domingo, 15 de marzo de 2015

91.- En la Plaza de la Magdalena



Después de las tres semanas que tardamos en derruir el edificio hasta el primer piso llegó una pala mecánica para cargar en camiones todos los escombros amontonados y continuó con el derrumbe de las paredes del sótano desde la plaza del muelle. Aún así el edificio se resistió a ser derruido por  los acerados dientes del cazo que sólo podían arrancarle pequeñas esquirlas de sus bien consolidados muros, como antes lo había hecho contra nuestros juguetones zapapicos.
Despejado el solar, a media mañana, Enrique, remolcó con su “EBRO” el compresor de aire “BÉTICO” que se usaba en la cantera de Julián Amieva Sánchez. Yo sabía cómo se arrancaba de tantas veces que lo había observado y conocía los preparativos previos: Se retiraban las pesadas chapas sujetas por un candado; se comprobaba el nivel del combustible, la llave de paso y filtro; se comprobaba que las manetas de entrada y salida del aire en el calderín estuvieran abiertas y por último se abría la válvula de compresión del motor antes de girar la manivela de arranque que había que cerrar en cuanto se viesen salir las primeras volutas de humo por la chimenea de escape. Si no estaba frío, bastaría con uno o dos intentos para calentar el combustible en las cámaras de los pistones, y aquel ruidoso monstruo resoplaba y tosía expeliendo una primera bocanada de negruzco humo que invadía el lugar del olor a petróleo.
Lo habían traído para barrenar las rocas vivas que ocupaban gran parte del sótano destinado con toda seguridad a establecimientos,bajos comerciales y garajes de las nuevas viviendas. El encargado, tal como nos enteramos, había sido también capataz en las minas de la Cuenca del Nalón. Y por lo que me demostró días después, tenía bien aprendido el tema de la dinamita. Julián me dejó a cargo del “Bético” en cuanto vio que daba sin dudar los pasos necesarios para ponerlo en marcha. De igual modo, el encargado debió de creer que sabría barrenar en las rocas y a ello me puso de inmediato, pero yo tan sólo había usado el martillo picador. No era difícil, pero sí se necesitaba un gran esfuerzo por el peso y la vibración que generaba en los brazos. A los dieciocho años todo nos parece un juego de niños porque confiamos en nuestra fuerza que los mayores sustituyen por la maña.
El minero no me dejó tranquilo. Como debió de notar al momento mi total inexperiencia, me aconsejó la forma de hacer los tacos para que al detonarlos no volase el barrio entero. Y luego noté que fenecerían mis fuerzas con la postura con que sujetaba el pesado martillo que  debía empujar hacia arriba en un ángulo de cuarenta y cinco grados para los tacos de corte, si no discurría alguna idea que me ayudase. Debía llegar entero al final de la jornada.
Después de varias horas de marcha, tenía que hacer verdaderas contorsiones para erguirme. No había modo de verme libre de la vigilancia de aquel celoso capataz, que disfrutaba por verme claudicar o se complacía en que hiciera cuanto me mandaba. Así que, al segundo día, sin importarme un pimiento lo que ocurriese, después de iniciado el taladro con la barrena corta, me dediqué a construir un plano inclinado con unas tablas del tillado que habían quedado por la obra. Para estar más cómodo, tras mis espaldas coloqué unos sacos rellenos de arena como respaldo, cambié a la barrena larga y la empujaba con los pies en las empuñaduras del martillo que se deslizaba por la tabla. Así pude aliviar un tanto y dar descanso a mis brazos y riñones, siempre bajo la mirada circunspecta del jefe. Una mañana quiso darme lecciones de cómo se cogía el martillo, durante tan sólo unos minutos hasta que dos rosetones de sudor aparecieron bajo los sobacos de su chaqueta azul y su cara de piel clara se había encendido, que me devolvió el artefacto. Sin pelos en la lengua le dije que lo complicado era continuar durante once horas. Se lo pensó bien, no me dijo nada y se fue al grifo del agua para calmar la sed y mojar la calva.
Puesto que era aún invierno, la noche se nos echaba pronto encima. Como primera medida, mandó que se instalaran dos focos que nos alumbraran a partir de las seis de la tarde de tal forma que no conformes con la jornada de diez hora, la hacíamos de once. Como me aclaró el capataz, había que amortizar las mil pesetas diarias del alquiler del compresor. Al menos me mantendrían el precio de la hora en veinticinco pesetas, en tanto que al resto de la peonada se les volvió a abonar a dieciocho, una vez desaparecido el riesgo del derribo. Tenía que mantener el tipo y a fe mía que puse todo el empeño en ello.
La voladura de aquel desmonte fue perfecta y dejamos el solar de piedra y la pared del fondo como el corte de un helado. El día que llevaron el compresor me pidió que fuese hasta la finca del Brau, en La Portilla donde se proyectaba la construcción de un camping.
       De regreso a casa, iba cansado, pero totalmente feliz. Mis manos, con las vibraciones del martillo barrenador apenas podían sujetar ya el manillar de la bicicleta de lo hinchadas que las tenía. Al día siguiente me quedaba solo en el Brau dispuesto a hacer una zanja para el agua que habíamos marcado con una cinta.

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