Era el segundo día de trabajo en La Moría. A escasos minutos del toque de entrada, llegaba de la Calle Mayor un personaje al que no había visto por la obra y, al verle atravesar por la desaparecida muralla, en lo que fuera la Puerta de San Nicolás de entrada a la Plazuela de Santa Ana que en tiempos del medioevo quedaba extramuros como capilla de la Moría y de sus marineros, me imaginé la llegada de un caballero con el yelmo y guanteletes en la mano, tras dejar al cuidado del su escudero la montura. No era para menos aquella ilusión en aquel real escenario de fondo con paredes blasonadas del palacio de Gastañaga enfrente del convento que recientemente también fuera cárcel.
Al poco tiempo de frecuentar un trabajo, si se es buen observador, se conoce el percal del personal. Aquel hombre que frisaría los cincuenta vestía de manera singular a como lo hacíamos, por lo general, el resto de operarios: pantalón de mahón los peones mayores, blanco los albañiles y de “vaqueros” los peones más jóvenes. Él vestía todo en azul claro, chaquetilla como las que llevaban los comerciantes, con cuatro bolsillos, de uno de ellos se prendía la tapa azul de un “bic”, un metro extensible y la funda de unas lentes. Al caminar llevaba las manos detrás sujetando el inmaculado casco blanco y unos guantes de badana también sin estrenar que me imaginé acababa de comprar en cualquiera de las tres ferreterías que había entonces en un radio de treinta metros: la de Antonio Alonso en la Plaza Parres Sobrino, al de Ramonín Sobrado junto al puente y la de Fernando Delgado, haciendo esquina en la Calle Mayor. En lugar de las socorridas “Chirucas” que la mayoría de peones llevábamos, aquel castellano calzaba lustrosas botas de suela de tocino tan sin usar como el resto de su atuendo. No podía ser otro que el encargado nuevo del que se hablaba, aparte de Minón que así se llamaba el que llevaba la obra, destinado a la que estaba a punto de iniciarse en la Plaza de La Madalena, para el dueño del Bar Colón. Cuando pasó a mi lado yo me dedicaba a atar en el porta bultos de la bicicleta el impermeable tapando el costal en el que traía el almuerzo. Le di los buenos días y me los devolvió con el idéntico ritual de cortesía. Es curioso que ciertos detalles nos produzcan prejuicios hacia las personas que todavía no conocemos. Nadie parecía conocerle y se notó porque se acallaron las charlas que a esas horas el bromista de turno, que en todo grupo existe, salpimentaba con chanzas la penosa hora del inicio de la jornada laboral. El supuesto encargado sacó su reloj del bolsillo del interior de su chaquetilla y levantó la tapa del mismo con un gesto del pulgar un instante y que al cerrarse un metálico clic coincidió con la primera de las campanadas del reloj del Ayuntamiento. Sin que hubiesen sonados las otras siete restantes, el peón encargado tañó con una cachaba de tetracero la viga metálica que hacía las veces de campana de la obra, tanto para la entrada como para la salida. Como si de un nido de hormigas se tratase los obreros reaccionamos al unísono camino cada cual a nuestro trabajo. Antes de que me metiera dentro del edificio, el nuevo encargado me pidió que me quedase junto a otros tres peones que ya había seleccionado para sí. Entre ellos estaba Ramón Noriega, de los del “Jornu Pancar”, con el que me sentaba a comer en los soportales de la capilla, mismo enfrente de la obra donde dejábamos a buen recaudo las bicicletas, la comida y la ropa de repuesto. Cogí el casco y la bicicleta y les di alcance cuando ya iban entrando en la calle Mayor que continuamos hasta desviarnos a la izquierda hacia la plazuela de La Magdalena, junto a la “Sidrería Culetu”. El encargado abrió la puerta de una vieja casa de dos pisos. Desde allí no me pareció tan grande como cuando días más tarde pude contemplar con el tejado descubierto la altura de dos pisos más que daban al nivel del muelle. Era un caserón de paredes recias y bien alineadas, cuyo único defecto era el de haber cumplido varios centenarios, pero que no se ajustaba al destino como vivienda multifamiliar, fórmula que ya empezaba a arraigar en el concepto de restauración. Estoy convencido que hoy ni el promotor ni el arquitecto hubiesen consentido ni proyectado tal aberración: baste con ver, pasados apenas cincuenta años, el estado y aspecto de la edificación que la sustituyó. Me temo que las piedras de sillería de los frontales y cortavientos, los dinteles de las puertas, balcones y ventanales hayan ido a parar como relleno en cualquier finca disponible de igual forma a la especulación.
Ramón, que por ser el más viejo y de más antigüedad en la empresa de los cuatro, desde el primer momento parecía llevar la voz cantante. Cuando marchó el encargado, nos explicó que a los cuatro nos pagarían a razón de veinticinco pesetas la hora, en lugar de las dieciocho que cobraban el resto de peones. Seguirían siendo las diez horas, de ocho a una y de dos a siete. A cambio, nadie nos apuraría, porque se trataba de hacer las cosas con calma y de forma ordenada. A mí me contó mientras comíamos en una de las mesas de la sidrería que él me había propuesto al encargado para formar el equipo de demolición.
Uno de los obreros que a lo que resultó tenía más decisión en las alturas se abrió paso por entre las ripias y se izó al tejado desde el desván. Le siguió Sevilla, un peón de media edad que solía dedicarse en temporada buena a las labores de la mar y que quizás por eso tampoco parecía marearse en las alturas. Ramón por ser mayor y yo el más joven nos quedamos en firme ya que alguien debía recoger las tejas que nos iban pasando los que estaban arriba y las fuimos bajando desde el desván hasta el piso de abajo resbalando por unos tablones que a tal fin colocamos. Las tablas del ático no ofrecían tal seguridad para acumular el gran peso de las tejas.
Así estuvimos aquella media semana y la que siguió mientras echábamos abajo el tejado y el maderamen que lo sostenía. Al mediodía cuando bajábamos a comer bajo las acacias de la sidrería, la clientela nos miraba con una mal disimulada risa. Cuando fui a la barra a buscar la bebida y me vi reflejado en el espejo que había tras el botellero, no pude por menos de reírme en mis propias narices, nunca mejor dicho, pues las llevaba más hollinadas que la chimenea de una locomotora. Me vino a recuerdo el episodio que narra en El Lazarillo, el susto que se llevó su hermanico cuando se percata del color de la piel de su padre, por no verse la propia. Yo había visto la de mi compañero y creía que las risas de la ociosa clientela del vermú eran a su costa, por no ver la mía; desde allí mismo, comencé a darle al refranero el justo valor didáctico que tiene. Yo así veía a mi compañero negro como el carbón y no le decía nada por no molestarle y a él le debió pasar tres cuartas de lo mismo, como riéndonos me comentó después, ante las risas de su esposa Teresa Martínez que le llevaba la comida todos los días y se sentaba con nosotros a charlar. Son detalles que siempre recordé y aún hoy no tengo por menos de reírme con ellos. Así fue que tuve desde entonces una gran amistad con aquella pareja, pues como contaré en otros episodios coincidimos en siguientes destinos.
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