Así
es como comencé el trabajo en la construcción, por el techo; eso sí
como peón ayudante de un gran profesional y buena persona como era Fernando Sainz de Baranda. No sabría ahora decir ni tampoco calcular la edad
con que contaba, aunque he de decir que en aquel momento yo le echaba
bastantes años y al decir bastante, como todos los chicos con apenas
dieciocho, lo veía muy mayor. Claro está en comparación también
con el resto de la cuadrilla que allí nos juntamos. Es posible que
no pasase de los cincuenta y esa edad ahora, me parece bien poca. Era
un profesional muy minucioso en sus tareas, lo que daba la sensación
de lentitud, pero era mirador de los resultados y de los materiales.
─
Laguillo, ─ , me
dijo así con ese vocablo que me sorprendió al principio hasta que
supe que era
un
término afectuoso que solía dar al que servía a su lado. Me
pareció que,
además de evitar confusión por estar el mío propio repetido hasta
tres veces en aquella obra, se notaba un cierto grado de confianza.
Le
iba
acercando
las tejas para que él las colocase bajo el
hilo tenso que marcaba la
recta
del tejado hasta el canalón del alero.
La mañana se me
pasó
rápida
cuando escuché el tañido de la improvisada campana con un trozo de
viga metálica.
Me
bajé del tejado y me fui a lavar las manos con la
manguera del
agua que
llenaba en
esos momentos el
bidón de la
masa.
Desaté la bolsa
de la comida
que
tenía sobre el porta
bultos de la bici y me subí
a sentar junto
a los demás en el tablón más
alto del
andamiaje,
desde donde pude observar todo el movimiento de la gente que salía
del instituto.
Baranda se había
arreglado un poco para ir a comer en el Bar “La Gloria” junto a
la Estación,
eso
me había dicho cuando sonó la hora de salida. Lo
vi alejarse por la pista de grava, que entonces ni
era calle
ni
tenía nombre, hasta que andando el tiempo, cuando la zona se llenó
de torres de edificios, la elevarían de rango y le dirían
la
“Calle del Insituto”. Hoy, su rango se elevó mucho más para
recordar al poeta llanisco:
Calle
“Celso
Amieva” y
es tránsito para la Escuela Infantil y de Primaria, para el
Instituto y para la Escuela de Idiomas.
En
los alrededores del nuevo chalé que hacíamos para Chencho, municipal del ayuntamiento, sólo había fincas de
hierba; tan sólo se levantaba al norte el chalé de Lalito y la casa
de Pancho, el jardinero municipal; al oeste, el Instituto y el
Colegio Menor ; al sur las Escuelas, la fábrica de dulce de
Agustín Rozas y
una casa dentro de una huerta, que había tenido en alquiler don Eduardo Peralta, profesor de latín en el instituto los dos primeros cursos, a escasos pasos del Instituto.
A
unos cincuenta metros de nuestra obra, empezaban
a levantar el primer bloque de pisos los obreros de Celedonio Torre.
Al
este, la Residencia de ancianos y al
pie del Sablón el chalé de Orejas y otro que hay junto a las
escalinatas de subida al San Pedro.
Pasada
la hora dedicada al almuerzo se reiniciaron las obras en el punto que
habían quedado. El sopor que nos entraba con aquel sol de agosto,
tras el descanso, parecía volver más pesado el trabajo. El oficial
se sentó en el aguilón del tejado y desde allá arriba me indicaba
qué teja se salía de la línea para que la corrigiese. No cabía en
mí de alegría. Era el primer día de trabajo como peón y estaba
realizando la labor propia de un albañil. Yo, con mucho respeto por
las alturas, caminaba en cuclillas y le obedecía procurando aprender
y ganarme su confianza. Después, él se ocupaba de colocar las
canales y cubiertas que se asentaban con pasta, cada cinco líneas,
creo recordar, que adornan el tejado, pero que en realidad son para
poder desplazarse por ellas, aparte de sujetarlo en caso de ventolón.
Me gustaba el oficio y con aquel inicio no podía irme mejor.
Poco
a poco logré sacarle conversación y me contaba muchas anécdotas,
con la condición que le mantuviera siempre la masera llena de pasta
y le pusiera a mano y bien limpia la herramienta que me iba pidiendo.
Aprendí sus nombres al guardarlas en el pequeño arcón de madera
candado que tenía en el cuarto de baño, aún sin preparar, que era
un poco su espacio privado.
En
la última media hora del fin de semana, sábado por la mañana,
había que tener en el arcón toda la colección de paletas de
distinto tamaño y función, la plomada, el nivel, el doble metro, la
línea, el lapicero, la escuadra, la maceta, el cortafríos y el
puntero, la uñeta, la piqueta, la alcotana, la llana y el frotás
que le iba mencionando sin dejar una atrás y él me recordaba.
─
Laguillo: ¿y el martillo y las tenazas? Yo por ver si llevaba
cuenta dejaba de nombrarle algo y no se le escapaba ni una.
Una
vez completo el albarán de herramientas, colocaba su ropa de obra
plegada sobre la herramienta y las viejas zapatillas de “Wamba”
que usaba para andar por el tejado que decía tener más flexibilidad
y agarre sobre la teja. Echaba el candado y salíamos de la obra.
El
sábado, los obreros nos presentábamos, después de la salida a la
una, en la plaza del mercado, en el bar de Pepe el de Los Arcos,
donde Froilán, como dije tenía ubicada definitivamente su oficina.
Sentado detrás de la mesa que hacía de escritorio, nos iba llamando
uno a uno, empezando por los oficiales, y nos entregaba dentro de un
sobre con la solapa sin pegar y en el exterior, el nombre del
asalariado y la cantidad semanal a percibir, con letra de impecable
caligrafía de “La Arquera” a pluma estilográfica cargada con
tinta azul: Ramón
el de Taro: 150, 150, 150, 75 = 525 ptas.
Aquellos
primeros ciento cinco duros suponían un buen apoyo a la economía
familiar. Más contento que unas pascuas, monté en la bicicleta y
pedaleé ansioso de llegar a casa con el primer sobre semanal. Estaba
claro que había superado las expectativas del patrón y me había
pagado a treinta duros la jornada de ocho horas. Cincuenta pesetas
más que el sueldo que percibía mi padre trabajando más de diez
horas y en labores bastante más duras.
Mientras
duró aquella obra fui, así me sentía, como el escudero del oficial
al que seguía a todas las chapuzas que se le encomendaron una vez
acabado el tejado, por varios pisos del centro de la villa, antes de
continuar con el alicatado del baño y la colocación de la cocina de
leña en el chalé. Sin exagerar apenas, creo que no quedó tejado
desde la Plaza San Roque, enfrente del Ayuntamiento, y del bloque Los
Romanos de la Calle la Cadena, por el que no hubiéramos andado
asomados. Y si no era por las tejas era por las chimeneas. También
hubo cocinas atascadas, algún que otro desagüe de albañal o baño
pestilente.
Baranda
era un especialista para todo eso y yo no perdía detalle ni dejaba
de aprender trucos y mañas que pudiese algún día poner en
práctica. Para la colocación de las cocinas me explicaba al detalle
la forma de hacer el hogar y la cámara de humos y su camino en
ángulos obtusos que alisaba sobre el cemento aún húmedo con una
botella. Yo le hacía la masa en un carretillo en el portal del
edificio y se la subía al piso para bajar de vuelta con los cascotes
sobrantes. Lo encontré tiznado de hollín de haber levantado la
chapa. Al final de la obra, parecíamos dos mineros salidos del tajo,
antes que albañiles, a pesar del jabón “Chimbo” y el agua que
la dueña de la casa nos había solícitamente dejado en una
palangana. Todo eso, qué cosa, me enorgullecía.
Al
poco de estar en el chalé, entró a trabajar un chaval de San Roque,
aproximadamente de mi edad, Jesús Abad. Había sido emigrante a
Francia donde había estado trabajando de albañil. Jesús resultó
ser un buen compañero, de carácter afable y muy conversador. Me
asombraba el dominio que tenía del francés con tan sólo dos años
de estancia allá cuando yo no había logrado ni la mitad con los
tres años de clases en el instituto. Recuerdo que las primeras
semanas de su llegada, no le habían asignado un peón como al
resto de los albañiles, él hacía su masa me la subía al piso para
sí. Como mi maestro necesitaba poco material mientras estuvo
azulejando el baño, yo los atendía a los dos cuando podía por
estar al lado. En sus charlas, nos daba a los dos verdaderas
conferencias sobre la forma de vida de los franceses a los que
comenzábamos a ver de turistas por las playas y calles de Llanes. Por su melena, pronto le sacaron el apodo del "yeyé", en modo despectivo.
Traía consigo una guitarra. La dueña de la obra un día intentó venderme la guitarra que su hijo ni miraba.
Autobiografía, novela, homenaje a Armando Palacio Valdés, que más nos da, salvo que ilustra la personalidad y su fragua, de nuestro cronista.
ResponderEliminarEn algún lugar y tiempo, alguien dijo que el hombre completo consolida su obra en la vida cuando ha escrito un libro, ha plantado un árbol y ha tenido un hijo, si así lo tengo entendido.
Conozco a bastantes hombres que puedo decir, bonificando la escritura de un libro en todo caso, que pueden considerarse cumplidores de esa máxima, y aprecio mucho nuestra relación. Uno entre todos no tiene parangón y revalida con creces esos tres logros en cada uno de ellos. Sin embargo mi comentario sobre esta Entrada, deseo sirva para "doctorar" esos méritos añadiendo un cuarto hito a ese común objetivo de "hombría" que no es otro que CONSTRUIR SU CASA.
Así pues, nuestro querido autor, completa la fabrica de su vida siendo artífice de la obra que constituye su propio hogar, materializando con sus propias manos las condiciones, los materiales, los ideales, SU OBRA.