_"Qué de recuerdos me traen tus escritos!”
Me
encanta saberlo. Así apetece escribir, a sabiendas de que alguien lo
lee con agrado. Aunque sólo fuese una persona, merecería la pena
seguir con este propósito.
_
“Esta vez le tocó a las fiestas. Te llevas bastante bien con los
santos, aunque dejaste algunos aparte, quizás por no alargarte en el
tema.”
Siempre me gustaron todas las fiestas a las que pude ir; había años que no se podía ir a las que no caían de domingo, salvo que fuesen de las aldeas del entorno, pues se iba andando o como mucho, en bicicleta.
“_Me
haces recordar las compras en las fiestas, las avellanas que nos
vendían en un cuenco, en el que la mitad era madera para que
cupieran menos.”
Aquel
cubilete era todo madera, por fuera abultaba, pero el hueco se fue
reduciendo poco a poco para llevar poca mercancía y obtener mejor
beneficio en la venta. Las mujeres que las vendían, avellaneras,
ellas mismas las recolectaban si podían andar por los caminos donde
abundan o las compraban a mayoristas. En el invierno las tostaban en
el horno de la cocina de leña que siempre estaba enceso tanto para
cocinar como para calentar la casa. Las guardaban en tarros y para
las fiestas, algunas las empaquetaban para vender en el puesto con
otras delicias como las rosquillas de anís, las almendras
garrapiñadas, cacahuetes, chufas, orejones, pasas, peladillas y
manzanas confitadas. De Matilde y de Lolina guardo el recuerdo de sus
respectivos timbres, inflexiones y tonos de voz, mientras animaban a
los romeros a detenerse ante sus puestos e intercambiar con ellos
unos durillos por sus respectivos productos, a poca distancia una de
otra, en noble competición. Por no desairar a ninguna, solía
comprarles a entrambas, a la ida y a la vuelta, cosa que entendían
justa. Sarita, mayor que ellas, al no tener más engorro que la
propia cesta de la mercancía, se ponía cerca de la entrada del
campo en un principio y después que asentaba la gente se acercaba
hasta el puesto de sidra y pregonaba por cada mesa, con la cesta
colgada del antebrazo, aguantando las sempiternas bromas de quienes
intentaban alterar su ánimo discutiéndole sobre la bondad de su
mercancía. Yo notaba teatralidad en sus disgustos, pues creo que los
aprovechaba para vender más, ya que nadie dudaba del sabor ni la
frescura de sus avellanas. Al final de la fiesta, cuando ya Matilde y
Lolina recogían afanosas sus cosas, Sarita volvía a ponerse cerca
de la salida, para deshacerse de los últimos cartuchos que los
verbeneros llevaban como “perdones” para los que se habían
quedado en casa. Para la fiesta de la Guadalupe, en la Pereda el dos
de agosto, de más críos, al ir a recoger las varetas de los cohetes
a las fincas del Alloru y San Tilar, llenábamos los bolsillos del
pantalón de avellanas aún verdes que rucábamos con placer. Por ese
motivo, es un fruto que siempre asociaré a las fiestas y que forma
parte de la dieta durante la mayor parte del año, por su abundancia
junto a los caminos de cualquier aldea.
“_Después
comprábamos en los puestos hasta que nos alcanzaran las pocas
pesetas que llevábamos y llegábamos a casa con un buen lote de
cosas: Un reloj de pulsera, globos, unas gafas de sol hechas en
cartón y celofán de color, una pelota de colores sujeta con una
goma, un abanico de papel rizado multicolor, chicle y regaliz, entre
otras cosas. Los niños solían reservar el dinero para comprarse
petardos, bombas y cohetes. Ni una perrina nos quedaba de todo lo que
habíamos destinado para la fiesta, después de habernos guardado en
la hucha lo más sustancial de lo que nos habían dado algún
familiar o invitado a compartir mesa el día de la fiesta, y
dedicarlo a comprar un par de zapatos, si es que llegaba para tanto o
aunque sólo fuera para uno de calcetines.”
A
los niños nos gustaba más de lo mismo citado, pero como no podía
ser todo en el mismo día, elegíamos las gafas y el reloj de mentira
para Santa Marina, que así podía servirnos para el resto; la pelota
de goma, la pistola de agua o la cachaba de colores por la Guadalupe.
Por supuesto que en ninguna podían faltar los petardos que hacíamos
explotar lejos de la gente en los alrededores de las capillas; las
bombas las lanzábamos desde las pandinas a la carretera y
restregábamos los restallones en los muros. En el atardecer, en
tanto que arrancaba el baile, nos dejábamos caer por donde estaban
los padres, bajo el toldo del puesto de Ramón "Parres" y
hasta el que llegaba el acre olor aceitado de los churros y el humo
de las brasas del bidón de Dorila. De allí nos íbamos a la caseta
del tiro al blanco de "Berrio" y hacíamos la ronda por las
demás atracciones, siempre la mirada al prado, por si algún billete
de peseta había caído de alguna cartera. Para
estas dos fiestas, solían venir a pasar una temporada, los tíos
indianos, Paco, Piadosa, Saturno, Félix, el tío de mi padre,
Turno, que todos ellos, en la medida de sus posibilidades, fueron
desprendidos con todos los sobrinos, que no éramos pocos y sin
olvidar, por supuesto a los padrinos, Ramón e Hilda y los demás
tíos que eran igual de desprendidos: Jesús, Duardo, Ramón, que
estaban en el pueblo y Pepe, cuando llegaba de navegar, por parte de
mi padre. Por la parte materna: Jandru y Ramón, en la Pereda y Teru
y Quini en Parres, además de los cuatro abuelos. Entre todos, me
hicieron sentir un niño afortunado, no por el dinero que me
dispensaban para las fiestas sino por el cariño que a raudales me
regalaron.
“_O
sea, parecido al consumo de ahora. Fijate que recuerdo todo esto con
una sensación de felicidad. ¡Qué sentiría entonces! Nada que
recuerde de aquella edad me es desagradable, más bien me hace
gracia. A pesar de tanta falta que había, no la notábamos. No había
tristeza, porque no nos faltaba lo imprescindible y sólo nos bastaba
poder jugar a nuestra manera. Teniendo más edad y, ya internas en el
colegio, no teníamos ni un duro, pero seguíamos igual y sin echar
en falta nada.”
Gracias
a los comentarios de esta lectora, me vinieron al recuerdo mientras
lo escribo de aquel mundo, nunca perdido por pasado, pues queda la
impronta marcada para siempre en nosotros.
_“Próximos
a esas fiestas,
sentíamos
una alegría que no se puede contar. Estrenar un vestidito, vestirse
de aldeana, la gente invitada en casa de mis abuelos, en cinco
palabras, 'el mayor acontecimiento del mundo'. Después de la fiesta
subíamos al monte, con el abuelo. Con
el abuelo y su ganado y la fuente y el riachuelo que cruzaba la
finca, el peyu donde nos peinaba y aseaba a mi hermana y a mí, con
aquel peinón de madera que había hecho para nosotras. Nuestras
incursiones por las covachas, el olor de los guisos y del humo que
ennegrecía las piedras del interior de la cabaña y el duro catre de
colchón de porreta y la niebla que suele bajar del Cuera o que se
adelanta por el Texéu, con olor a salitre por venir del mar, como
también el dulce sonido de las esquilas en las noches de luna llena.
Un paraíso perdido más de los que fuimos perdiendo por el "avance"
desde mediados del siglo anterior.”
Después
llegaba la fiesta de Porrúa, con sus santinos, Justo y Pastor,
lugar donde también tengo a mis ancestros maternos: mi abuela
Araceli y la tía Lisa, madre de mi abuelo Marcos, entre otros.
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