones de toda guisa, cuya escritura no creo procedente expresar aquí, mientras retiraba las meadas sábanas de su camastro.

Tardó un tiempo en molestarnos y de igual forma, le volvió a salir mal la jugada, como ya contaré en otro momento..  

Ese mismo fin de semana, el sonido de una gaita me emocionó tanto que no eché tiempo en acudir a su reclamo. A la sombra de unos almendros encontré a Mieres acompañado por un grupo musical que con sus voces, palmas y un par de guitarras, le hacían coros. Me uní a ellos, primero acompañando la letra del himno asturiano que salía del puntero de la gaita grillera y ya, cuando me sentí cómodo en aquel grupo, saqué la “Preciosa” de Honner y arranqué con el “Viva Parres”; como pareció ser agrado de todos, sin pausa alguna, continué con los sones del pericote llanisco. 

Cuando miré a la luna que en ese momento iluminaba la terraza, la vi borrosa que me sonreía y le sonreí también.  

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