miércoles, 21 de enero de 2015

81.- Una clase práctica


No paraba de asombrarme mi nuevo compañero de obra con el repertorio de canciones francesas que cantaba. Habrían de pasar unos años para que yo comprendiera el valor que tuvieron en la ruptura de los viejos cánones, tanto en la faceta melódica como en el pensamiento que anida en sus versos. Brassens y Bécaud en Francia; Adamo en Italia y el grupo inglés "The Beatles” que por aquel tiempo atraía la atención de los jóvenes, le aportaban temas suficientes a nuestro bardo para deleitarnos y a la vez ponernos al día y cambiar nuestros más rancios gustos. Eran aquellas canciones que nos cantaba Jesús de lo más moderno que se escuchaba en el resto de Europa.
Aunque no entendía nada de la letra, pronto me quedé con el soniquete de aquellas melodías con que distraía el duro trabajo de enlucir los techos de las habitaciones, pues sin que nadie me lo tuviese que mandar, yo le servía el material sobre la tarima del andamiaje.
Llegaba a la obra en una vieja bicicleta de carrera con la inseparable guitarra colgada a la espalda. De aspecto descuidado, pensarían algunas de las personas con las que se tropezase en el trayecto que atraviesa la villa, lo dirían por la melena y las barbas que dejaba crecer sin arreglar. Vestía humildemente, como todos nosotros, pero se distinguía por llevar una camiseta con un gran rótulo por delante y la fotografía de un grupo musical de moda; unos pantalones estrechos y acampanados con estampados y algún que otro roto. Alguien al primer vistazo le encasquetó el apodo de “Yeyé”, que como movimiento musical sería el que habría de poner la marca a la recién comenzada década de los '60.
En general, nadie había aprendido a respetar la forma de peinarse, vestirse y pensar de los demás. Pesaba sobre nosotros la rigidez de las normas impuestas por la sociedad, entiéndase estado e iglesia en concordancia, que obraban con su influencia directamente sobre la propia familia y sobre la escuela, los dos pilares principales sobre los que decía asentarse el sistema. Nadie pensaba entonces que ese movimiento llamado "ye-yé" nos cambiaría los gustos en música, moda y en la cultura. Faltaría poco menos de dos décadas para que La Constitución protegiera en sus artículos los derechos y libertades que como ciudadanos tenemos, sea cual sea nuestro origen o credo.
Había pasado la segunda semana en un vuelo. En cambio, deseaba que llegase la hora de recoger las herramientas para cambiarme de ropa y subir en mi bicicleta para ir a recoger el sobre con la paga semanal.
Por la mañana habían venido a ver la marcha de la obra los dueños del chalé. No sé cómo ni de qué forma ocurrió, pero me imagino que todo partió al ver la guitarra de Jesús colgada del marco de la puerta del baño, cuando la dueña dijo que vendía una guitarra nueva por tan sólo cien duros. A mí, que me atraía por igual cualquier instrumento musical, estuve a punto de cerrar el trato, aunque fuese para pagarla en cinco plazos semanales, para que no se resintiese el contenido del sobre. También pensé en ir a  clases con Pancho Martín, experto guitarrista de Pancar. Estaba seguro que mis padres no se opondrían a ello, pero el caso es que no me decidí entonces y por una cosa u otra, cuando la pude comprar diez años después, ya no puse el empeño en aprender más que a puntear de oído y por mí cuenta. De aquella había otras prioridades en casa antes que comprar una guitarra, como el arreglo del tejado, la reinstalación de todo el tendido eléctrico dentro de la casa y la habilitación del cuarto de baño de que carecíamos, pues se hablaba de la pronta llegada de la traída de agua a todas las casas del pueblo. Adelantando acontecimientos, estas tres obras fueron las primeras que realicé tras el aprendizaje en aquel mi primer puesto de peón de la construcción.
La movilidad del personal por las distintas obras que el patrón tenía comenzadas, hizo que el conjunto de la plantilla se moviese de una a otra, pero yo me quedé con Jesús Abad y Fernando Sáenz de Baranda, por Llanes, aquí quitando goteras de un tejado, allí levantando una cocina, allá arreglando un cuarto de baño, acullá levantando la chapa de la cocina o limpiando algún desagüe.
Los medios con que contaba entonces un albañil eran aún de lo más rudimentario. Para muchas tareas bastaba con el ingenio y la veteranía en la profesión. Así, para cortar los azulejos, sólo había forma de conseguirlo, ardua tarea,  rayándolos con un puntero afilado por la parte del revés. Para cortes más pequeños, se usaba una tenaza y cuando se trataba de hacer un agujero en medio como para sacar la tubería de un grifo, se usaba el paletín de punta roma rozando con él en giros hasta abrir el paso que se continuaba con la tenaza y mucha paciencia. Las pesadas piezas del terrazo que se usaba entonces se cortaban asentados sobre una pila de arena con un golpe de mazo sobre un prisma de madera de roble por ser más dura que otras, puesto sobre una de las aristas en la línea de corte. Todos estos trucos y otros más los fui aprendiendo, porque después de verlo hacer a él, Baranda me los confiaba como una tarea más. Si alguna vez me fallaba el resultado, nunca me lo recriminaba, antes bien tenía la paciencia y empeño en que aprendiera como él y a fe que lo consiguió en pocas clases. Para los cortes más comprometidos, me mandaba con las piezas marcadas a lápiz hasta cualquiera de las dos marmolerías: “Viuda de Vallejo” en la Avenida de la Paz o , “Marmolería Cue” de la Avenida de la Concepción, donde trabajaba "Chole".
Hay detalles que se me quedaron marcados para siempre, como el de aquella ocasión en que habíamos de hacer un tabique a escuadra con la pared maestra y yo sin que me lo pidiese le acerqué el cartabón. Fernando lo rechazó diciéndome que para dimensiones tan grandes era más fiable otro método que el de la escuadra de madera. Me pidió tres puntas, un martillo y el ovillo de hilada. Me mandó que clavase una de ellas en el punto desde donde arrancaría el tabique al pie de la pared maestra, que le sujetara el cabo de la hilada y lo extendiera lo más perpendicular que yo creyese estar al muro en una medida que hizo y marcó con tiza. Él clavó la segunda a una distancia de la mía que midió con el metro, también al pie de la misma pared y desde ella ató otra hilada en otra medida distinta hecha con el metro y marcada también a tiza en la misma cuerda. Cada uno con una de las hiladas debíamos hacer coincidir las dos marcas y justamente en su encuentro clavó la tercera punta. La línea que partía de la primera y pasaba tocando a la tercera, marcaba la perpendicular exacta con la pared y por donde había que construir el nuevo tabique.
Yo le daba vueltas y no encontraba la solución de aquel planteamiento geométrico hasta que me descubrió su secreto. Los números mágicos que usaba eran los consecutivos 3, 4 y 5, que tanto podían representar metros, decímetros o centímetros, dependiendo de las dimensiones del plano en el que se dibujase la escuadra. Sumados los cuadrados de los dos primeros, 9 + 16 equivalen al cuadrado del tercero, 25; era sin más la aplicación práctica del Teorema de Pitágoras que me habían enseñado en las clases, pero que nunca me habían enseñado a aplicarlo fuera del papel del cuaderno de dibujo. Como ni era posible manejar los metros en aquel lugar por excesivos ni los centímetros por escasos, había multiplicado por un factor común: (x30) y resultaron: 90cm, 120cm, 150cm las medidas que aplicó y que mantienen la aplicación del famoso teorema.
Esta clase práctica me hizo admirar aún más a mi maestro de obra y yo cuando me dediqué a la enseñanza de las matemáticas, acordándome de ella, procuré enseñar también la aplicación a mis propios alumnos.

No está de más dar a conocer a los lectores, que aquel ser tan callado y de tan buen talante con los que estábamos a su servicio había pasado por varias de las cárceles creadas tras la guerra para los que la habían perdido por defender la legalidad del gobierno establecido con las urnas y a aquellos que discrepaban del pensamiento político de la dictadura. Se le privó de la libertad física, pero para nada le pudieron privar del ideal y calidad humana que es esencialmente lo que me da recuerdo de él y es justo que así lo manifieste.

No hay comentarios:

Publicar un comentario