Había caído al palanquear con la herramienta en una piedra que al desprenderse, le desequilibró por completo. Fue este acontecimiento lo que me hizo sentir inseguro allí arriba y así se lo comuniqué al encargado. Si por ello me hubiese echado de allí, lo entendería, pero tampoco me hubiese importado, en cambio, comprensivo me dijo que hiciese lo que pudiera desde el andamio si me ofrecía mayor seguridad, y eso es lo que hice. Sin embargo, el oficial y Sevilla siguieron montados en el muro sin inmutarse.
Por las mañanas, los cuatro peones de común acuerdo, revindicábamos bocadillo en ristre, aquellos diez minutos de receso que en algunos trabajos ya gozaban. El encargado, al ver que lo hacíamos con toda normalidad delante de sus mismas narices, él mismo quiso secundar nuestra acción. Al día siguiente cuando me disponía a lavar las manos para dar cuenta del bocadillo de tortilla que llevaba, me mandó que fuese hasta la Fonda La Guía en la plaza a buscar su tentempié. Desde aquel día pude añadir otros diez minutos al tiempo del bocadillo, porque era el más joven y la tarea de recorrer las calles con un cesto de mimbre tapado con una servilleta a cuadros azules y blancos, no era trabajo para hombres “hechos y derechos” que eran mis tres compañeros. Los martes, día habitual en Llanes del mercado, me encontraba con los de la aldea. La dueña de la fonda ya me conocía y me hacía entrar mientras preparaba el cestillo del caballero: taza, tetera con el café con leche, cucharilla, cuchillo, mantequilla, mermelada y bollo suizo, que me hacía ensalivar de verlo tan puesto. De buena gana hubiese hecho una ratera en el bollo como lo hizo Lázaro en los bodigos del clérigo, pero la cordura imperó sobre los sentidos. A cambio, ya dije, gozaba de mi bocadillo, mientras los demás estaban ya al pitillo. Aquellos días, mi piel antes morena por el hollín se veía aclarada por el polvo de la cal a pesar de que la continua exposición al sol le había dado un tono moreno albañil.
Como se trataba de una casa que había estado tiempo deshabitada, nos asaltaba la idea de dar con alguna ayalga sobre las ripias del tejado, en alguna hornacina en el muro o bajo las escaleras, oculta bajo una capa de polvo y telarañas; al demoler las paredes esperábamos escuchar el sonido metálico de una olla repleta con monedas de oro golpeada por el pico.
Anécdotas como ésta pincelaban con resplandecientes colores el rudo trabajo de peonada en las obras. En mi fugaz paso por ellas, sin embargo llegué a ver por sótanos, desvanes y tejados, objetos abandonados que hoy tendrían, cuando menos, un valor de coleccionista. En una ocasión bajo las tejas encontré una navaja barbera mango con cachas nacaradas de la marca “Solingen”, con la codicia del albañil al que atendía por mi hallazgo que en aquellos momentos permanecía sentado al sol sobre las tejas a la espera de que yo le subiese las pesadas calderetas de hierro desde la calle. Fue al sujetarme en una madera cuando mi mano empujó un objeto que cayó al piso. Pasé la mano por toda la viga y entre polvo y hollín encontré el asentador de cuero. La hoja de la navaja acabó convertida en una gubia y el asentador aún lo conservo, pero a su vez perdido por alguna viga de nuestra casa, quizás hasta que dentro de muchos años más, otro peón que lo encuentre se lleve su parte de alegría.
Otro de los hallazgos, y del que tal recuerdo me queda, era una caja de violín, cubierta por el polvo y las telarañas, en el ángulo más oscuro del desván, de cierres metálicos que trataron de resistirse a mi curiosidad. Cuando pude doblegar oposición de la herrumbre de los cierres, me mostró en su aterciopelado nicho rojo, yacía un hermoso violín. El arco que le acompañaba, dócil esclavo que al liberarlo de la traba se le deshicieron sus crines cual momia profanada por arqueólogo. Me sugirió todo aquello los hermosos y tristes a la vez versos que Bécquer, le dedicó al arpa abandonada:
«¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!»
Imaginé a alguien de la casa que hubiese tañido aquel violín y repasé todas las posibles razones para que ahora estuviese allí abandonado. Cada vez que subía y bajaba con los materiales desde el portal al tejado, le echaba una mirada de inconfesable anhelo, pero pudo más en mí la conciencia y el respeto a lo ajeno. No fue óbice para que recordándolo pensase si no habría acabo como otras antigüedades en el basurero municipal de la cuesta “El Cristo”.
«¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga “Levántate y anda»!” »
¿Fue quizás el recuerdo de aquel hallazgo lo que me llevó a insistir para que mi hijo asistiera a las clases que Lisardo Prieto, considerado vigulinista pixueto, impartía en las aulas del conservatorio llanisco con la promoción del Centro cultural “El Llacín” de Porrúa? O ¿será por ese afán de los padres por dar a los hijos lo que a ellos les fue negado?
El caso es que cuando me encontraba desmontando el tillado del desván, en un hueco de la pared tapado con una piedra, di con un viejo pistolón de avancarga que al ser llamado por el capataz en aquel momento no me dio tiempo a contemplarlo y bajé con él a esconderlo junto a la hormigonera entre unos sacos vacíos de cemento. Al salir lo recogería en el momento de cambiarnos de ropa, me dije y corrí a ver a qué se me llamaba.
Era sábado. Una vez cambiados de ropa, acudíamos los obreros a las oficinas de la empresa en la obra principal de la Moría para recibir el sueldo semanal. Fui sin demorarme para evitar hacer cola ante la ventanilla del listero que nos pagaba. Una vez con el sobre en el pecho, en lugar de volver por la obra nuestra, bajé por un camino hasta la misma barra sin acordarme para nada del trabuco. Cuando estaba en casa lo recordé y me dije que lo recogería de domingo que bajaba al cine. Cuando al día siguiente fui a buscarlo encontré que habían retirado los sacos y con ellos mi ayalga.
Pasados unos años, recordando aquel hallazgo con mi compañero Ramón Noriega, me confesó algo que nunca le había escuchado decir antes: "Mientras yo me encontraba en la siguiente obra, en el Brau, los peones encontraron algunas monedas, no sé cuántas, conocidas como “Luises de oro”, que se repartieron".
Aunque esto es mejor tomarlo como leyenda urbana, se decía que quien la adquirió había encontrado una olla con tales monedas. Y que el
dueño del edificio había pagado parte de la obra con el valor de ellas.
Tengo escuchado algo parecido a unos obreros que un tiempo después solaron las calles con piedras y disponían de un detector de metales.
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