lunes, 23 de febrero de 2015

87.- El trabajo en la cantera Santa Marina

 Fuera ya del ambiente de las obras, me dediqué con mi padre a labores del campo, tales como limpiar de malezas las fincas y levantar las piedras caídas de sus viejos muros, rozar en el bosque, es decir, segar para usar la hierba y las hojas caídas del precedente otoño como cama de las vacas y ya de paso, recoger las cañas caídas y llevarlas para hacer leña, único sistema calorífico en las casas de aldea de aquellos años. Me hace gracia, hoy en día, llamar “Casas de aldea” a las casas rehabilitadas, en plan moderno, en las que no falta detalle desde los baños, inexistentes entonces, a las formas de calentarlas con las más modernas técnicas eléctrica e incluso solares.
Con la llegada del “Nene”, que así llamamos desde el primer momento al pequeño caballo alazán que tuvimos, se había dulcificado, por decirlo de alguna manera, nuestro trabajo en comparación con los años que precedían donde contábamos con la ayuda de infelices asnos que tenían ya bastante con mover su propio peso, cuanto si más el del carro cargado, por lo que debíamos tirar con él o empujarlo por los rudos caminos de la ería y de la aldea. Más adelante, cuando llegue el caso, pondré en conocimiento de los lectores la valentía e inteligencia de aquel inolvidable compañero.
Manolo dueño con su hermano Julián Amieva Sánchez de la cantera en Santa Marina, nos contrató a los dos para trabajar en ella, pero antes de empezar quiso que cavásemos la tierra de dos huertos, uno que plantaba su madre, María la del Vivo, en el barrio de La Concha y el otro en el barrio de La Campa, de Gloria Gutiérrez González, tía de mi padre y madre de Loli Junco Gutiérrez, esposa de Manolo. Con el carro y el Nene les llevamos el cuchu, para que se entienda, nombre del abono natural que aquí damos al estiércol producido en las cuadras del ganado.
Cuando se acabó la faena agrícola y los días ya iban mejorando, comenzamos el trabajo en la cantera. Durante las dos primeras semanas me dedicaron a retirar los carretillos cargados automáticamente bajo la criba del molino recién estrenado en la explotación. Acompañado en la misma tarea con Pepe Gutiérrez Noriega, me resultó un trabajo bastante llevadero, porque, la verdad sea dicha, distaba bastante en cuanto a la dificultad de los caminos por los que circulaba con la carga con la última obra en la que había realizado transporte de materiales. Hasta entonces, la molienda de la piedra se llevaba a cabo a golpe de zutrón y porrilla, trabajo este último asignado a mi tío Ramón, más conocido como “Puertas”, por ser hijo de mi abuelo paterno Santos “el de la Estación” que había estado de cobrador de billetes en la puerta de entrada al andén.
Mi tío seguía por entonces así subido a una de sus pilas de piedra que golpeaba rítmicamente con su porrilla enastada con flexible vareta de avellano y protegido por unas rústicas gafas de tela metálica, sujetas con una goma a la cabeza; las manos desnudas y labradas, llenas de surcos y heridas sangrante unas y otras curtidas que raspaban más que acariciaban, tan duras como las misma rocas que partía. Y en su pecho un corazón tan grande que compartía con todos del buen humor y la mejor de sus sonrisas a pesar del cansancio. Al final de la media jornada de mañana, posaba la porrilla y se encargaba de poner la dinamita en los agujeros hechos por el barrenista y pegar fuego a las mechas con lo que se hacía saltar por los aires el cuetu de Santa Marina que, no obstante con el equipamiento de compresor y molino, parecía inmutable. Hacía ya catorce años, con tan sólo cinco, me había llevado mi abuelo Marcos a ver un partido en el campo de fútbol y recuerdo haberlo presenciado desde lo alto del cuetu, entonces pegado a la carretera que media entre él y el campo.
Poco después que el molino llegó la primera pala mecánica y el primer camión “Pegaso”, porque la demanda de materiales para la creciente construcción fue in crescendo y el principal punto de provisión fue la cantera de Santa Marina.
Al mediodía, antes de comer, el barrenista retiraba la manguera del aire y protegía el compresor con chapas. Mi tío medía con la vara el barreno e introducía en cada agujero los cartuchos necesario según la profundidad, la disposición del corte, las vetas y la calidad de las rocas, con una maestría bien aprendida por la práctica. Al último de los cartucho le incorporaba el fulminato con la mecha y lo empujaba con mayor delicadeza ayudado por una baqueta de avellano y retacaba el agujero con arcilla que él mismo seleccionaba de alguna bolsa hallada entre las rocas de los anteriores disparos. Luego que tenía todos los tacos a punto de prender, tocaba el cornetín y tres de nosotros provistos con sendos banderines rojos corríamos a ponernos prudencialmente lejos para cortar el paso de las carreteras que allí confluyen, la de Parres, la de La Pereda y la del Mazucu.
Desde mi puesto lo podía ver pegar fuego con el chisquero de mecha, sin demasiadas prisas que a mi me producía temor por el riesgo que en su trabajo corría y me tranquilizaba cuando lo veía retirarse a su punto de observación desde donde contaba una a una todas las explosiones, que para ello había controlado el tamaño de cada mecha. Esta observación era muy importante para la tranquilidad y seguridad de quien tenía que volver a barrenar y para los obreros que retiraban las rocas. Si la cuenta era exacta, tocaba su cornetín; mientras, la nube de polvo se iba posando sobre los alrededores. Retirábamos las rocas caídas en la calzada de la carretera y nos marchábamos a casa a comer.


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