miércoles, 21 de octubre de 2015

110.- El Palacio de Meré

Acabada la tarea ajustada, tocamos a repartir entre los cuatro compañeros unas cuantas horas extras que quedaron reflejadas en la paga del sábado. Cuando estábamos a punto de preparar las bicicletas para irnos a casa, a Ramón del Jornu y a mí nos llamó Lorenzo para decirnos que el lunes teníamos que ir al Palacio de Meré a trabajar. Recibida la noticia, así sin más aviso previo ni explicación, me sorprendió y preocupó por lo distante que estaba de mi casa que supondría levantarme un par de horas antes, si quería estar para las ocho de la mañana en la obra, en bicicleta y a veintisiete kilómetros aproximadamente de Parres. Pero mis pesares se volatilizaron y tornaron en alegría cuando nos dijo que nos llevaría en coche Fernandito, el hijo del patrón. Deberíamos esperarle a las ocho al inicio de la Calle Mayor, justamente delante de la “Ferretería Delgado”. Es curioso cómo, de alguna manera, aquel escape de rutina tan simple despertó en mí la mayor expectativa aventurera y me llenó de entusiasmo.
El lunes, antes de que el reloj del Ayuntamiento diese la hora, ya estaba yo esperando donde habíamos quedado. Ramón salía del Bar Madrid y se vino al lugar donde habíamos acordado esperar a Fernando. Justo cuando sonaban las campanadas en el reloj de la Iglesia Mayor, que siempre iba remoloneando unos minutos por detrás del consistorial, aparcó junto a la acera un “Austin mini, Morris 850”, color granate y de él se bajó el acompañante del conductor, un hombre alto, piel morena y cabeza cubierta con sombrero claro como la vestimenta y a juego con unos zapatos de rejilla. Al salir del coche nos saludó y plegó el respaldo de su asiento para que pudiéramos acceder a la banqueta posterior. En comparación con el atuendo que yo llevaba, camisa de manga corta y pantalón vaquero que por ser lunes aún conservaba el olor a la plancha y la raya que madre le había marcado esa misma madrugada, aventuré que tal personaje debía de ser algo así como el Arquitecto o Aparejador de todas las obras “Toriello”. Sólo cuando llegamos a Meré, conocí que era el oficial ebanista que llevaba a cabo la restauración de los muebles, escaleras, techos y aleros de aquella majestuosa mansión, cuando salió de una de las dependencias del Palacio, transformado en un currante más, especialista, eso sí.


Para mí fueron varias experiencias nuevas en un día tales que conocer y tener como compañero a una persona con la piel de distinta pigmentación, ver por dentro un palacio, alejarme por primera vez a tal distancia y además que me llevaran a trabajar en un coche así. Hoy nada de eso sería motivo de sorpresa para nadie, pero entonces las circunstancias eran bien distintas.
Aparte del desescombro de los restos de piedras que había tiradas por doquier, tuvimos que desclavar los barrotillos con que habían cubierto de cal los primitivos y originales techos; durante unos años precedentes al que narro, todo el mundo estaba obsesionado por ocultar la primitiva madera de castaño y roble con que habían sido construidas las viviendas de antaño. Se cambiaron las galerías y corredores por fachadas de ladrillo cubiertas de azulejos, se cubrió la piedra con capas de cemento y se sustituyeron las tejas antiguas, hechas a mano e irregulares por otras totalmente regulares hasta en el color, lo que en conjunto contribuyó a cambiar el paisaje urbano de los pueblos. Por fortuna, no todos los constructores siguieron la línea modernista, en cambio se hicieron talentosas restauraciones como fue en la obra que hacíamos junto a la capilla La Magdalena y el Palacio de Meré, que ese mismo verano estaba habitado por la hija de don Fernando que esperaba un niño y su esposo.
Amadeo resultó ser un buen compañero al que ayudamos a imitar en los pontones y vigas la acción de la polilla con una gubia. Después de limpiar el polvillo de los encalados, embebíamos las maderas con una brocha y se llegaban confusas a libar las abejas atraídas por el espeso y pegajoso aroma del aceite de linaza mezclado con el de la trementina, al que me trae el recuerdo cuando visito una sala de exposición. 
Con la misma delicadeza con que afamados artistas hubieran puesto en decorar una capilla, usamos para recuperar aquellos techos, mientras escuchábamos contar a nuestro oficial la forma de vida y costumbres de su isla natal caribeña. 
Estaba casado con una cubana que era Maestra de Escuela y nos contaba cómo en las vacaciones escolares que tenían, debían trabajar buena parte del tiempo en la recogida de caña de azúcar. El régimen castrista trataba de recuperar la economía del país, por el ahogamiento al que el cerco exterior lo sometía.
Los primeros días, llevábamos la comida de casa. Acudió un poco más tarde, Tomasín en su reluciente “Vespino” , pues al no quedar espacio en el "mini", le daban un extra por desplazamiento. Por el trayecto en que abundaban los baches, perdió el tubo de escape y para no llegar tarde, ni se paró a recogerlo. 
Amadeo llevaba un tiempo trabajando en Meré y tenía reservada la comida en "La tilar" uno de los bares del pueblo
Es muy común en los pueblos plantar tilos junto a las boleras, plazas y paseos, como pude constatar andando el tiempo. Bajo sus copas se protegían tanto del calor diurno como del frescor de la noche los vecinos en ratos de ocio para charlar, ver jugar a los bolos, bailar o celebrar concejos en los que se discutía sobre las disposiciones de los alcaldes en los que se alcanzaban acuerdos para la buena marcha de la parroquia.
Había estado por primera vez en Meré junto con unos amigos de Parres, Pancho, Tolino y Tato, dos años antes por “La Jira”, fiesta otoñal que se hacía en un castañéu de las afueras, junto al río Las Cabras, según se sube para Ortiguero. 
Cerca estaba la casa materna de don Fernando Vega Escandón, y una cuadra desde la que mi padre había acarreado con la pareja de vacas hierba hasta la cuadra de La Talá donde trabajaba. En tiempo de la recogida de las avellanas tenía que ir a dimir los avellanos y las entregaba en la sierra de Perela que las comercializaba en Alicante para la fabricación del turrón. También tenían un molino de harina de maíz atendido por el molinero a sueldo, en La Huera de Meré, donde la carretera se bifurca hacia el Mazuco y Vibaño que aún sigue en funcionamiento a cargo de los descendientes. No me recuerdo del nombre, por más que lo intenté. Existe un programa que publica un vídeo y estoy seguro de que se trata del mismo ya que el lugar no dispone de otro.

Nuestra escapada resultó ser toda una aventura, porque ninguno de nosotros conocíamos la ruta y al llegar a Puente Nuevu, no sé quién fue de los cuatro que porque iba delante y no vio o no existían carteles tomó por el desvío a Riu Caliente y los demás le seguimos cual manada de caballos desbocados. Por la carretera, le preguntamos a un paisano quien nos indicó un atajo, con bastante trabajo, por el que saldríamos con ventaja a la entrada misma de Meré sin falta de tener que dar la vuelta para pasar por la Güeira. Para más inri, al regreso, a uno se le salía de continuo la cadena y había que esperarle al pie de las subidas para empujarle y echarle cuarta. Fue el lugar más lejano al que me había escapado en mi vida, hasta entonces. Toda una odisea.
Aquel mismo día nos dijo Amadeo que en la nómina semanal le incluían cinco duros diarios por la comida y que a nosotros nos darían lo mismo, comiésemos allí o no. Razonadamente, pensamos que yendo de fonda ahorrábamos en casa el tiempo para preparar la comida y el sueldo seguía igual que siempre, así que le pedimos que avisara en el bar de nuestra asistencia desde el martes.
Los cuatro sentados a la mesa, disfrutábamos con el yantar y la charla de aquel breve tiempo de una hora, de los cocidos y postres, que con agradable trato y sonrisa nos servía la más joven de la casa, Humilde.

Creo que recordaba a Fernandito, por el instituto en los cursos de Bachiller Elemental. Sobre la bandeja posterior del coche resbalaba de un lado a otro, por tanta curva que había en el trayecto, un grueso diccionario de Inglés/Español que yo rescataba de los golpes. Me parecía inaceptable que su dueño no le diese aprecio y lo dejase allí al sol y deterioro continuo por lo que lo tomaba de prestado en los viajes y leía de él. Un día me lo ofreció en venta y así fue que se lo compré por el equivalente de dos jornadas de trabajo; algo caro para entonces, en comparación con lo que valen hoy. No sé cuál fue el destino final de aquel primer diccionario que tuve de inglés. No obstante, era prácticamente imposible salirse de la ruta de la lengua extranjera que había “elegido” y que con sutileza nos habían aconsejado al matricularnos para el comienzo del bachiller. 

lunes, 12 de octubre de 2015

109.- De obra en la Plaza de la Magdalena

Después de acabado el sexto curso y los exámenes con los que revalidaría para el título de Bachiller Superior, sin perder un día, me alisté de nuevo en la plantilla de don Fernando G. Toriello. Esta vez, me mandaron presentarme en la obra de rehabilitación para uso familiar, creí entender entonces, que tenía al lado de la capilla de la Magdalena, y casi enfrente de la sidrería El bodegón de Culetu”, para resentimiento de mis tripas que se holgaban del olor de sus parrillas de mariscos o sardinas, a la hora de tomar las once los parroquianos.


Recuerdo un dato clave para saber la fecha, eso sí, tirando de calendario perpetuo, y es que el día 29 de junio, me encontraba llendando en la finca de la Cuesta el Barreru, el pequeño hato de ganado que nunca llegó a rebaño, de dos vacas lecheras con sus respectivas becerras , cuando en Pancar estallaban los cohetes para espantar las nubes que amenazaban con echar a perder la fiesta.
Al día siguiente, lunes y, creo recordar también al otro, martes primero de julio, habría de presentarme a los exámenes de Reválida., por lo que, junto con la guillada y el saco para sentarme, llevé los libros de Historia del Arte, Literatura y Filosofía, del llamado Grupo de Letras. De las pertenecientes al Grupo de Ciencias me había ocupado en las semanas precedentes acudiendo a las clases particulares que mi amigo Juanjo Llamazares, daba, esta vez en su nueva residencia de la calle el Llegar, sobre la antigua muralla medieval desde la que veíamos a través del acristalamiento de su galería, los pequeños barcos varados en la dársena del puerto.
En el único muro de la finca, sentado en el tueru de un nogal caído del que luchaban por sobrevivir, brotados de su corteza, media docena de vástagos, repasaba aquellos temas que me parecían estar más hilvanados que cosidos.
Abstraído quizás por lo que anunciaban los cohetes o quién sabe ya si por el contenido de los libros, me olvidé de llendar y cuando caí en la cuenta, tenía sólo a mi lado, la vieja “Marquesa”, en tanto que “Serrana” con su glotonería arrastraba tras sí, a “Estrella” y “Pinta” que ya doblaban ribazo abajo al prau de Modesta la de Santa Marina, junto a Las Castañares, pastando las suculentas hierbas de los prados vecinos. En ese detalle, veo en los animales cierto parecido con nosotros, los humanos que antes damos más valor a lo ajeno que a lo propio.
No recordaba haber faltado ningún año a las fiestas de San Pedro pero no quería jugármela y me quedaba mucho verano y fiestas en las que disfrutar.
Tras los apuros y nervios de los días de exámenes, y prácticamente seguro de que los resultados iban a ser buenos, me presenté, como ya dije, al lunes siguiente, en la obra de La Magdalena.
Estaba a cargo de ella, Lorencín que así le decían los que más lo conocían, dada su pequeña estatura y mucha confianza que daba cuando no rondaba situación de gran ajetreo y compromiso.
Fue, creo, la segunda semana de mi estancia allí cuando me eligió con otros dos más para llevar a cabo una labor “non grata”. Debíamos adentrarnos por un angosto caleyín que había entre la edificación nuestra y la casa vecinal, con la misión de desatascar la tubería que llevaba las heces de todo el barrio hasta la ría.
Huelgo explicar con pelos y señales, los tropiezos y los hedores que de ella brotaron como un surtidor cuando la rompimos, por el desnivel que llevaba el terreno, y que me pareció haber picado la barriga hinchada de un monstruo. Después de haber aligerado el estómago de los pocos restos que quedaban del desayuno, salimos a la calle por tomar aire, lavarnos en la fuente y con la manguera, a la hora del pequeño receso de las diez. Ni qué decir tiene que me ahorré el bocadillo para la merienda, pero no pude por menos, aún sin gustarme entonces, de echar unos traguinos  de la bota que mi viejo compañero Ramón Noriega, el del Jornu, llevaba y unos caramelos de ocálitu que Remigio me dio. Ambas cosas me sirvieron para confundir al cerebro y poder soportar así estoicamente la dura tarea mientras duró. Dispusimos, eso sí, de unas katiuscas altas como las de los marineros que me llegaban a la cintura y una chaqueta de aguas. Así vestidos, nos parecíamos, salvando alturas, a aquellos tres nuevos héroes del espacio, Armstrong, Aldrin y Collins que habían salido esa misma semana en el Apolo 11 camino de la luna.
Disfruto contando esto, porque así lo viví y aunque lo aderece a mi manera con datos que entretengan al lector, trato de mostrar, antes bien que mi pretendida heroicidad, el sufrimiento de la gente que trabaja duramente por ganarse el pan, ya sea en el campo, en la mina como en la construcción y muchos otros oficios más.
Aquellos días de trabajo en la obra, fueron a pesar de todo, de gran experiencia para mí. Tampoco era ya un peón novato y nadie intentó mandarme a por la máquina de doblar tablones o a por el nivel de esquinas.
Antes bien, sí que recuerdo una mañana al comenzar el día en que Lorenzo consintió en ajustarnos a la cuadrilla de peones, el relleno con material de deshecho, como cascotes y cribadura de arena, el espacio que queda entre el solado y la planchada del hormigón. Sólo disponíamos de una polea fijada a un tablón que asomaba por una milana y las calderetas y cestos de goma para llevar a cabo la labor. Como es de suponer, el tiempo calculado por el hábil encargado era notablemente inferior al requerido para ejecutarlo, pues por lógica, su objetivo era sacarle rendimiento al personal. Yo, sin dármelas de listo, que quede bien claro, expliqué en unos minutos a mis compañeros la parte de la Física que cursé y en otros anteriores que había estudiado en las clases. El que más y el que menos tenía sus dudas, pero sólo bastó que José Antonio Alea terciase: La juventud manda; los estudios sirven para algo, ¿no?.
Todo consistía en encontrar una segunda polea y anduve rebuscando por toda la obra, pues Remigio que era el que más cuenta llevaba con las cosas, dijo haberla usado en la fachada sur. El encargado se desesperaba, iba y venía y nos preguntaba que cuándo pensábamos comenzar, a lo que le respondí que eso no era ya de su incumbencia pues nos lo había ajustado.
Según mis cálculos habría que reforzar el caballete de la polea, pues tendría que soportar doble peso. Por si alguien dice ser de letras, para disculpar desconocimiento en materia de ciencias, diré que con las dos poleas pretendía crear un sistema de fija y móvil para subir doble carga con el mismo esfuerzo y tirando cómodamente desde abajo, Deseché las calderetas por ser de menor capacidad y busqué todos los cuencos que topé; preparé con dos abarcones de acero un enganche rápido para las asas. Además, ya metidos en harina, me ofrecí a tirar de la cuerda. Remigio García que no perdía el puesto de la hormigonera por estar a ras de suelo y tener tan cerca la fuente y el mostrador del bodegón se ofreció a cargar los cestos con su reluciente pala que nunca soltaba por no quedarse sin ella. J. Antonio se prestó a portear los cestos hasta la habitación donde Ramón se encargaría de rasear el material y pasar el pisón, en tanto que Julián, que estaba cachazas, las descolgaría y todos tan contentos.
Tras las primeras pruebas a media carga, acabé por mandar a Remigio que me llenase los cuezos hasta el borde mismo, de lo que no tardó en quejarse Julián que los tenía que acercar a la plataforma y posteriormente bascular en el carretillo de J. Antonio.
De estas cosas reímos mucho a la hora de la comida Alea, Ramón y alguno más que se sumó a la mesa que habíamos reservado a cambio de tomar unas claras con la comida que en los porta bultos de las bicicletas nos aguardaba, bajo la acacia del Bodegón de Culetu.


108.- Los chicos del Preu

Era el último curso de mi paso por las aulas del Instituto de Llanes. Ya fuese por las vacaciones de Navidad, por las de Semana Santa o en ambas, regresaban de Oviedo y de cualquier otro punto de la geografía nacional, los estudiantes de las distintas carreras universitarias. Entre tantos otros destaco en el recuerdo a Manuel Menéndez Buergo, Manuel Miguel Amieva de Llanes, Ángel Gutiérrez Avín de H.ontoria y Armando Romano Gutiérrez, de Porrúa, entre los que habían optado por los estudios de Magisterio, pues sería larga la lista de los que habían salido el curso pasado tras acabar el sexto o el Preu.
Sonaba bien aquella expresión sacada del single de Karina y de la película de Pedro Lazaga del mismo título, “Los chicos del Preu” y qué endiosados los teníamos desde los cursos precedentes. Tenía la sensación de que aquellos compañeros habían pasado a ser de otra galaxia, dentro del organigrama del Instituto y hasta me parecía que tenían ciertas prerrogativas con respecto al resto de mortales que circulábamos por los pasillos del centro. Los recuerdo como grupo único y de matrícula bastante reducida, en comparación quiero decir, con el resto de cursos que andaban como mínimo por la duplicación de aulas, en cada género, pues no debían de pasar de la quincena. Tiene su explicación, ya que, a medida que se iba escalando en los cursos, las posibilidades de fracaso aumentaba, pero también influía la edad de quienes habíamos accedido aquellos años al instituto, que en alto porcentaje, cuando se abrió sus puertas nos pilló, como es mi caso, con cinco años de retraso en comparación con los más jóvenes que habían accedido con tan sólo diez. Por lo tanto, aquel año en concreto vi que en Preu había un amplio abanico de edades que iban desde los 16 hasta los 21. Por otra parte, muchos compañeros quedarían atrás por motivos diversos que no sólo de fracaso, sencillamente, por simple dificultad económica familiar. Algunos, los más afortunados, encontrarían trabajo en la administración pública, banca y empresa particular en tanto que otros acudirían a centros como Laboral de Gijón a prepararse en un oficio que les ayudara a ejercer una profesión o a estudiar carreras técnicas en las escuelas de Aparejadores y de Magisterio, para las que tan sólo exigían el título de bachiller superior. El acceso a la Universidad, era más restringido, pero para no caer en los tópicos, he de decir que hubo quien, teniendo posibles, elegiría estudios de menor duración por otras cuestiones varias, y viceversa, quien careciendo de ellos, lo intentó a costa de muchos sacrificios.
El hecho de haber comenzado tarde los bachilleres, me hizo siempre sentir “mayor”. Hoy me río de aquella tontería mía.
Acuden a mí tantos recuerdos que parecían dormidos, que no creo poder encorsetarlos en estas líneas, pero voy a dar cuenta de algunos, porque me tengo creído ya que sirven como recuerdo a otros coetáneos míos que disfrutan con ellos por ser compartidos.
No quiero dejar para otro momento, el decir, que aquella especie de admiración por los compañeros y compañeras que iban por delante, me sirvió para mucho, pues siempre procuré, usar de la sana envidia, para mejorar en lo propio, sin poner zancadillas y no doliéndome prendas en reconocerla y descubrirme ante quienes me la producen. Es el caso que quiero aquí contar de mi amigo Armando, al que siempre tuve la admiración por las duras circunstancias que se habían dado en su vida por la pérdida prematura de su padre, en un momento tan decisivo de su vida.
Había regresado de vacaciones, no importa si por diciembre o marzo de sus estudios de primero en la Escuela Normal de Magisterio. Él fue, sin duda quien más me animó a llevar adelante aquella querencia mía con la enseñanza, ganada ciertamente por el conjunto de docentes con que tuve la suerte de topar. Me explicó que el “Plan de 1967” que estaba vigente, contemplaba la posibilidad del acceso directo a la propiedad de plaza, como se decía entonces, como Profesor de EGB, siempre que se diesen estas circunstancias indispensables: primera, que la media de todas las calificaciones de los tres cursos superase la fijada en cada caso por la administración para provisión de plazas, en un porcentaje determinado y la segunda, la más difícil de alcanzar, que no se suspendiese ninguna asignatura de la treintena que había a lo largo de la carrera, aparte de los dos cursos de Práctica en el Colegio de la Gesta, del examen final de Reválida, de la prueba ante un tribunal de evaluación y del curso de Prácticas en una escuela de la capital. No parecía sencillo, pero nada lo es en la vida, y es mucho menos sencillo cuando no se intenta.
Se hacía el “paso del ecuador” en el curso sexto y para ello, debíamos hacer cosas para rebajar el coste del viaje.
Recuerdo que habían alquilado el pase, ni más ni menos que de “La diligencia” de John Ford, todo un clásico ya de aquélla, con treinta años desde su rodaje, en la que John Wayney y Claire Trevor comparten los papeles principales con el del borrachín Doc Boone, interpretado muy bien por Thomas Mitchell, con aquel gracioso doblaje de voz chirriosa que nos despertaba del sopor del calor de la tarde, atrapado tras los cortinajes granates del salón.
Apostaría algo a que en la sala de máquinas estaba, entre otros, mis amigos Juanjo Llamazares, Julián Cembreros, Tomás Buergo, Jorge Juan, Gonzalo Villarías. José Antonio González Bode, Pedro Sordo y tantas caras sin nombre y tantos nombres ya sin cara... El resto nos ocupábamos de las entradas, y del acomodo del público que abarrotó la sala.
Otras actividades que me parecieron novedosas para la época, fueron, sin duda, el pase de Modelos de las chicas de mi curso, Nieves Fidalgo Pacios, Calela, Morales, Peláez, entre otras, luciendo en la pasarela las mejores prendas de las tiendas de moda de Llanes, en el salón del Hotel D. Paco.
Un sábado por la tarde, en el Casino, se hizo un baile, una especie de guateque de la época, para el que me vestí mi mejor camisa adornada con una larga corbata granate, mi mejor pantalón de tergal y unos relucientes zapatos que hube de comprar para el evento en “Zapatería Gómez”, regentada por Vicente, padre de mis amigos, los hermanos Gómez de Argandoña.
En la puerta principal, nos turnábamos para vigilar la entrada y vender las papeletas para un sorteo cualquiera.


Hizo de madrina del curso, pues era costumbre entonces tenerla, María del Mar, vecina de Vidiago, de la casa de Gozalo, que nos dio como regalo, mil duros. No sería capaz de traducirlo mejor al valor de hoy, por el desajuste que tenemos con todo, si digo que al final de todo el trabajo desplegado, aún habríamos de abonar ochocientas pesetas cada uno para el soñado paso del ecuador.
Huelga decir que yo, como muchos más, nos tuvimos que quedar en torno al paralelo 42º N y rabiar con las fotos que alguien expuso en el tablón de la entrada a su regreso.


107.- Último curso del Bachiller

Un curso más en las aulas del instituto, el último para completar el Bachiller Sperior, condición exigida para acceder según el Plan de 1967 a las Escuelas de Magisterio, que era la meta que me había propuesto ya hacía un año, en la que me ratifiqué por los ánimos que al respecto me dio mi amigo Armando Romano Gutiérrez. Ese curso, 1968/69, él iniciaba el primer curso de Magisterio en la Escuela Normal de Oviedo y, en los períodos de vacaciones que coincidíamos por Llanes, me hablaba largo y tendido tanto de las asignaturas como del ambiente de estudios en la capital.   En septiembre, más o menos con el inicio del sexto curso, cumplí los veinte años. Me sentía mayor con respecto al resto de compañeros, aunque no era el único, pues muchos que habían pasado por las mismas circunstancias que las mías habían iniciado estudios, ya cumplidos los dieciséis, en tanto que la mayor parte del alumnado entraba con once como se podía observar en las infantiles filas de los primeros cursos. Por otra parte, en el curso de preparación universitaria conocido entonces como Preu, había quien me superaba en edad, con lo que yo solo me consolaba, pues la entrada en la mayoría de edad se hacía cumplidos los veintiuno. Para las cuestiones laborales bastaba con cumplir catorce y en posesión del certificado de estudios primarios, se podía acceder a un puesto de trabajo tanto en la mina como en cualquier oficina privada o pública. Justo cuando se acababan los ochos años de escolarización, la casi totalidad de mis compañeros de escuela se había enrolados en la marina mercante unos, otros de albañiles, de camareros, de mecánicos, de carpinteros, algunos también en la emigración a Europa que así se decía por parecernos lejana y que no nos incluía, por cuestiones del aislamiento tras la guerra y el régimen que nos atenazó y que en ese momento sus aceradas garras empezaban a flaquearle.  

Dirigía el claustro de profesores del Instituto, D. Rodrigo Grossi que además impartía las clases de Literatura en alguno de las aulas de sexto, que no la mía. En aquel curso tres nuevas figuras se añadieron al elenco de mis profesores, de los que como del resto aproveché las particularidades que me parecieron positivas, obviando las negativas en el supuesto que las hubiese que ya no recuerdo, porque solemos guardar en paño fino las experiencias buenas en tanto que se oscurece y borra por completo de nuestra memoria las malas. Eran estos profesores apreciados por mí tanto por el trato que nos daban como por el carisma de docentes que demostraron en su asignatura, Teófilo Rodríguez Neira, para la Filosofía; Andrés Álvarez Posada para la Física y Venancio en Literatura del cual no soy a recordar los apellidos.  Del primero aprendí no tanto los conceptos filosóficos y de la Historia del conocimiento, como de la forma de enseñar. Hubiera tenido dificultad para escucharle desde el fondo de la clase donde me correspondió sentarme ese curso, si no fuera por el silencio que se producía en el aula desde que entraba cargado con su maletín de piel y varios libros en la otra mano, y el tono bajo de voz, a veces imperceptible, que usaba. Ya el primer día, la ilusión con que nos explicó la etimología del título del libro que teníamos delante, comenzó a labrar en una zona aún sin cultivar de nuestro cerebro ocupado esencialmente por dogmas de fe y gobierno, descubriendo en cada uno de nosotros al pequeño filósofo que llevábamos dentro. Estas clases originaron no pocas discusiones dialécticas entre los compañeros que nos juntábamos para estudiar durante los recreos y en las horas libres por ausencia de algún profesor, yendo y viniendo todo lo largo del paseo San Pedro. D. Teófilo en ocasiones caminaba entre las filas de nuestros pupitres, explicando la lección como lo habían hecho los peripatéticos del viejo Liceo de Atenas, o nos leía en los párrafos más significativos de su lectura, con los que acrecentaba nuestro gusto por la materia. Siempre lo recordé leyendo y sus gestos los haría míos por parecerme positivos tanto para la marcha de la clase como para la formación de mis propios alumnos en la lectura y en la dialéctica.  Con todo este nuevo contenido filosófico, en las clases de D. Manuel Llanes Amor, echábamos un pulso entre la  razón y la fe. Los resultados, por supuesto, no siempre quedaban claros, tal era la inercia con que la religión caminaba por delante y enseñaba que el indispensable requisito para acceder a la primera comunión era el estar en posesión del uso de razón, don que recibíamos con tan sólo cumplir los siete años, pero a pesar de ello, se nos quería guiar hacia el conocimiento exclusivamente por los senderos de la fe, gracia divina, a la que todo el mundo tenía acceso con tal de ser creyente. Evidentemente estas premisas no nos encajaban con los recursos lógicos aprendidos en las clases de Filosofía y suscitaban frecuentes discusiones en las clases del bueno y paciente D. Manuel, quien defendía su tesis con las argumentaciones que le era permitido dar como sacerdote. Aparte de este momento en clase de dura tensión dialéctica, nuestro cura fue una persona cercana a las gentes de la parroquia a la que servía con su ministerio y en sus homilías no escamoteaba tratar también de los temas mundanos, reflexiva y razonadamente. Pienso si se sentía más confiado en su púlpito donde intentaba conciliar las creencias religiosas con las luchas obreras de las Cuencas donde había ejercido en los primeros años de su sacerdocio que en cátedra del instituto, donde estaba más expuesto a la vigilancia del sistema. Yo que lo conocía  primero como feligrés, también como alumno y al final de su tiempo como amigo, puedo decir que era una persona consecuente, íntegra y digna de recordar, como aquí hago. Don Teófilo y D. Manuel, pues, eran dos polos opuestos que, lejos de anularse como dos cargas eléctricas, el arco voltaico entre ellos originado, sirvió para encauzar nuestra forma de ver el mundo al que había que salir una vez abandonado el cascarón. D. Venancio, profesor de Literatura, nos daría todavía otro enfoque, el de la poesía, con lo que tendríamos ya una visión tridimensional del mundo. Un nuevo ojo para andar por la vida, el camino de la belleza; no de la belleza escénica ni escultórica sino la que poseen las cosas más pequeñas e insignificantes, enaltecidas en los textos de don Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca a los que encaminé mis lecturas, tras el comentario en clase de uno de los poemas más trágicos del granadino que es “El llanto por la muerte de Sánchez Mejías”.<<Alma ausente>>:No te conoce el toro ni la higuera, ni caballos ni hormigas de tu casa. No te conoce el niño ni la tarde porque te has muerto para siempre. (…) Así fue como alunicé en la parte oculta de la luna, la cara más oscura de nuestra reciente historia de la que, en los libros de texto únicamente se reseñaba a bombo y platillo las gloriosas hazañas bélicas de quien nos gobernaba ad libitum, suyo, con mano férrea y por la gracia de su propio dios. Aparte de las dimensiones cognitiva, religiosa y estética, la cuarta, la del medio físico que nos materializa, nos la mostró D. Andrés con sus amenas clases de Física, que solía adornar magistralmente con el rico anecdotario que tenía dispuesto y que no era sino producto de su vasta experiencia como docente. Hace un tiempo ya cuando sintonizaba en el dial de la radio, el programa “La buena tarde” de la RPA, me llevé la gran sorpresa de escuchar al filósofo en una corta colaboración de quince minutos, los martes. De inmediato, bajo esta misma publicación en mi blog, hice este comentario al que añadí: “Su voz sigue tan suave y tierna, como de algodón e irradia la misma tranquilidad que entonces, la de mi apreciado profesor de Filosofía, D. Teófilo Rodríguez Neira.  Al martes siguiente, cuál sería mi sorpresa cuando la presentadora pregunta por los recuerdos que tiene de su paso por el instituto de Llanes y él responde con la lectura del comentario final que sobre él había yo incluido la semana anterior.