Un
guardia civil al que mi padre y yo solíamos tratar durante las obras
que llevábamos a cabo en el Barrio La Moría, donde aquél vivía,
me animaba a que me presentase para las próximas pruebas que para la
Benemérita se harían en breve.
Pasé
por el nuevo Cuartel, pero para tramitar la prórroga por estudios.
Si me la concedían podría disponer de los tres años necesarios
para terminar mis estudios de Magisterio que ya estaba dispuesto a
iniciar.
Recuerdo
cuando me atendieron en las oficinas del cuartel, que uno de los dos
guardias que allí cubrían los expedientes, después de recogerme
los certificados de matrícula en Oviedo y el expedido por D. Antonio
Celorio, mi médico de cabecera, para completar el expediente de la
solicitud habría de cubrir la trayectoria política de mis
ascendientes durante la guerra civil.
La
pregunta más o menos literalmente la recuerdo así:
–
“¿Su padre en qué bando sirvió?
Yo
me vine un poco arriba y sin miramiento ni reparo al momento ni al
lugar en que estaba, le contesté que mirase bien en los registros a
que comprobara cómo mi padre había sido movilizado con dieciochos
años para echar obligatoriamente seis y medio por distintos
cuarteles militares.
Unos
meses después, recibimos en casa una notificación de la prórroga
al servicio militar por un período de un año y renovable siempre
que justificase la matrícula y continuación de los estudios. La
única especificación decía algo así:
“No
haber participado en ninguna algarada estudiantil ni tener algún
dato negativo en el registro de Penales.”
Fue
a inicios del curso académico 70/71 cuando me enteré por otros
compañeros de la posibilidad de hacer las Milicias Universitarias,
si bien, tras muchos papeleos previos, prueba física y psicotécnica
para seleccionar a los aspirantes. Hube de acudir al Acuartelamiento
de Rubín donde se solicitaban. Allí me tomaron los datos y entregué
el certificado de prórroga por estudios. En un folio que me dieron,
venía expresado el lugar y fecha de las pruebas de aptitud y actitud
para el desempeño militar, pues después de los dos primeros cursos
de campamento, seríamos ascendidos a Alféreces de Complemento,
grado con el que cumpliríamos el tercer período como oficiales en
el mismo acuartelamiento de El Milán, en Oviedo.
Las
pruebas psicotécnicas consistieron en contestar a cuestiones que
ponían de manifiesto a las claras, nuestra idea sobre el ejército y
lo que representaba en aquel momento, como servicio al régimen tanto
o más que como a la defensa patria. Había una batería de pruebas
de todo tipo visual, cognitivo, razonamiento numérico, lingüístico,
etc. en las que echamos varias horas.
Una
vez conocido el resultado de quiénes habían pasado el listón,
anunciaron la fecha de las pruebas físicas que tendrían lugar en
las instalaciones deportivas del CAU, pertenecientes a los Colegios
Mayores “América” y “San Gregorio”.
Las
pruebas físicas venían a ser más o menos como las que habíamos
tenido que pasar en las clases de Ed. Física y Deportes durante mi
período de bachiller en el Instituto de Llanes y muy similares a las
realizadas en el campamento obligatorio que tuvimos en el Colegio
Menor de “El Cristo”, a excepción de la trepa por cuerda que
jamás yo había practicado: Carrera de 100m./14s. ; salto altura:
1,10m. ; salto longitud: 3,75m. ; Salto caballo: 1,25m. con trampolín
a 0,75m.
Un
amigo y compañero de clase, Jesús Izquierdo, muy aficionado al
deporte, tenía la entrada abierta al Gimnasio del Seminario y allá
fuimos con él varios aspirantes a las milicias. En este local
practicamos todo tipo de pruebas que tendríamos que pasar.
Otra
curiosidad de la vida, fue encontrarme con D. Raúl, párroco de Poo
que me había bautizado en Parres y con el que hice de monaguillo en
las fiestas y celebraciones a las que acudían dos curas más, para
oficiar la misa junto con el titular del pueblo. Estaba a cargo de la
Biblioteca del Seminario y como lo reconocí de inmediato, me
presenté y le recordé su paso por la iglesia de Parres, a la que
acudía en su "Guzzi" y cómo tras el “Ite missa est”
los monaguillos nos desprendíamos de los hábitos de monagos y
bajábamos a la carrera el Caleyón de la Magdalena hasta Las
Castañares donde la aparcaba contra el ribazo de la finca de tía
Gloria, mientras tanto los tres tonsurados se quitaban los hábitos
del ceremonial, y rompían el ayuno con la suculenta mesa que
Modestina Sobrino Noriega les tenía preparada en la sacristía.
Al
bueno de D. Raúl se le iluminó la cara, por el cúmulo de recuerdos
que le llegaban de su actividad pasada y me regaló una mueca
conspiratoria. Cuando nos despedimos me invitó a que hiciera uso de
la Biblioteca cuanto la necesitase.
Así
con todo, la trepa por cuerda no se me daba nada bien y me pude
llegar a desanimar si no fuera porque mi padre que subía por ella
como un gato puso todo el empeño. De la viga cumbre del h.enal colgó
la cuerda de amarrar la hierba al carro y la pasó por un hueco que
hizo entre los zardos que hacían de sollado. Hasta el suelo, habría
una altura muy cercana a los cinco metros.
Según
las normas que nos dijeron los veteranos que ya la habían realizado
en los cursos anteriores, se podía subir a pulso o ayudado con los
pies.
Una
vez bien sujetas las manos a lo más alto que se pudiese en la cuerda
bastaba con tomarla con la parte externa de la bota derecha para,
acto seguido, recogerla con la parte externa de la bota izquierda y
pasarla por debajo de la derecha y aprovechar esa especie de escalón
que hace la rigidez de la gruesa cuerda para subir las manos un nuevo
tramo. Después de varios intentos el primer día y en los sucesivos
fines de semana lograba subir y bajar sin ningún esfuerzo por la del
gimnasio que estaba a más altura.
De
la prueba recuerdo hoy, la tensión y los nervios al verme en aquel
ambiente tan recargado de gorras, estrellas, distintivos, botas y
correajes.
Los
saltos de altura, longitud, pértiga, plinto y potro con trampolín,
supusieron para algunos de los aspirantes, la imposibilidad de hacer
las milicias universitarias, lo que acarreaba duplicar el tiempo de
servicio militar y lo que sería peor, la pausa de los estudios en la
carrera.
Afortunadamente,
no tuve ningún fallo en las marcas estipuladas como mínimas para
pasar la prueba. Al finalizar los ejercicios, supimos quiénes los
habíamos superado, no obstante debimos esperar a comprobar los
resultados definitivos en el panel expuesto en el Gobierno Militar
sito en la Plaza España.
Pertenezco
por el año de nacimiento a la Quinta del 69’, es decir, al año en
que cumplía los 21 años, edad en la que se comenzaba el servicio
militar obligatorio. Se hacía un sorteo cuatrimestral por apellidos
para adjudicarnos el destino del campamento inicial antes de la jura
de bandera, así como el del destino final del servicio. Éste podía
ser dentro o fuera de la península. El campamento de instrucción de
reclutas era generalmente para el Ejército de Tierra, el CIR 12 de
El Ferral de Bernesga, León; (7ª Región Militar para Asturias,
León, Zamora, Salamanca y Valladolid).
El
aviso nos lo entregó en mano, el entonces a la sazón, nuestro
cartero, Arturo Gutiérrez. Bajamos de los pueblos de Parres los
nuevos quintos para presentarnos al ritual del tallaje llevado a cabo
en una de las estancias del Ayuntamiento, por un guardia municipal.
Todo se resumió en ponernos con la espalda, nuca y talones pegados a
una regleta graduada por la que se deslizaría el tope para señalar
la estatura. Recuerdo lo que podría llamarse la primera “novatada”,
muy propias del ámbito militar, de la que fuimos objeto por pare de
los “veteranos” que ya habían pasado por el mismo trance. Y era
que tenían por costumbre dejar caer sobre la cabeza del neófito,
el pesado índice de medida.
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