Fuera
ya del ambiente de las obras, me dediqué con mi padre a labores del
campo, tales como limpiar de malezas las fincas y levantar las
piedras caídas de sus viejos muros, rozar en el bosque, es decir,
segar para usar la hierba y las hojas caídas del precedente otoño
como cama de las vacas y ya de paso, recoger las cañas caídas y
llevarlas para hacer leña, único sistema calorífico en las casas
de aldea de aquellos años. Me hace gracia, hoy en día, llamar
“Casas de aldea” a las casas rehabilitadas, en plan moderno, en
las que no falta detalle desde los baños, inexistentes entonces, a
las formas de calentarlas con las más modernas técnicas eléctrica
e incluso solares.
Con
la llegada del “Nene”, que así llamamos desde el primer momento
al pequeño caballo alazán que tuvimos, se había dulcificado, por
decirlo de alguna manera, nuestro trabajo en comparación con los
años que precedían donde contábamos con la ayuda de infelices
asnos que tenían ya bastante con mover su propio peso, cuanto si más
el del carro cargado, por lo que debíamos tirar con él o empujarlo
por los rudos caminos de la ería y de la aldea. Más adelante,
cuando llegue el caso, pondré en conocimiento de los lectores la
valentía e inteligencia de aquel inolvidable compañero.
Manolo
dueño con su hermano Julián Amieva Sánchez de la cantera en Santa
Marina, nos contrató a los dos para trabajar en ella, pero antes de
empezar quiso que cavásemos la tierra de dos huertos, uno que
plantaba su madre, María la del Vivo, en el barrio de La Concha y el
otro en el barrio de La Campa, de Gloria Gutiérrez González, tía
de mi padre y madre de Loli Junco Gutiérrez, esposa de Manolo. Con
el carro y el Nene les llevamos el cuchu, para que se entienda,
nombre del abono natural que aquí damos al estiércol producido en
las cuadras del ganado.
Cuando
se acabó la faena agrícola y los días ya iban mejorando,
comenzamos el trabajo en la cantera. Durante las dos primeras semanas
me dedicaron a retirar los carretillos cargados automáticamente bajo
la criba del molino recién estrenado en la explotación. Acompañado
en la misma tarea con Pepe Gutiérrez Noriega, me resultó un trabajo
bastante llevadero, porque, la verdad sea dicha, distaba bastante en
cuanto a la dificultad de los caminos por los que circulaba con la
carga con la última obra en la que había realizado transporte de
materiales. Hasta entonces, la molienda de la piedra se llevaba a
cabo a golpe de zutrón y porrilla, trabajo este último asignado a
mi tío Ramón, más conocido como “Puertas”, por ser hijo de mi
abuelo paterno Santos “el de la Estación” que había estado de
cobrador de billetes en la puerta de entrada al andén.
Mi
tío seguía por entonces así subido a una de sus pilas de piedra
que golpeaba rítmicamente con su porrilla enastada con flexible
vareta de avellano y protegido por unas rústicas gafas de tela
metálica, sujetas con una goma a la cabeza; las manos desnudas y
labradas, llenas de surcos y heridas sangrante unas y otras curtidas
que raspaban más que acariciaban, tan duras como las misma rocas que
partía. Y en su pecho un corazón tan grande que compartía con
todos del buen humor y la mejor de sus sonrisas a pesar del
cansancio. Al final de la media jornada de mañana, posaba la
porrilla y se encargaba de poner la dinamita en los agujeros hechos
por el barrenista y pegar fuego a las mechas con lo que se hacía
saltar por los aires el cuetu de Santa Marina que, no obstante con el
equipamiento de compresor y molino, parecía inmutable. Hacía ya
catorce años, con tan sólo cinco, me había llevado mi abuelo
Marcos a ver un partido en el campo de fútbol y recuerdo haberlo
presenciado desde lo alto del cuetu, entonces pegado a la carretera
que media entre él y el campo.
Poco
después que el molino llegó la primera pala mecánica y el primer
camión “Pegaso”, porque la demanda de materiales para la
creciente construcción fue in crescendo y el principal punto de
provisión fue la cantera de Santa Marina.
Al
mediodía, antes de comer, el barrenista retiraba la manguera del
aire y protegía el compresor con chapas. Mi tío medía con la vara
el barreno e introducía en cada agujero los cartuchos necesario
según la profundidad, la disposición del corte, las vetas y la
calidad de las rocas, con una maestría bien aprendida por la
práctica. Al último de los cartucho le incorporaba el fulminato con
la mecha y lo empujaba con mayor delicadeza ayudado por una baqueta
de avellano y retacaba el agujero con arcilla que él mismo
seleccionaba de alguna bolsa hallada entre las rocas de los
anteriores disparos. Luego que tenía todos los tacos a punto de
prender, tocaba el cornetín y tres de nosotros provistos con sendos
banderines rojos corríamos a ponernos prudencialmente lejos para
cortar el paso de las carreteras que allí confluyen, la de
Parres, la de La Pereda y la del Mazucu.
Desde
mi puesto lo podía ver pegar fuego con el chisquero de mecha, sin
demasiadas prisas que a mi me producía temor por el riesgo que en su
trabajo corría y me tranquilizaba cuando lo veía retirarse a su punto de
observación desde donde contaba una a una todas las explosiones, que
para ello había controlado el tamaño de cada mecha. Esta
observación era muy importante para la tranquilidad y seguridad de
quien tenía que volver a barrenar y para los obreros que retiraban
las rocas. Si la cuenta era exacta, tocaba su cornetín; mientras, la
nube de polvo se iba posando sobre los alrededores. Retirábamos las
rocas caídas en la calzada de la carretera y nos marchábamos a casa
a comer.
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