domingo, 1 de febrero de 2015

84.- El trabajo en Pendueles

 Estuvimos por la calle El Llegar prácticamente dos semanas haciendo leña de las maderas para encofrados que no servían y sacando las puntas de los tablones y pontones que serían reutilizados en la siguiente obra. 
Algunos oficiales llevaban un par de semanas en Pendueles construyendo la terraza de un bar y del resto de los obreros no supe a dónde habían sido enviados o si habrían cambiado de empresa. Dámaso nos dijo que se había iniciado un chalé en Santiuste de Buelna y la plantilla se había hecho con peones de la zona y un cantero vecino de La Franca.
El último sábado de octubre acudimos a por la paga semanal en el bar de “Su los Arcos”. En aquel momento se apeaba de la Lambreta, el renqueante y cachazudo patrón. Su característica forma de andar se fue acentuando con el paso del tiempo a causa del desgaste de la cadera, aunque hubo otras razones de más peso que le minaría el buen humor que le caracterizaba cuando lo conocí.

Froilán, desde joven, había trabajado junto a su padre, primero como peón y también como albañil. Enfrente de mi casa se había derrumbado la pared de la casa de Maximina y Clemente y las piedras caídas al camino cerraban el paso. Yo debía de rondar apenas los tres años, por lo que vagamente recuerdo ver a Concha Sobrino, madre de Wences el de la Veguca, que la llevaban en vilo sobre una silla hasta La Bolerina donde les esperaba el taxis de Ramón el de la “Bolera Cubierta”. La llevaron al Hospital de Oviedo, donde le amputarían una pierna. Esas cosas que impresionan a un niño se quedan grabadas. 
Cuando comenzaron las obras tenía yo el espectáculo servido enfrente, desde la atalaya de mi galería, donde me dejaban confiados mis padres para ir a las labores del ganado y el tiempo así me pasaba en un santiamén. Aprovechando la presencia en el barrio de los albañiles mis padres le pidieron a Fausto y su hijo Froilán si podrían quitar de nuestro tejado unas goteras que el viento había hecho. Con ellos trabajaba también un sobrino de Fausto y primo de Froilán. 
 Unos años después volvería a tratar a Froilán cuando nos hizo la obra en el huerto. Pienso que este trato habido entre nosotros propició el entendimiento entre los dos y en lo que a mí respecta el afecto que digo haber tenido hacia aquel buen paisano y patrón.

Después de entregarnos el sobre nos dijo que el lunes treinta y uno tendríamos que ir en bicicleta hasta la obra de Pendueles del “Bar Rubinu”, para las ocho de la mañana. La obra había terminado en cuanto a la construcción de una terraza sobre el camino de acceso al barrio La Laguna. Ayudé a los demás peones a retirar los andamios y tablones que cargamos en el carro de la mula y que Maso llevó hasta otra obra cercana del bar, en la salida del pueblo en dirección a Vidiago.
Apoyado contra una pared del citado bar había aparcado un apolillado organillo y que por la falta de algunas maderas, descubría a mi inquietud por saber el mecanismo de su funcionamiento, su interior. La manivela hacía girar un rodillo de madera, cubierto de latón y lleno de agujeros en los que se insertaban unas púas, con el orden adecuado, según la música que se interpretara. 
Había escuchado a los mayores contar que para las fiestas como San Antón y otras así fuera de temporada de verano, en Parres, al menos, se hacía el baile en la Casa Concejo. A Parres, como al resto de pueblos, acudía Isaac de Cue con su organillo montado sobre un carro, tirado primero por un burro y después por un caballo. Los chiquillos le traían la hierba para el animal y su dueño, cuando le entraba la sed, se ausentaba del baile largos minutos para ir al bar a saciarla. Mientras tanto los chavales se turnaban para darle a la manivela y que el baile continuase sin perjuicio alguno tal y como había sido contratado.

En el “Bar Rubinu” sus dueños, Beatriz y Antonio se turnaban en la atención al público, al campo y al cuidado de sus tres hijos que yo conocí entonces: Vicenta, Manolo y Toñín, pues Beti, la última de sus hijos habría de nacer en el Rubinu unos cuantos años más tarde.

Al día siguiente, martes, nos quedamos en la finca en la que habíamos descargado los tablones y los andamios. Se entraba a ella por un camino a la izquierda, antes de abandonar la vieja carretera de salida de Pendueles a unos cincuenta metros del entronque con la N-634 que había desviado su tráfico de paso por el pueblo. Este camino empedrado no era ni más ni menos que el antiguo Camino Real que hacía entrada en el centro del pueblo, prácticamente al lado de la Abadía que dio el nombre primitivo al pueblo: "L'Abadía". 
La finca estaba plantada de varios manzanos y otros frutales muy comunes al lado de las viviendas, tales que una piescal, na peral, un limonero y una higuera.

Las imágenes que mantengo de aquel lugar siguen tan nítidas como entonces, aunque puede que las haya distorsionado un tanto por el tiempo transcurrido.
!Quién me habría de decir a mí que dieciocho años después de esto que narro, habría de estar de maestro en Pendueles! 
En cuanto tuve ocasión me adentré por aquel camino en busca del prado. Ni rastros de las piedras de las casas, ni otros vestigio que un montón de escombros tapados por la maleza y un bosque de cañaveras. Escarbando en uno de aquellos montículos, encontré sin sorprenderme apenas, trozos de las tejas y de los ladrillos macizos que me sirvieron para documentar a mis alumnos en la historia de aquel sitio de la que nunca habían escuchado ni menos visitado.

Volviendo atrás, teníamos por tarea desmantelar el tejado de la casa vivienda, pero había que retirar intactas las artesanales y viejas tejas planas que lo cubrían. Eran idénticas a las empleadas en otros edificios del pueblo pertenecientes a los Condes del Valle de Pendueles, o al menos a las usadas en la Escuela de Riegu que ellos habían financiado.
Los oficiales Tomé y  Ferruchu acompañados por Fernando Vidal se subieron al tejado y los cuatro peones restantes, "Ike, "Tolino, Fino Floranes, "Poícu" y yo, formando una cadena humana, colocamos las pesadas tejas cerca de la entrada para ser llevadas hasta la nueva obra en Santiuste.
En el momento de la comida nos dedicamos a recorrer las dependencias anejas. Mi sorpresa fue grande cuando, al acostumbrarme a la penumbra de uno de los establos, vislumbre apenas dos carruajes ocultos por grandes telarañas y el polvo acumulado en tantos años, Al pasar mi mano por la madera aparecieron los dibujos hermosas filigranas doradas que la adornaban
Aquella edificación había sido una casa de postas, donde se hacían los cambios de caballos si era preciso para llegar a la siguiente. Dependiendo de la distancia entre una y otra, variaba la importancia que tenía en el sistema de correos, así como también del número de animales disponibles y carruajes. 
El último maestro de posta, que así les llamaban a los encargados de atenderla, fue Tino “El de la Posta”, “El Marqués”, según me comentó mi amigo Fernando Cueto de haberlo oído decir a sus padres. Las Postas estaban al paso del Real Camino, tenían un escudo real sobre la fachada del camino y un rótulo que ponía: “Casa de Postas”.
En el local contiguo vi aún en buen estado un llagar con su duerno, caja, torno y viga que me pareció enorme, hasta que años después, vería en el Palacio de Valeiro, en La Portilla, otro llagar que superaba con creces las dimensiones de éste de Las Cocheras de Pendueles.
En aquellos montículos cubiertos de zarzas, quizás duerman piezas de cierto valor arqueológico.

Por este camino de regreso, les conté que por ese mismo sitio que íbamos a salir, había pasado mucha gente y hasta el mismísimo Emperador Carlos V, precedido de un millar de azaderos que despejando de malezas y piedras lo adaptaron al ancho de la carroza real y vadear los numerosos cauces de agua con que se iban tropezando.
Existen en Pendueles, lo mismo que en los demás pueblos por los que pasaba el citado camino, abundantes referentes arqueológicos y topónimos entre los que destacan las ventas, abadías, capillas, humilladeros y lazaretos. Se puede caminar por restos sin continuidad del camino, a causa de las mejoras habidas con el transcurrir de los años y la expansión del pueblo en paralelo a la costa. Si el viejo camino fue modificado por el paso de las vías del tren y las mejoras de la vieja carretera que dejaron de lado al pueblo, hoy la moderna autovía desplaza a los precedentes. El Palacio de Santa Engracia que estuvo a punto de ser reconstruido hace unos años es hoy un fantasma de la historia. Las numerosas Ventas, casas coloniales, la casona palacio de los Condes Suárez-Guanes o la ya milenaria Abadía de San Acisclo pueden dentro de unos siglos seguir los mismos derroteros.

Al terminar la jornada, tomábamos la arrancadera en el bar, que no era otra cosa que un refresco y un bocadillo de salchichón que Beatriz nos preparaba con mucha generosidad.
Después de repuestas las fuerzas me quedaban por rodar los doce kilómetros en mi “BH” y a la mañana siguiente me enfrentaba otra vez con la subida de la Velilla, pasada La Arquera, a la de Puertas tras el paso por el Puente Purón, a la de Vidiago y como remate, a la cuesta de Novales. Para la vuelta a casa, sólo tenía la del Puente Purón y “El Angliru” que suponía Las Castañares ya en Parres.
“Ferruchu”, y “Tato” llevaban ya ligeras bicicletas con manillar de carrera y cambios de catalina y piñones por lo que no les podíamos seguir. Con el piñón fijo que llevaban todas las bicicletas de serie, al ser de mayor diámetro, se ganaba en potencia, a costa de perder en velocidad, pero en las bajadas por no poder seguir el ritmo de los pedales había que colocar los pies atrás sobre el porta bultos. Aunque ya estaba regulado por ley el uso de alumbrado delantero y frenos, a veces, situaciones imprevistas nos obligaban a rodar sin esos mínimos requisitos de seguridad. En las grandes bajadas, la eficacia de los frenos se aumentaba con el roce sobre la rueda trasera con la suela del calzado que quedaba marcado. La lluvia y el viento en contra me impidieron algunas tardes venir en bicicleta, cuando no un fortuito pinchazo o la rotura de la cadena. Aquellos doce kilómetros a pie en las frías y oscuras tardes del otoño tirando de la bici, me parecían interminables, pero con los jóvenes años de que gozaba se convirtieron en agradables aventuras que contar.



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