Solía
mandarme madre con encargos al “Chispún”. Aunque repetía
mentalmente por el camino la lista de la compra, no era raro que, al
llegar a casa, me preguntase por el pimentón al ver en cambio los
pequeños envueltos del azafrán que ella no me había encargado.
Volvía a recorrer el trayecto hasta la tienda, a por el pimiento,
pero gustoso porque Isabel siempre tenía alguna galleta o caramelo
para mí. Yo solía pedirle a mi madre caramelos recordándole que
Isabel solía regalar caramelos a los niños cuando iban a comprar y
no me entraba en la cabeza que no pudiera disponer de ellos al menos
algún día que otro. Envueltos en papel de color, parecían salirse
de aquellos tarros redondos de cristal con tapa de aluminio sobre el
mostrador de la tienda. De Isabel recuerdo siempre el buen humor que
para todos tenía.
Parece
que la veo abrir las latas del pimentón y sacar de ellas con una
paleta el rojizo polvo que echaba en un papel de estraza puesto
dentro del plato de la báscula. Después de pesado lo envolvía con
la misma delicadeza que un regalo y con tal arte que no se me
saliese nada por el camino hasta casa. Anotaba en un cuaderno acotado
por nombres de clientes, las respectivas deudas y las fechas y
persona que las había originado y aguardaba hasta que nos llegase el
dinero para poder pagarle en parte o en su totalidad y sin ningún
interés por demora, así era de buena Isabel.
¡Cuántos
viejos colmados como el Chispún aún guardarán viejos recuerdos en
sus altos anaqueles, respetando un orden y estilo como si obedeciesen
a una norma establecida de diseño y disposición en el local! En
cajones con la tapa algo inclinada, pienso yo por impedir que persona
o animal se subiese a ellas, guardaba las harinas y las legumbres que
debíamos escoger en casa antes de echarlas a remojo si queríamos
conservar los dientes. En la era, donde se habían puesto a secar al
sol, se trillaban con gradias de madera con incrustaciondes de sílex,
por lo que no era nada raro encontrarlas.
Eran
los tiempos de la posguerra, del hambre y la necesidad y a nada se le
hacía ascos.
Recuerdo
un tiempo que duró hasta que se acabó el saco de arroz abierto que,
al escogerlo sobre el mantel de hule de la mesa, para echar para la
cena, encontrábamos piedras de mechero. Padre las guardó en un
diminuto sobre de papel rojo encerado en la caja metálica donde
tenía la mecha, el algodón, un frasco con gotero para añadir la
gasolina al mechero y otros objetos que en conjunto era para mí como
un auténtico tesoro.
El
colmado
Colgados
de tornos de madera y clavos de herrero de los pontones, se exponía
al público, toda suerte de cacharros: calderos, lecheras, potas,
sartenes, embudos, coladeres,
y piñeras
para la harina del maíz. También había calzado: katiuscas,
corizas de goma, Chirucas,
madreñas, unas sin pintar y otras de negro. De la viga principal,
bajo el piso superior, colgaban las herramientas de labranza: azadas,
gachapos,
praderas, guadañas, martillos y yuncas de picar. En rincón, estaban
las palas y las trencas. En los anaqueles de la estantería, detrás
del mostrador, había diversas cajas de zapatillas “Wamba”, según
talla; cajas con mantas, colchas, sábanas, toallas, pañuelos,
lencerías, encajes, lanas, medias y calcetines. En otras cajas más
pequeñas, etiquetadas con los mismos productos que contenían:
botones, automáticos, cremalleras, lorzas y puntillas. Había además
una larga lista de lo más surtido en productos de ferretería:
puntas, herraduras, clavos de herrar las vacas de tiro, los caballos
o los asnos; gomas y tazos herrados para las madreñas, tachuelas y
medias lunas para el calzado.
Como
ya dije, también disponían del material escolar que precisábamos
para todo el curso: gomas, lápices, pizarras y pizarrines, libretas,
plumas, plumieres, ferretes, tintas o papel secante además de
Catones de lectura y alguna que otra “Enciclopedia Álvarez”.
Tanto
Isabel como José y sus hijos Paco, Lelé y Sefu eran afables con los
clientes, aunque fuesen también clientes de otros establecimientos.
Por aquel tiempo recuerdo como poco otros tres establecimientos, pero
en ninguno había la variedad de productos que en el Chispún. Fiaban
las compras a la espera de que pasase la quincena, en que pagaba la leche Felipe
Concha que recogía Lina Junco en el bajo de la casa; arriba su hermana Serafina Junco tenía también tienda de pan.
Isabel Cabrera Mendoza, no apremiaba a nadie y
anotaba en el cuaderno de los clientes todas las compras que pendiente. Previamente le decía mi madre o yo por encargo de ella:
- Ten la cuenta echada que mañana es San Cobro y te traigo las perras.
- Sabes de sobra que no hay ninguna prisa; cuando se os arregle - solía decirnos.
- Gracias, Isabel, pero como dice el refrán, "el que pagó descansa...
- Ten la cuenta echada que mañana es San Cobro y te traigo las perras.
- Sabes de sobra que no hay ninguna prisa; cuando se os arregle - solía decirnos.
- Gracias, Isabel, pero como dice el refrán, "el que pagó descansa...
- Pero más descansó el que cobró", remataba ella.
Había un dicho muy popular en el pueblo para cuando alguien te pedía compartir una golosina o lo que fuese, si se trataba de quien por contra nunca compartía de lo suyo:
-¿Me das un poco?
- Pues, di "pende".
- "Pende".
-"En el Chispún se vende". Pero lo más común era compartir la media onza del "La Cibeles" y un trozo del chusco. Aunque niños, sabíamos distinguir quiénes lo pedían incluso con la mirada, por hambre o necesidad de los auténticos gorrones.
Cubierta la deuda, a pesar de la demora, siempre añadía a la cesta algún
producto como regalo.
Al
fondo de la tienda, estaba la cocina, donde Isabel atendía el pote
para la familia y para los maderistas o peones de la cantera que
acudían a comer al mediodía. En algunas ocasiones, sus hijos se
encargaban de acercarles la comida hasta el mismo trabajo. El chigre
corría a cargo de José y cuando servía los porrones o las medias
de vino, tiraba de cuchillo para sacar una tira del bacalao salado
que colgaba encima del mostrador, o si era un “Sansón” lo
acompañaba de algunas galletas. Conocía de sobra, las apetencias de
la clientela habitual por lo que servía las mesas sin que le hicieran el pedido; como mucho, "lo de siempre", José.
La
bolera o los portales de la escuela eran para mí el paso obligado
para ir al Chispún, así que escuchaba cantar la lección o las
tablas con aquella monótona cantinela que me hacía anhelar el
comienzo para mí de las clases.
Las
voces del maestro y su vara restañando sobre el encerado pidiendo
silencio, me despertaban del ensueño y continuaba mi camino hasta la
tienda.
Del
mismo año éramos trece niños y once niñas nacidas en Parres: José
Manuel Fernández,
marcharía a Sotrondio y Rosi
Gutiérrez Martínez,
de Corisco iría a la Pereda. Aún quedarían para Parres: María
Mar Quintana Fernández del Picu la Concha, Mini
Romano Sordo,
del Cotaxu, Fernando
Quintana Platas
y Manuel
Junco Arenas,
de Sabugosa, Félix
Penanes González,
de Vallanu, José
Sobrino Quintana, Pepín el del Jogu, Josefina
Cabrera Fernández
y Angelines
Noriega Quintana,
de D. Diego, Amalina
Junco Romano,
de Ribaz, Carmelina
Sánchez Ríos,
de la Concha, Juan
Armando Alles
Tamés,
de La Casona, Marigén Alonso Gómez y Sefu
González Cabrera,
de Brañes, Cheles
Fernández Fernández
y Francisco
Tamés Fernández,
de Pedrujerrín, Angelines
Junco Cabrera,
de Coxiguero, José
Noriega Santoveña
y Salvador
Junco Sobrino,
de Tamés y yo, de La Caleyona. Dos varones, fallecieron de niños: El hijo de Lili y Nel el de Melia Mendoza y Manuel Fernández de pequeñín, por lo que nunca supe su nombre; Juan Miguel Bilbao Penanes con él compartí barrio y juegos hasta los seis años, hijo de Mª Josefa y Miguel.
Hubo
quien achacó tanto nacimiento a la bendición de Pío XII, pero creo que es mejor
achacarlo a la ley de conservación de la especie, después del
descalabro que llevó el censo tras la guerra civil, la subsiguiente
miseria, el exilio político y la emigración laboral.
La
prueba de ello es que con la recuperación de la economía por la
emigración y el auge de la construcción e industria se produjo una
disminución considerable en las matrículas, hasta el punto de
llegar a desaparecer muchas escuelas.
El
caso es, que debida a tanta chiquillería, las aulas se veían
desbordadas y faltas de espacio para que todos entrásemos a la vez.
La solución fue, que para los nacidos con posterioridad al inicio de
la clases de septiembre, como era mi caso, tuviésemos que esperar al curso
siguiente para la matrícula. Así que yo, moría por estar en la
escuela como otros de mi misma edad, pero nacidos con anterioridad al mes de inicio escolar.
Pero,
ocurrió que, llegadas las vacaciones de ese mismo verano, regresó
de Oviedo al pueblo para disfrutarlas, el que fue mi apreciado y bien recordado primer maestro, Manuel Alonso Gómez.
Su madre era Vicentina Gómez Sobrino, la de Generosa y su padre, D. Manuel Alonso Crespo, estaba de maestro en
San Roque, pero al que no soy a recordar. Vivían en la casa familiar
de Brañes, frente al Chispún el matrimonio con sus hijos: Manolín,
Chucho, Elenita, Chenti, Marigén y Mina. La casa quedó cerrada tras
la emigración de
la familia a
Venezuela, en
el
año 1955.
No hay comentarios:
Publicar un comentario