A
la siguiente semana Manolo nos mandó ir para comenzar con el
desmonte de una finca y preparar la explanada en la que se
construiría una granja de cerdos, en la Vega la Portilla.
En
esa tarea estuve durante una semana junto a mi padre y mi tío Ramón,
“Puertas”. A la siguiente semana llegó Ángel Sordo, “Goli”
de Pendueles, casado con Teresa Sobrino Romano, vecinos del barrio de
Pedrujerrín en Parres, que manejó el compresor, el martillo
rompedor y el de barrenar, cuando fue necesario dinamitar la roca.
El
trabajo era sin duda más duro que el que conocí en la construcción
por el peso de la pala de dientes y el pico que utilizábamos para el
guijo. Sin embargo se me hizo llevadero por la camaradería y
familiaridad que nos unía a todo el grupo. Aprendí con ellos a
llevar el ritmo adecuado que me permitiese rendir las ocho horas de
la jornada; pude disfrutar de sus conversaciones con las que me sentí
tan a gusto y me hicieron menos duro el trabajo.
La
cantera fue la primera empresa que cotizó por mí a la Seguridad
Social, además de abonarme veinticinco pesetas a la hora, que era
sueldo más alto que llegó a cobrar un peón en algunas de las
empresas que en aquel año llegaron a Llanes para edificar, que no en
todas. Aún conservo la cartilla donde viene el nombre de D. Antonio
Celorio, mi médico de cabecera cuando niño y del que ya di razón
en textos anteriores.
Justo
daban las diez, parábamos unos minutos para tomar un bocadillo, aún
estando presente el patrón y jamás nos dijo nada por ello, aunque
esta costumbre aún no estaba generalizada ni figuraba en algún
convenio laboral, que yo sepa. Aparte de este receso que, como ya
contaré, no se recogía en otras empresas, los que eran fumadores
podían liar un pitillo sin que nadie osase decirles nada, pues
echaban mano de una frase socorrida para el caso: “en
todos los trabajos se fuma”.
Calmábamos
la sed con el agua del barrilete de madera que siempre se llevaba
junto al resto de herramientas hasta el punto de trabajo. La iba a
recargar en la fuente que hubo en el cruce de los caminos con la
carretera, bajo unos castaños, hasta que con las reformas viales se
la cargaron para hacer la actual rotonda.
Como
anécdota curiosa que aún recuerdo diré que allí cerca vivía
Evaristo Sobrino, persona ya mayor, o a mí me lo parecía, como joven
que yo era. Charlaba amigablemente con mi padre y mi tío, pues
parece ser que había tenido mucha amistad con mi abuelo Santos. Una
mañana, para la comida nos llevó unas cuantas botellas de la sidra
que él hacía en el propio llagar. A decir de mis tres compañeros,
pues yo aún no conocía para la comida otra bebida que la leche con
café, bien azucarada, espalmaba bien en el vaso y se dejaba beber muy bien. Según nos contó el
sidrero aquellas botellas habían guardado el dorado néctar de la pomarada sobre los anaqueles de su bodega durante dieciséis
años, tiempo que a todos nos llenó de asombro, pero
que no por ello dejamos de creer que fuese cierto.
Una
vez acabada aquella tarea de desmonte, había que volver para la
cantera. Me apetecía más regresar a la construcción, pues tendría la
posibilidad de aprender algunos de los oficios relacionados con ella,
como albañilería, fontanería o electricidad.
Una
tarde, de las últimas que allí estuvimos, se me ocurrió nada más
salir acercarme en bicicleta hasta el barrio de La Moría, donde
sabía que había una obra nueva ejecutada por la empresa "Vallina", de
Oviedo. El edificio estaba ya formado con los pilares y las tres
planchadas de hormigón y los albañiles comenzaban a cerrar con
ladrillo las paredes exteriores. Era el bloque de edificios que hoy
existe frente al pórtico de Santa Ana, construido en una finca que administraba Laureano Cabrera vecino de Parres y en la que había una oquedad, especie de soplao marino. Había oído decir que la
empresa buscaba más obreros, porque tenía en cartera otra obra
nueva en la plaza de La Magdalena. Pude hablar con el encargado, porque Dámaso, peón de construcción y guardia municipal a tiempo parcial, a quien yo conocía y que a la sazón estaba cribando arena
frente a la entrada, me lo presentó en cuanto bajó de uno de los
pisos. Me envió a las oficinas que estaban al otro
extremo del edificio para que allí diera mis datos personales al
listero de la obra y que él me informaría de todo. Allá fui. El
sueldo estaba a dieciocho pesetas la hora, bastante por debajo de lo
que percibía en la cantera e incluso en la anterior empresa con la
que trabajé, pero no había más que hablar. El lunes, me dijo el listero, puedes venir: trabajamos de ocho a una y de dos a siete; los sábados de ocho a dos.
Aquel
domingo, cuando bajé con mis amigos al cine, los llevé a ver mi
nuevo destino de trabajo, más alegre que unas pascuas.
De
lunes, después de ayudar en la cuadra a mi padre y desayunar ,
cogí mi bicicleta y bajé todo ilusionado y hasta un poco nervioso por la novedad de trabajar en una obra tan grande y de tantos
obreros, tan acostumbrado que estaba a las pequeñas plantillas de las dos obras precedentes. Si bien, poco tardé en trabar nuevas amistades que me
hicieron sentirme como se suele decir, como en mi propia casa.
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