miércoles, 6 de diciembre de 2023

1.- El Chispún

 Solía mandarme madre con encargos al “Chispún”. Aunque repetía mentalmente por el camino la lista de la compra, no era raro que, al llegar a casa, me preguntase por el pimentón al ver en cambio los pequeños envueltos del azafrán que ella no me había encargado. Volvía a recorrer el trayecto hasta la tienda, a por el pimiento, pero gustoso porque Isabel siempre tenía alguna galleta o caramelo para mí. Yo solía pedirle a mi madre caramelos recordándole que Isabel solía regalar caramelos a los niños cuando iban a comprar y no me entraba en la cabeza que no pudiera disponer de ellos al menos algún día que otro. Envueltos en papel de color, parecían salirse de aquellos tarros redondos de cristal con tapa de aluminio sobre el mostrador de la tienda. De Isabel recuerdo siempre el buen humor que para todos tenía.
Parece que la veo abrir las latas del pimentón y sacar de ellas con una paleta el rojizo polvo que echaba en un papel de estraza puesto dentro del plato de la báscula. Después de pesado lo envolvía con la misma delicadeza que un regalo y con tal arte que no se me saliese nada por el camino hasta casa. Anotaba en un cuaderno acotado por nombres de clientes, las respectivas deudas y las fechas y persona que las había originado y aguardaba hasta que nos llegase el dinero para poder pagarle en parte o en su totalidad y sin ningún interés por demora, así era de buena Isabel.
¡Cuántos viejos colmados como el Chispún aún guardarán viejos recuerdos en sus altos anaqueles, respetando un orden y estilo como si obedeciesen a una norma establecida de diseño y disposición en el local! En cajones con la tapa algo inclinada, pienso yo por impedir que persona o animal se subiese a ellas, guardaba las harinas y las legumbres que debíamos escoger en casa antes de echarlas a remojo si queríamos conservar los dientes. En la era, donde se habían puesto a secar al sol, se trillaban con gradias de madera con incrustaciondes de sílex, por lo que no era nada raro encontrarlas.
Eran los tiempos de la posguerra, del hambre y la necesidad y a nada se le hacía ascos.
Recuerdo un tiempo que duró hasta que se acabó el saco de arroz abierto que, al escogerlo sobre el mantel de hule de la mesa, para echar para la cena, encontrábamos piedras de mechero. Padre las guardó en un diminuto sobre de papel rojo encerado en la caja metálica donde tenía la mecha, el algodón, un frasco con gotero para añadir la gasolina al mechero y otros objetos que en conjunto era para mí como un auténtico tesoro.
El colmado
Colgados de tornos de madera y clavos de herrero de los pontones, se exponía al público, toda suerte de cacharros: calderos, lecheras, potas, sartenes, embudos, coladeres, y piñeras para la harina del maíz. También había calzado: katiuscas, corizas de goma, Chirucas, madreñas, unas sin pintar y otras de negro. De la viga principal, bajo el piso superior, colgaban las herramientas de labranza: azadas, gachapos, praderas, guadañas, martillos y yuncas de picar. En rincón, estaban las palas y las trencas. En los anaqueles de la estantería, detrás del mostrador, había diversas cajas de zapatillas “Wamba”, según talla; cajas con mantas, colchas, sábanas, toallas, pañuelos, lencerías, encajes, lanas, medias y calcetines. En otras cajas más pequeñas, etiquetadas con los mismos productos que contenían: botones, automáticos, cremalleras, lorzas y puntillas. Había además una larga lista de lo más surtido en productos de ferretería: puntas, herraduras, clavos de herrar las vacas de tiro, los caballos o los asnos; gomas y tazos herrados para las madreñas, tachuelas y medias lunas para el calzado.
Como ya dije, también disponían del material escolar que precisábamos para todo el curso: gomas, lápices, pizarras y pizarrines, libretas, plumas, plumieres, ferretes, tintas o papel secante además de Catones de lectura y alguna que otra “Enciclopedia Álvarez”.
Tanto Isabel como José y sus hijos Paco, Lelé y Sefu eran afables con los clientes, aunque fuesen también clientes de otros establecimientos. Por aquel tiempo recuerdo como poco otros tres establecimientos, pero en ninguno había la variedad de productos que en el Chispún. Fiaban las compras a la espera de que pasase la quincena, en que pagaba la leche Felipe Concha que recogía Lina Junco en el bajo de la casa; arriba su hermana Serafina Junco tenía también tienda de pan. 
Isabel Cabrera Mendoza, no apremiaba a nadie y anotaba en el cuaderno de los clientes todas las compras que pendiente. Previamente le decía mi madre o yo por encargo de ella:

- Ten la cuenta echada que mañana es San Cobro y te traigo las perras. 

- Sabes de sobra que no hay ninguna prisa; cuando se os arregle - solía decirnos.

- Gracias, Isabel, pero como dice el refrán, "el que pagó descansa... 
- Pero más descansó el que cobró", remataba ella.

Había un dicho muy popular en el pueblo para cuando alguien te pedía compartir una golosina o lo que fuese, si se trataba de quien por contra nunca compartía de lo suyo:
-¿Me das un poco?
- Pues, di "pende". 
- "Pende". 
-"En el Chispún se vende". Pero lo más común era compartir la media onza del "La Cibeles" y un trozo del chusco. Aunque niños, sabíamos distinguir quiénes lo pedían incluso con la mirada, por hambre o necesidad de los auténticos gorrones. 
Cubierta la deuda, a pesar de la demora, siempre añadía a la cesta algún producto como regalo. 
Al fondo de la tienda, estaba la cocina, donde Isabel atendía el pote para la familia y para los maderistas o peones de la cantera que acudían a comer al mediodía. En algunas ocasiones, sus hijos se encargaban de acercarles la comida hasta el mismo trabajo. El chigre corría a cargo de José y cuando servía los porrones o las medias de vino, tiraba de cuchillo para sacar una tira del bacalao salado que colgaba encima del mostrador, o si era un “Sansón” lo acompañaba de algunas galletas. Conocía de sobra, las apetencias de la clientela habitual por lo que servía las mesas sin que le hicieran el pedido; como mucho, "lo de siempre", José.
La bolera o los portales de la escuela eran para mí el paso obligado para ir al Chispún, así que escuchaba cantar la lección o las tablas con aquella monótona cantinela que me hacía anhelar el comienzo para mí de las clases.
Las voces del maestro y su vara restañando sobre el encerado pidiendo silencio, me despertaban del ensueño y continuaba mi camino hasta la tienda.
Del mismo año éramos trece niños y once niñas nacidas en Parres: José Manuel Fernández, marcharía a Sotrondio y Rosi Gutiérrez Martínez, de Corisco iría a la Pereda. Aún quedarían para Parres: María Mar Quintana Fernández del Picu la Concha, Mini Romano Sordo, del Cotaxu, Fernando Quintana Platas y Manuel Junco Arenas, de Sabugosa, Félix Penanes González, de Vallanu, José Sobrino Quintana, Pepín el del Jogu, Josefina Cabrera Fernández y Angelines Noriega Quintana, de D. Diego, Amalina Junco Romano, de Ribaz, Carmelina Sánchez Ríos, de la Concha, Juan Armando Alles Tamés, de La Casona, Marigén Alonso Gómez  y Sefu González Cabrera, de Brañes, Cheles Fernández Fernández y Francisco Tamés Fernández, de Pedrujerrín, Angelines Junco Cabrera, de Coxiguero, José Noriega Santoveña y Salvador Junco Sobrino, de Tamés y yo, de La Caleyona. Dos varones, fallecieron de niños: El hijo de Lili y Nel el de Melia Mendoza y Manuel Fernández de pequeñín, por lo que nunca supe su nombre; Juan Miguel Bilbao Penanes con él compartí barrio y juegos hasta los seis años, hijo de Mª Josefa y Miguel. 
Hubo quien achacó tanto nacimiento a la bendición de Pío XII, pero creo que es mejor achacarlo a la ley de conservación de la especie, después del descalabro que llevó el censo tras la guerra civil, la subsiguiente miseria, el exilio político y la emigración laboral.
La prueba de ello es que con la recuperación de la economía por la emigración y el auge de la construcción e industria se produjo una disminución considerable en las matrículas, hasta el punto de llegar a desaparecer muchas escuelas.
El caso es, que debida a tanta chiquillería, las aulas se veían desbordadas y faltas de espacio para que todos entrásemos a la vez. La solución fue, que para los nacidos con posterioridad al inicio de la clases de septiembre, como era mi caso, tuviésemos que esperar al curso siguiente para la matrícula. Así que yo, moría por estar en la escuela como otros de mi misma edad, pero nacidos con anterioridad al mes de inicio escolar.

Pero, ocurrió que, llegadas las vacaciones de ese mismo verano, regresó de Oviedo al pueblo para disfrutarlas, el que fue mi apreciado y bien recordado primer maestro, Manuel Alonso Gómez. Su madre era Vicentina Gómez Sobrino, la de Generosa y su padre, D. Manuel Alonso Crespo, estaba de maestro en San Roque, pero al que no soy a recordar. Vivían en la casa familiar de Brañes, frente al Chispún el matrimonio con sus hijos: Manolín, Chucho, Elenita, Chenti, Marigén y Mina. La casa quedó cerrada tras la emigración de la familia a Venezuela, en el año 1955. 


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