jueves, 22 de enero de 2015

82.- Leves pinceladas

 Pasado el mes de octubre, llegó de súbito el invierno, invadiendo el espacio del otoño recién estrenado. Sin contravenir al refranero, la nieve bajó hasta las cabezas de las cuestas y el paisaje parecía posar para fotógrafos y pintores. Había llegado noviembre y tras varios días soleados llegaban otros cada vez más fríos pasando así sin darse cuenta el veranín de San Martín.
Se habían iniciado las clases del instituto. Desde la zanja que estaba abriendo a pico y pala para pasar la tubería del agua, observaba con nostalgia la llegada de los autobuses de "Mento", uno cargado de alumnos de los municipios más orientales como Peñamellera, Unquera, Ribadedeva y de los pueblos llaniscos que se subían a pie de carretera. La afluencia de alumnos era continua, unos en bicicleta, desde los pueblos a los que no accedía el autobús, otros andando desde Pancar, La Portilla y de la misma villa. También los alumnos de la zona occidental llegaban desde Ribadesella y Nueva con sus correspondientes pedanías llegaban en otro autobús. Un tercero, creo recordar, que hacía el recorrido recogiendo a los alumnos de Meré, Puente Nuevu, Vibaño, Posada y los pueblos de sus alrededores. Yo conocía compañeros de aldeas alejadas de la carretera principal por la que pasaba la línea de autobuses que tenían que andar a pie o en bicicleta hasta la parada. Ahora me doy perfecta cuenta que el sacrificio desplegado por aquellos compañeros era superior al que yo había pasado, pero con los pocos años, no se piensan las cosas en profundidad. Creo que hasta les envidiaba por llegar en bus, sin mojarse, pero todos los que se bajaban de él no gozaban de idénticas ventajas. Los profesores iban también llegando, algunos, bien pocos que se contaban con los dedos de una mano, se bajaban de sus coches que aparcaban delante de la fachada principal; la mayoría a pie por vivir en Llanes. Algunos que se incorporaban en el presente curso eran totalmente desconocidos para mí.
Cuando al recreo se me acercaron algunos compañeros de los cursos anteriores, sentimientos diametralmente opuestos me asaltaban. Por un lado, sentía la euforia de no verme sujeto a la disciplina del centro y por el hecho de estar ganando un sueldo; por otro me apenaba el hecho de no haber superado en septiembre aquel bache académico que frenaba mis propósitos de estudios posteriores.
También vinieron a saludarme algunos de los profesores, precisamente aquellos a los que yo tenía por las nubes como Manuel Llanes, Consuelo Escalera, David Ruiz y Carmen Rosa de la Hera, que yo recuerde ahora. Coincidieron los cuatro en animarme a que no lo dejara pasar del próximo junio.
Según los alumnos fueron entrando disminuyó el jolgorio de la calle, pero quedó dueño de ella el ruido de la hormigonera y de las herramientas en las dos obras cercanas al Instituto.

A medida que iban finalizando las tareas del chalé, los obreros eran destinados a otras obras que Froilán tenía ubicadas en otras localidades. Ike, Tolino y yo quedamos en Llanes sacando los escombros del vaciado de un local sito en la Calle San Agustín. El mismo en el que los hermanos Robredo, naturales de Soberrón, habían tenido una bodega de vinos que todos conocían como la de "Los Hombrinos".
En esa tarea estuvimos algo más de la semana dedicados a demoler los tabiques y limpiar los ladrillos macizos y apilarlos para un uso posterior. El local se iluminaba únicamente por la luz solar que por ser otoño no era mucha la que únicamente se colaba por el hueco de la puerta. A mí me correspondía sacar en un carretillo los escombros y los subía por un tablón a la caja de un carro aparcado en la plazuela de la capilla San Roque, en la que estaba atado el animal a unas rejas.
El transporte de materiales desde el almacén a las distintas obras se hacía por medio de aquel carro tirado por "la mula", a quien nadie había tenido la deferencia de ponerle un nombre propio como a cualquier mascota, máxime cuando aquel infeliz ser viviente hacía los trabajos más esforzados en las obras.
"La Mula" no se dejaba querer por nadie más que de su habitual conductor, Dámaso. Nunca conocí, ni llegaré a conocer, animal con más zunas y mañas que aquél, que bien pareciera haberlas aprendido en un cuartel o en una mina, antes que en los más tranquilos trabajos del campo, tanta era la veteranía con que obraba. Sólo obedecía a las voces de Dámaso, compañero inseparable suyo, a quien a ciegas obedecía. Normalmente bastaban tres vocablos, "so", "arre" y "atrás", para dirigirla incluso a distancia sin sujetarla tan siquiera por las bridas, como si de una palanca de cambios se tratase. Pero si no obedecía, el genio que tenía que aparentar Dámaso con ella, se sustentaba en una sarta de maldiciones, alusiones a su madre asnal y hasta exageradas amenazas de muerte, porque el carácter de su dueño no pasaba de ahí. Nunca lo vi castigarla con la vara de avellano que siempre llevaba con él, creo que por aparentar autoridad como vi usar a los alcaldes y hasta los obispos.
"La Mula" traía en sus genes, como mula asnal que era, el coraje y vigor de su padre caballo, y la obstinación y elasticidad de su asna madre. Prefería herniarse a dejar atascada la carga en un camino.
En uno de esos días, porque Dámaso no llegaba a la obra para retirar el carro cargado hasta los topes con el escombro, se me ocurrió por mi cuenta y riesgo allegarme a ella y tomarla de la cabezada. Antes de soltar las riendas que la sujetaban a la reja, imitando la voz de su amo le dije "atrás". Fue como si hubiera metido la marcha sin pisar el embrague a fondo y a punto estuvo de llevar con la trasera del carro el lustroso y negro coche de Ramonín el de “La Bolera cubierta” que tenía en la plazuela aparcado y el moto carro de Félix, “El Riojano”, que en ese preciso instante abocaba en ella cargado de garrafas de vino si no fuera que, cual personaje de teatro, hiciese su entrada en escena Dámaso. El “so", "Mula”, de Dámaso evitó el desastre. Jamás se me volvió a ocurrir, por la experiencia vivida y las pertinentes advertencias de Dámaso al respecto, ocuparme de aquel animal que convertía en dóciles mascotas a los que yo tenía en el establo.
La Mula, como desde ahora conoceremos así a dicho animal de tiro, entraba sola al carro, con un solo gesto de su amo, aunque siempre acompañaba la acción con la posición amenazante de todos los equinos de echar las orejas atrás y enseñar sus enormes y amarillentos dientes. Nadie sabía calcularle la edad que debía ser grande. Es posible que ya llegase domado a manos de Dámaso y que el entendimiento que se demostraba entre los dos, viniese de largos periodos de tiempo juntos. Caminaban compasadamente compartiendo entre ellos con respeto mutuo las impedimentas que los años traen. Estaban unidos por el trabajo y uno de dependía del otro por igual. Llegué a pensar si no tendría también conciencia del horario, pues cuando sentía acercarse el fin de la jornada, se apresuraba a recorrer el trayecto que hubiere hasta llegar a su establo en la calle "El Llegar" donde la esperaba una ración de fresca hierba en la que se colaba alguna panoja de maíz o los zoquetes de pan que Herminio le guardaba del Bar “La Covadonga”, calle abajo. Nunca conocí animal que recibiera tanto mimo de su dueño que ni el mismo Bavieca hubiese llegado a recibir del Cid.
Cada animal tiene su grado de inteligencia y aquella mula, tenía el suyo. El domingo, único día de descanso en que gozaba de libertad plena, sin soportar los aparejos sobre su maltrecho lomo, ramoneaba en el frescor del cauce del molino en Las Bárcenas, por detrás del barrio El Cuetu, donde tenía la vivienda familiar Dámaso. Después de pasar unas horas en el olor de las mentas y los berros del río, salía por Cagalín y se ponía a triscar los cardos y las catasolas que crecían en la campiña del Matadero, junto a la ría y bebía en el entrante del agua al lavadero.
Una tarde de domingo que matábamos el tiempo sentados en la paredilla del puente, antes de irnos a ver la proyección en el "Cinemar", vimos subir a Mula, con aire de nobleza equina los peldaños de las escaleras por el lado norte del viejo teatro “Benavente”. Sobre la rampa que hacía puente sobre la ría, retumbaron sonoros los cascos enfundados de sus herraduras. Me recordó, salvando las diferencias, a una dama de alto copete taconeando a la salida del viejo teatro en noche de estreno. Llegada a la acera, se paró, miró, dejó que pasara un coche que se acercaba por delante de “El Siglo” y cruzó hacia "La Rula", rodeó el muelle y subió la empinada cuesta en dirección a las saladas camperas de junto al Faro en San Antón.
Los lunes, de madrugada, esperaba a su amo en el campo de La Guía, con denodado estoicismo para empezar otra dura semana de trabajo.

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