No paraba de asombrarme mi
nuevo compañero de obra con el repertorio de canciones francesas que
cantaba. Habrían de pasar unos años para que yo comprendiera el
valor que tuvieron en la ruptura de los viejos cánones, tanto en la
faceta melódica como en el pensamiento que anida en sus versos.
Brassens y Bécaud en Francia; Adamo en Italia y el grupo inglés
"The Beatles” que por aquel tiempo atraía la atención de los
jóvenes, le aportaban temas suficientes a nuestro bardo para
deleitarnos y a la vez ponernos al día y cambiar nuestros más
rancios gustos. Eran aquellas canciones que nos cantaba Jesús de lo
más moderno que se escuchaba en el resto de Europa.
Aunque no entendía nada de
la letra, pronto me quedé con el soniquete de aquellas melodías con
que distraía el duro trabajo de enlucir los techos de las
habitaciones, pues sin que nadie me lo tuviese que mandar, yo le
servía el material sobre la tarima del andamiaje.
Llegaba a la obra en una
vieja bicicleta de carrera con la inseparable guitarra colgada a la
espalda. De aspecto descuidado, pensarían algunas de las personas
con las que se tropezase en el trayecto que atraviesa la villa, lo
dirían por la melena y las barbas que dejaba crecer sin arreglar.
Vestía humildemente, como todos nosotros, pero se distinguía por
llevar una camiseta con un gran rótulo por delante y la fotografía
de un grupo musical de moda; unos pantalones estrechos y acampanados
con estampados y algún que otro roto. Alguien al primer vistazo le
encasquetó el apodo de “Yeyé”, que como movimiento musical
sería el que habría de poner la marca a la recién comenzada década
de los '60.
En general, nadie había aprendido a respetar la forma de peinarse, vestirse y pensar de los
demás. Pesaba sobre nosotros la rigidez de las normas impuestas por
la sociedad, entiéndase estado e iglesia en concordancia, que obraban
con su influencia directamente sobre la propia familia y sobre la
escuela, los dos pilares principales sobre los que decía asentarse el
sistema. Nadie pensaba entonces que ese movimiento llamado "ye-yé"
nos cambiaría los gustos en música, moda y en la cultura. Faltaría poco menos de dos décadas para que La
Constitución protegiera en sus artículos los derechos y libertades
que como ciudadanos tenemos, sea cual sea nuestro origen o credo.
Había pasado la segunda
semana en un vuelo. En cambio, deseaba que llegase la hora de recoger
las herramientas para cambiarme de ropa y subir en mi bicicleta para
ir a recoger el sobre con la paga semanal.
Por la mañana habían
venido a ver la marcha de la obra los dueños del chalé. No sé cómo
ni de qué forma ocurrió, pero me imagino que todo partió al ver la
guitarra de Jesús colgada del marco de la puerta del baño, cuando
la dueña dijo que vendía una guitarra nueva por tan sólo cien
duros. A mí, que me atraía por igual cualquier instrumento musical,
estuve a punto de cerrar el trato, aunque fuese para pagarla en cinco
plazos semanales, para que no se resintiese el contenido del sobre. También pensé en ir a clases con Pancho Martín, experto
guitarrista de Pancar. Estaba seguro que mis padres no se opondrían
a ello, pero el caso es que no me decidí entonces y por una cosa u
otra, cuando la pude comprar diez años después, ya no puse el
empeño en aprender más que a puntear de oído y por mí cuenta. De
aquella había otras prioridades en casa antes que comprar una
guitarra, como el arreglo del tejado, la reinstalación de todo el
tendido eléctrico dentro de la casa y la habilitación del cuarto de
baño de que carecíamos, pues se hablaba de la pronta llegada de la
traída de agua a todas las casas del pueblo. Adelantando
acontecimientos, estas tres obras fueron las primeras que realicé tras el aprendizaje en aquel mi primer puesto de peón de la construcción.
La movilidad del personal
por las distintas obras que el patrón tenía comenzadas, hizo que el
conjunto de la plantilla se moviese de una a otra, pero yo me quedé
con Jesús Abad y Fernando Sáenz de Baranda, por Llanes, aquí quitando goteras
de un tejado, allí levantando una cocina, allá arreglando un cuarto
de baño, acullá levantando la chapa de la cocina o limpiando algún desagüe.
Los medios con que contaba
entonces un albañil eran aún de lo más rudimentario. Para muchas
tareas bastaba con el ingenio y la veteranía en la profesión.
Así, para cortar los azulejos, sólo había forma de conseguirlo, ardua tarea, rayándolos con un puntero afilado por la parte del
revés. Para cortes más pequeños, se usaba una tenaza y cuando se
trataba de hacer un agujero en medio como para sacar la tubería de
un grifo, se usaba el paletín de punta roma rozando con él en giros
hasta abrir el paso que se continuaba con la tenaza y mucha
paciencia. Las pesadas piezas del terrazo que se usaba entonces se
cortaban asentados sobre una pila de arena con un golpe de mazo sobre
un prisma de madera de roble por ser más dura que otras, puesto
sobre una de las aristas en la línea de corte. Todos estos trucos y
otros más los fui aprendiendo, porque después de verlo hacer a él,
Baranda me los confiaba como una tarea más. Si alguna vez me fallaba
el resultado, nunca me lo recriminaba, antes bien tenía la paciencia
y empeño en que aprendiera como él y a fe que lo consiguió en
pocas clases. Para los cortes más comprometidos, me mandaba con las
piezas marcadas a lápiz hasta cualquiera de las dos marmolerías:
“Viuda de Vallejo” en la Avenida de la Paz o , “Marmolería
Cue” de la Avenida de la Concepción, donde trabajaba "Chole".
Hay detalles que se me
quedaron marcados para siempre, como el de aquella ocasión en que
habíamos de hacer un tabique a escuadra con la pared maestra y yo
sin que me lo pidiese le acerqué el cartabón. Fernando lo rechazó
diciéndome que para dimensiones tan grandes era más fiable otro
método que el de la escuadra de madera. Me pidió tres puntas, un
martillo y el ovillo de hilada. Me mandó que clavase una de ellas en
el punto desde donde arrancaría el tabique al pie de la pared
maestra, que le sujetara el cabo de la hilada y lo extendiera lo más
perpendicular que yo creyese estar al muro en una medida que hizo y
marcó con tiza. Él clavó la segunda a una distancia de la mía
que midió con el metro, también al pie de la misma pared y desde
ella ató otra hilada en otra medida distinta hecha con el metro y
marcada también a tiza en la misma cuerda. Cada uno con una de las
hiladas debíamos hacer coincidir las dos marcas y justamente en su
encuentro clavó la tercera punta. La línea que partía de la
primera y pasaba tocando a la tercera, marcaba la perpendicular
exacta con la pared y por donde había que construir el nuevo
tabique.
Yo le daba vueltas y no
encontraba la solución de aquel planteamiento geométrico hasta que
me descubrió su secreto. Los números mágicos que usaba eran los
consecutivos 3, 4 y 5, que tanto podían representar metros,
decímetros o centímetros, dependiendo de las dimensiones del plano
en el que se dibujase la escuadra. Sumados los cuadrados de los dos
primeros, 9 + 16 equivalen al cuadrado del tercero, 25; era sin más
la aplicación práctica del Teorema de Pitágoras que me habían
enseñado en las clases, pero que nunca me habían enseñado a
aplicarlo fuera del papel del cuaderno de dibujo. Como ni era posible
manejar los metros en aquel lugar por excesivos ni los centímetros
por escasos, había multiplicado por un factor común: (x30) y
resultaron: 90cm, 120cm, 150cm las medidas que aplicó y que
mantienen la aplicación del famoso teorema.
Esta clase práctica me
hizo admirar aún más a mi maestro de obra y yo cuando me dediqué
a la enseñanza de las matemáticas, acordándome de ella, procuré
enseñar también la aplicación a mis propios alumnos.
No está de más dar a
conocer a los lectores, que aquel ser tan callado y de tan buen
talante con los que estábamos a su servicio había pasado por varias
de las cárceles creadas tras la guerra para los que la habían
perdido por defender la legalidad del gobierno establecido con las
urnas y a aquellos que discrepaban del pensamiento político de la
dictadura. Se le privó de la libertad física, pero para nada le
pudieron privar del ideal y calidad humana que es esencialmente lo
que me da recuerdo de él y es justo que así lo manifieste.
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