Pasado el mes de octubre,
llegó de súbito el invierno, invadiendo el espacio del otoño
recién estrenado. Sin contravenir al refranero, la nieve bajó hasta
las cabezas de las cuestas y el paisaje parecía posar para
fotógrafos y pintores. Había llegado noviembre y tras varios días
soleados llegaban otros cada vez más fríos pasando así sin darse
cuenta el veranín de San Martín.
Se habían iniciado las
clases del instituto. Desde la zanja que estaba abriendo a pico y
pala para pasar la tubería del agua, observaba con nostalgia la
llegada de los autobuses de "Mento", uno cargado de
alumnos de los municipios más orientales como Peñamellera, Unquera,
Ribadedeva y de los pueblos llaniscos que se subían a pie de
carretera. La afluencia de alumnos era continua, unos en bicicleta,
desde los pueblos a los que no accedía el autobús, otros andando
desde Pancar, La Portilla y de la misma villa. También los alumnos
de la zona occidental llegaban desde Ribadesella y Nueva con sus
correspondientes pedanías llegaban en otro autobús. Un tercero,
creo recordar, que hacía el recorrido recogiendo a los alumnos de
Meré, Puente Nuevu, Vibaño, Posada y los pueblos de sus
alrededores. Yo conocía compañeros de aldeas alejadas de la
carretera principal por la que pasaba la línea de autobuses que
tenían que andar a pie o en bicicleta hasta la parada. Ahora me doy
perfecta cuenta que el sacrificio desplegado por aquellos compañeros
era superior al que yo había pasado, pero con los pocos años, no se
piensan las cosas en profundidad. Creo que hasta les envidiaba por
llegar en bus, sin mojarse, pero todos los que se bajaban de él no
gozaban de idénticas ventajas. Los profesores iban también
llegando, algunos, bien pocos que se contaban con los dedos de una
mano, se bajaban de sus coches que aparcaban delante de la fachada
principal; la mayoría a pie por vivir en Llanes. Algunos que se
incorporaban en el presente curso eran totalmente desconocidos para
mí.
Cuando al recreo se me
acercaron algunos compañeros de los cursos anteriores, sentimientos
diametralmente opuestos me asaltaban. Por un lado, sentía la euforia
de no verme sujeto a la disciplina del centro y por el hecho de estar
ganando un sueldo; por otro me apenaba el hecho de no haber superado
en septiembre aquel bache académico que frenaba mis propósitos de
estudios posteriores.
También vinieron a
saludarme algunos de los profesores, precisamente aquellos a los que
yo tenía por las nubes como Manuel Llanes, Consuelo Escalera, David
Ruiz y Carmen Rosa de la Hera, que yo recuerde ahora. Coincidieron
los cuatro en animarme a que no lo dejara pasar del próximo junio.
Según los alumnos fueron
entrando disminuyó el jolgorio de la calle, pero quedó dueño de
ella el ruido de la hormigonera y de las herramientas en las dos
obras cercanas al Instituto.
A medida que iban
finalizando las tareas del chalé, los obreros eran destinados a
otras obras que Froilán tenía ubicadas en otras localidades. Ike,
Tolino y yo quedamos en Llanes sacando los escombros del vaciado de
un local sito en la Calle San Agustín. El mismo en el que los
hermanos Robredo, naturales de Soberrón, habían tenido una bodega
de vinos que todos conocían como la de "Los Hombrinos".
En esa tarea estuvimos algo
más de la semana dedicados a demoler los tabiques y limpiar los
ladrillos macizos y apilarlos para un uso posterior. El local se
iluminaba únicamente por la luz solar que por ser otoño no era
mucha la que únicamente se colaba por el hueco de la puerta. A mí
me correspondía sacar en un carretillo los escombros y los subía
por un tablón a la caja de un carro aparcado en la plazuela de la
capilla San Roque, en la que estaba atado el animal a unas rejas.
El transporte de materiales
desde el almacén a las distintas obras se hacía por medio de aquel
carro tirado por "la mula", a quien nadie había tenido la
deferencia de ponerle un nombre propio como a cualquier mascota,
máxime cuando aquel infeliz ser viviente hacía los trabajos más
esforzados en las obras.
"La Mula" no se
dejaba querer por nadie más que de su habitual conductor, Dámaso.
Nunca conocí, ni llegaré a conocer, animal con más zunas y mañas
que aquél, que bien pareciera haberlas aprendido en un cuartel o en
una mina, antes que en los más tranquilos trabajos del campo, tanta
era la veteranía con que obraba. Sólo obedecía a las voces de
Dámaso, compañero inseparable suyo, a quien a ciegas obedecía.
Normalmente bastaban tres vocablos, "so", "arre"
y "atrás", para dirigirla incluso a distancia sin
sujetarla tan siquiera por las bridas, como si de una palanca de
cambios se tratase. Pero si no obedecía, el genio que tenía que
aparentar Dámaso con ella, se sustentaba en una sarta de
maldiciones, alusiones a su madre asnal y hasta exageradas amenazas
de muerte, porque el carácter de su dueño no pasaba de ahí. Nunca
lo vi castigarla con la vara de avellano que siempre llevaba con él,
creo que por aparentar autoridad como vi usar a los alcaldes y hasta
los obispos.
"La Mula" traía
en sus genes, como mula asnal que era, el coraje y vigor de su padre
caballo, y la obstinación y elasticidad de su asna madre. Prefería
herniarse a dejar atascada la carga en un camino.
En uno de esos días,
porque Dámaso no llegaba a la obra para retirar el carro cargado
hasta los topes con el escombro, se me ocurrió por mi cuenta y
riesgo allegarme a ella y tomarla de la cabezada. Antes de soltar las
riendas que la sujetaban a la reja, imitando la voz de su amo le dije
"atrás". Fue como si hubiera metido la marcha sin pisar el
embrague a fondo y a punto estuvo de llevar con la trasera del carro
el lustroso y negro coche de Ramonín el de “La Bolera cubierta”
que tenía en la plazuela aparcado y el moto carro de Félix, “El
Riojano”, que en ese preciso instante abocaba en ella cargado de
garrafas de vino si no fuera que, cual personaje de teatro, hiciese
su entrada en escena Dámaso. El “so", "Mula”, de
Dámaso evitó el desastre. Jamás se me volvió a ocurrir, por la
experiencia vivida y las pertinentes advertencias de Dámaso al
respecto, ocuparme de aquel animal que convertía en dóciles
mascotas a los que yo tenía en el establo.
La Mula, como desde ahora
conoceremos así a dicho animal de tiro, entraba sola al carro, con
un solo gesto de su amo, aunque siempre acompañaba la acción con la
posición amenazante de todos los equinos de echar las orejas atrás
y enseñar sus enormes y amarillentos dientes. Nadie sabía
calcularle la edad que debía ser grande. Es posible que ya llegase
domado a manos de Dámaso y que el entendimiento que se demostraba
entre los dos, viniese de largos periodos de tiempo juntos. Caminaban
compasadamente compartiendo entre ellos con respeto mutuo las
impedimentas que los años traen. Estaban unidos por el trabajo y uno
de dependía del otro por igual. Llegué a pensar si no tendría
también conciencia del horario, pues cuando sentía acercarse el fin
de la jornada, se apresuraba a recorrer el trayecto que hubiere hasta
llegar a su establo en la calle "El Llegar" donde la
esperaba una ración de fresca hierba en la que se colaba alguna
panoja de maíz o los zoquetes de pan que Herminio le guardaba del
Bar “La Covadonga”, calle abajo. Nunca conocí animal que
recibiera tanto mimo de su dueño que ni el mismo Bavieca hubiese
llegado a recibir del Cid.
Cada animal tiene su grado
de inteligencia y aquella mula, tenía el suyo. El domingo, único
día de descanso en que gozaba de libertad plena, sin soportar los
aparejos sobre su maltrecho lomo, ramoneaba en el frescor del cauce
del molino en Las Bárcenas, por detrás del barrio El Cuetu, donde
tenía la vivienda familiar Dámaso. Después de pasar unas horas en
el olor de las mentas y los berros del río, salía por Cagalín y se
ponía a triscar los cardos y las catasolas que crecían en la
campiña del Matadero, junto a la ría y bebía en el entrante del
agua al lavadero.
Una tarde de domingo que
matábamos el tiempo sentados en la paredilla del puente, antes de
irnos a ver la proyección en el "Cinemar", vimos subir a Mula, con
aire de nobleza equina los peldaños de las escaleras por el lado
norte del viejo teatro “Benavente”. Sobre la rampa que hacía
puente sobre la ría, retumbaron sonoros los cascos enfundados de sus
herraduras. Me recordó, salvando las diferencias, a una dama de alto
copete taconeando a la salida del viejo teatro en noche de estreno.
Llegada a la acera, se paró, miró, dejó que pasara un coche que se
acercaba por delante de “El Siglo” y cruzó hacia "La Rula",
rodeó el muelle y subió la empinada cuesta en dirección a las
saladas camperas de junto al Faro en San Antón.
Los lunes, de madrugada,
esperaba a su amo en el campo de La Guía, con denodado estoicismo
para empezar otra dura semana de trabajo.
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