miércoles, 14 de enero de 2015

80.- La primera obra

Así es como comencé el trabajo en la construcción, por el techo; eso sí como peón ayudante de un gran profesional y buena persona como era Fernando Sainz de Baranda. No sabría ahora decir ni tampoco calcular la edad con que contaba, aunque he de decir que en aquel momento yo le echaba bastantes años y al decir bastante, como todos los chicos con apenas dieciocho, lo veía muy mayor. Claro está en comparación también con el resto de la cuadrilla que allí nos juntamos. Es posible que no pasase de los cincuenta y esa edad ahora, me parece bien poca. Era un profesional muy minucioso en sus tareas, lo que daba la sensación de lentitud, pero era mirador de los resultados y de los materiales.
─ Laguillo, ─ , me dijo así con ese vocablo que me sorprendió al principio hasta que supe que era un término afectuoso que solía dar al que servía a su lado. Me pareció que, además de evitar confusión por estar el mío propio repetido hasta tres veces en aquella obra, se notaba un cierto grado de confianza.
Le iba acercando las tejas para que él las colocase bajo el hilo tenso que marcaba la recta del tejado hasta el canalón del alero. La mañana se me pasó rápida cuando escuché el tañido de la improvisada campana con un trozo de viga metálica. Me bajé del tejado y me fui a lavar las manos con la manguera del agua que llenaba en esos momentos el bidón de la masa. Desaté la bolsa de la comida que tenía sobre el porta bultos de la bici y me subí a sentar junto a los demás en el tablón más alto del andamiaje, desde donde pude observar todo el movimiento de la gente que salía del instituto. Baranda se había arreglado un poco para ir a comer en el Bar “La Gloria” junto a la Estación, eso me había dicho cuando sonó la hora de salida. Lo vi alejarse por la pista de grava, que entonces ni era calle ni tenía nombre, hasta que andando el tiempo, cuando la zona se llenó de torres de edificios, la elevarían de rango y le dirían la “Calle del Insituto”. Hoy, su rango se elevó mucho más para recordar al poeta llanisco: Calle “Celso Amieva” y es tránsito para la Escuela Infantil y de Primaria, para el Instituto y para la Escuela de Idiomas.
En los alrededores del nuevo chalé que hacíamos para Chencho, municipal del ayuntamiento, sólo había fincas de hierba; tan sólo se levantaba al norte el chalé de Lalito y la casa de Pancho, el jardinero municipal; al oeste, el Instituto y el Colegio Menor ; al sur las Escuelas, la fábrica de dulce de Agustín Rozas y una casa dentro de una huerta, que había tenido en alquiler don Eduardo Peralta, profesor de latín en el instituto los dos primeros cursos, a escasos pasos del Instituto. 
A unos cincuenta metros de nuestra obra, empezaban a levantar el primer bloque de pisos los obreros de Celedonio Torre. Al este, la Residencia de ancianos y al pie del Sablón el chalé de Orejas y otro que hay junto a las escalinatas de subida al San Pedro.
Pasada la hora dedicada al almuerzo se reiniciaron las obras en el punto que habían quedado. El sopor que nos entraba con aquel sol de agosto, tras el descanso, parecía volver más pesado el trabajo. El oficial se sentó en el aguilón del tejado y desde allá arriba me indicaba qué teja se salía de la línea para que la corrigiese. No cabía en mí de alegría. Era el primer día de trabajo como peón y estaba realizando la labor propia de un albañil. Yo, con mucho respeto por las alturas, caminaba en cuclillas y le obedecía procurando aprender y ganarme su confianza. Después, él se ocupaba de colocar las canales y cubiertas que se asentaban con pasta, cada cinco líneas, creo recordar, que adornan el tejado, pero que en realidad son para poder desplazarse por ellas, aparte de sujetarlo en caso de ventolón. 
 Me gustaba el oficio y con aquel inicio no podía irme mejor.
Poco a poco logré sacarle conversación y me contaba muchas anécdotas, con la condición que le mantuviera siempre la masera llena de pasta y le pusiera a mano y bien limpia la herramienta que me iba pidiendo. Aprendí sus nombres al guardarlas en el pequeño arcón de madera candado que tenía en el cuarto de baño, aún sin preparar, que era un poco su espacio privado.
En la última media hora del fin de semana, sábado por la mañana, había que tener en el arcón toda la colección de paletas de distinto tamaño y función, la plomada, el nivel, el doble metro, la línea, el lapicero, la escuadra, la maceta, el cortafríos y el puntero, la uñeta, la piqueta, la alcotana, la llana y el frotás que le iba mencionando sin dejar una atrás y él me recordaba.
─ Laguillo: ¿y el martillo y las tenazas? Yo por ver si llevaba cuenta dejaba de nombrarle algo y no se le escapaba ni una.
Una vez completo el albarán de herramientas, colocaba su ropa de obra plegada sobre la herramienta y las viejas zapatillas de “Wamba” que usaba para andar por el tejado que decía tener más flexibilidad y agarre sobre la teja. Echaba el candado y salíamos de la obra.
El sábado, los obreros nos presentábamos, después de la salida a la una, en la plaza del mercado, en el bar de Pepe el de Los Arcos, donde Froilán, como dije tenía ubicada definitivamente su oficina. Sentado detrás de la mesa que hacía de escritorio, nos iba llamando uno a uno, empezando por los oficiales, y nos entregaba dentro de un sobre con la solapa sin pegar y en el exterior, el nombre del asalariado y la cantidad semanal a percibir, con letra de impecable caligrafía de “La Arquera” a pluma estilográfica cargada con tinta azul: Ramón el de Taro: 150, 150, 150, 75 = 525 ptas.
Aquellos primeros ciento cinco duros suponían un buen apoyo a la economía familiar. Más contento que unas pascuas, monté en la bicicleta y pedaleé ansioso de llegar a casa con el primer sobre semanal. Estaba claro que había superado las expectativas del patrón y me había pagado a treinta duros la jornada de ocho horas. Cincuenta pesetas más que el sueldo que percibía mi padre trabajando más de diez horas y en labores bastante más duras.
Mientras duró aquella obra fui, así me sentía, como el escudero del oficial al que seguía a todas las chapuzas que se le encomendaron una vez acabado el tejado, por varios pisos del centro de la villa, antes de continuar con el alicatado del baño y la colocación de la cocina de leña en el chalé. Sin exagerar apenas, creo que no quedó tejado desde la Plaza San Roque, enfrente del Ayuntamiento, y del bloque Los Romanos de la Calle la Cadena, por el que no hubiéramos andado asomados. Y si no era por las tejas era por las chimeneas. También hubo cocinas atascadas, algún que otro desagüe de albañal o baño pestilente.
Baranda era un especialista para todo eso y yo no perdía detalle ni dejaba de aprender trucos y mañas que pudiese algún día poner en práctica. Para la colocación de las cocinas me explicaba al detalle la forma de hacer el hogar y la cámara de humos y su camino en ángulos obtusos que alisaba sobre el cemento aún húmedo con una botella. Yo le hacía la masa en un carretillo en el portal del edificio y se la subía al piso para bajar de vuelta con los cascotes sobrantes. Lo encontré tiznado de hollín de haber levantado la chapa. Al final de la obra, parecíamos dos mineros salidos del tajo, antes que albañiles, a pesar del jabón “Chimbo” y el agua que la dueña de la casa nos había solícitamente dejado en una palangana. Todo eso, qué cosa, me enorgullecía.
Al poco de estar en el chalé, entró a trabajar un chaval de San Roque, aproximadamente de mi edad, Jesús Abad. Había sido emigrante a Francia donde había estado trabajando de albañil. Jesús resultó ser un buen compañero, de carácter afable y muy conversador. Me asombraba el dominio que tenía del francés con tan sólo dos años de estancia allá cuando yo no había logrado ni la mitad con los tres años de clases en el instituto. Recuerdo que las primeras semanas de su llegada, no le habían asignado un peón como al resto de los albañiles, él hacía su masa me la subía al piso para sí. Como mi maestro necesitaba poco material mientras estuvo azulejando el baño, yo los atendía a los dos cuando podía por estar al lado. En sus charlas, nos daba a los dos verdaderas conferencias sobre la forma de vida de los franceses a los que comenzábamos a ver de turistas por las playas y calles de Llanes. Por su melena, pronto le sacaron el apodo del "yeyé", en modo despectivo. 
Traía consigo una guitarra. La dueña de la obra un día intentó venderme la guitarra que su hijo ni miraba. 



1 comentario:

  1. Autobiografía, novela, homenaje a Armando Palacio Valdés, que más nos da, salvo que ilustra la personalidad y su fragua, de nuestro cronista.
    En algún lugar y tiempo, alguien dijo que el hombre completo consolida su obra en la vida cuando ha escrito un libro, ha plantado un árbol y ha tenido un hijo, si así lo tengo entendido.
    Conozco a bastantes hombres que puedo decir, bonificando la escritura de un libro en todo caso, que pueden considerarse cumplidores de esa máxima, y aprecio mucho nuestra relación. Uno entre todos no tiene parangón y revalida con creces esos tres logros en cada uno de ellos. Sin embargo mi comentario sobre esta Entrada, deseo sirva para "doctorar" esos méritos añadiendo un cuarto hito a ese común objetivo de "hombría" que no es otro que CONSTRUIR SU CASA.
    Así pues, nuestro querido autor, completa la fabrica de su vida siendo artífice de la obra que constituye su propio hogar, materializando con sus propias manos las condiciones, los materiales, los ideales, SU OBRA.

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