miércoles, 6 de diciembre de 2023

22.- Soñando viajes

El sol tras los cristales del ventanal de mi cuarto arrastraba consigo los últimos retales del sueño que yo intentaba retener. Había quedado solo en la casa, pues padre ya se había marchado al trabajo en la fábrica y madre había ido a llevar las vacas a la finca de las Llastrucas.
Mi habitación era la que mejor orientada estaba, de toda la casa. La ventana de la otra habitación, la de mis padres, estaba orientada al norte y mirando por la ventana, la vista se estrellaba en las encinas del Cuetu Mirador.
Desde la mía, al este, veía la Rectoral y el campanario de la Iglesia. A la misma distancia, pero orientado al sudeste, la vieja casa de Doña Lola, en medio de su huerta tarazana que conservaba el señorío en sus grandes ventanales de cinceladas esquinas y cornisas. Unos metros más lejos, veía el tejado del Palacio de Gregorio, caserón antiguo que conservaba aún las viejas maderas de castaño de los aleros con esa pátina que dan los muchos años que tenía de existencia. A una distancia que no podía apreciar, veía la sierra plana de Purón y Sanroque y, acariciando el cielo, las estribaciones del Cuera.
El limonero plantado junto a la pared, había crecido con rapidez y sus ramas, con los fuertes vientos asurados, arañaban la cal. Había ido con mi padre a buscarlo a la casa de mis tíos, Duardo y Loles, que lo habían encaponado del que tenían junto a la cuadra, en el Jogu Cubil.
Tras la madera veteada de pequeños depósitos de resina en las contraventanas, pasaba un rayo de sol que se reflejaba en la pared del fondo. Me entretenía observando las motas blanquecinas de polvo que volaban cuando movía el cobertor. Las moscas, cual aviones de exploración, revoloteaban el espacio aéreo de mi habitación yendo alguna a aterrizar confiadamente sobre mi brazo. Muchas mañanas, escuchaba, desde la lejanía allegarse el sonido del motor de una avioneta. A pesar de los consejos que mi madre me daba para curar la tos, me tiraba de la cama y calzaba a medio pie las zapatillas para asomarme desde la galería y poder ver los aviones. Avioneta y planeador atados por un cable totalmente visible, surcaban el cielo por encima de la casa. Después de un tiempo, volvía a oírse el motor de la avioneta, de vacío, en dirección a la Cuesta el Cristo de Cue. Buscaba en el cielo el planeador, sin ruido, de fuselaje más estilizado, que hacía giros y se dejaba llevar por las térmicas como una gaviota hasta su punto de partida, que era el de su destino también. Me hubiera hecho ilusión volar en una de esas avionetas, como les había aconsejado en una ocasión a mis padres D. Antonio Celorio, nuestro médico de familia, para curarme los bronquios.
La tos se me había acentuado con el fresco de la mañana que entraba por los cristales rotos de la galería. Escuché los tazos de las madreñas de mi madre que se acercaba por la conchuca. Volví a la cama y me tapé con la manta para disimular y no contesté a las primeras llamadas que me hacía desde la portilla del huerto. Siempre encontraba algún detalle de mis incursiones fuera del lecho y yo confesaba con una sonrisa mientras dejaba de hacerme el dormido. Me recomponía la cama y removía la lana del colchón para rellenar los hoyos por donde sentía los muelles del somier. Me daba el desayuno y después me pasaba la mañana leyendo del libro que ellos leían en las noches y del que yo me había perdido el final.
En casa no teníamos libros como hoy se tienen. Mi madre se abastecía de ellos en casa de Teresa Junco, la del Curru, que ponía a nuestro alcance su abundante fondo bibliotecario. El primer paso con un libro que llegaba consistía en vestirle con el papel de estraza traído del Chispún en alguna compra. Lo poníamos en el armario de la sala, junto a la palmatoria con la que se leía, la mayoría de las noches, por avería o tormenta. Así llegaron a mis manos obras como “El Conde de Montecristo”, “Los Tres Mosqueteros” de Alexandre Dumas o las hazañas y andanzas de José María “El Tempranillo”, posiblemente, en una traducción de la obra original de Prosper Merimée.
Los primeros libros que me afianzarían en la lectura, aparte de los que en la escuela solíamos leer los viernes por la tarde, como "Viaje por España", El Quijote y otros más de obligada lectura fueron los de Marcial Lafuente Estefanía. Sus cortos diálogos y las descripciones de aquellos inhóspitos parajes del Wester americano hacían que me gustasen. Los argumentos siempre eran los mismos y básicamente consistía en el regreso al pueblo de un vaquero desconocido, que venía a librar a sus gentes del que les atenazaba y por medio siempre había una chica que solía ser cuando poco la sobrina del tirano. Lo que no sabía entonces es que el autor se pudría en una cárcel y escribía sus novelas como podía en los papeles que encontraba. Nadie conocía el verdadero sentir de estas narraciones que decían “literatura barata”.

Comenzaba a sonar el nombre de una escritora de Gijón: Corín Tellado. Por agosto del año 1958, para ser exacto, vino a casa de mis primas, Bego y Tere que también vivían en Gijón, una sobrina suya de nombre Corín. Se había vestido de aldeana lo mismo que mis primas para la Guadalupe. Iniciada la romería, Juan Armando y yo fuimos a sacar a Olga, la hermana de mi amigo y Corín que hacían pareja. Era así la costumbre. Creo que mi primer baile fue un pasodoble tocado por los Panchinos desde la Terraza de la Escuela de la Pereda. Algunas parejas bailaban en el camino, debajo de los castaños. Cogidos por el hombro nos acercamos a ellas, con idéntica idea de bailar con Corín. Cuando ellas se soltaron, tuve la picardía de adelantarme y los dos hermanos acabaron bailando juntos. En la siguiente pieza, cambiamos de pareja. Cerca de nosotros, bailaban sus padres, Juan y Vicentina, que se reían de mi maniobra y de los torpes pasos de baile que debía de dar. Nosotros, en cambio, fijándonos en los suyos, los intentábamos imitar.

Mis padres solían leer algunas noches, ya en su habitación, turnándose y yo seguía atento, desde la mía contigua, al argumento de la novela, hasta quedarme dormido. Estoy seguro que de esa forma nació en mi el gusto por la lectura. Los tebeos me llegaron con bastante posteridad y, como todas las modernidades, causaban recelo para los que se empeñaban en que fuésemos, el día de mañana, personas de provecho.
En el Capitán Trueno, protagonista que le da nombre al tebeo y acompañado de Crispín y Goliath, prestaba ayuda a la sin par y lucida Sigrid, reina de Thule, quien nos hacía soñar por jardines aún desconocidos. TBO, Tío Vivo, DDT, Jaimito, Superpulgarcito, cuánto nos alegraron en nuestra gris infancia. En Hazañas Bélicas los buenos siempre eran los aliados, frente a los alemanes, más torpes en la acción que, sin embargo, si el enfrentamiento era entre ellos y los rusos, resultaban buenísimos y listos. Qué inocencia la nuestra que no veíamos el fondo de las cosas. Llegarían otros protagonistas del cómic como Jabato, Tintín, Supermán, una lista interminable de lecturas que pondrían color a nuestras propias viñetas.

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