lunes, 11 de noviembre de 2019

125.- Anécdotas y curiosidades de la ciudad



Para quien sale de la aldea y llega a cualquier ciudad, por pequeña que se catalogue, se enfrenta ante un cúmulo de sensaciones y emociones diversas que van modificando su vida y actitudes.
Sin dejar de visitar a la familia primera que me dio pensión y a mi tía abuela María y su sobrina Rosa en el mismo barrio de Vallobín, me encontré por la calle con
Mis padres habían alquilado a Filomena la casa en la que nací y a los pocos años, se la compraron junto con dos fincas en las que iniciaron su actividad agrícola y ganadera. Corrían malos tiempos, ocho años después de acabada la guerra y el sueldo de mi padre eran veinticinco pesetas en las oficinas de Arbitrios, por lo que debía hacer otras tareas para el pago de los “premios” anuales, que así se llamaban a los intereses del capital que quedase por amortizar al final del año, como habían acordado con la vendedora. De las cuarenta y cinco mil pesetas de la cantidad inicial se irían descontando los pagos anuales hasta desaparecer la deuda monetaria, que no la afectiva con Filomena, que jamás se perdió. Hubo años en los que la balanza económica había sido negativa por causas debidas tanto a la salud de la familia como a la del ganado y otras circunstancias aparejadas a los años de posguerra que tocó vivir. Conocían muy bien las dificultades por las que estaba pasando Filomena y para ayudarla, acudieron a Rosaurina, hermana de mi abuela Araceli, que les prestó la cantidad que restaba para el pago completo de la deuda, al mismo interés anual.
Mi padre entró a trabajar en la fábrica “Lactosa” del barrio San Antón en 1955 con un sueldo de cincuenta pesetas hasta que en 1959 en que se cerró, pasó a trabajar en la ganadería de “La Talá” de Fernando Vega Escandón, para la siega del verano, cobrando sesenta y cinco pesetas y quedando fijo a partir del verano con el salario de cien pesetas.
Crucé la calle para saludarla. Le conté todo lo relacionado con mi estancia en Oviedo y me dijo que si necesitaba algo ya sabía dónde residía. Al despedirnos puso en mi mano una moneda de cincuenta pesetas que yo me negaba a tomar, pero ante su insistencia y por no parecer descortés acabé aceptándola. En otras ocasiones, la vi tras el ventanal de la vivienda y la saludaba. Es el último recuerdo que de ella guardo.
Solía pasar por la plaza de la Catedral y me gustaba entrar cuando escuchaba los sones del órgano o bien por contemplar las vidrieras y la cantería buscando en los arcos, ménsulas y capiteles el “argot” del que trata Fulcanelli en “El misterio de las catedrales” del que nos dio noticia el profesor de Química en el instituto, mientras se tomaba un descanso sentado en el pico de la mesa echando unas caladinas. Al ser un tema tan interesante para nosotros como para el mismo narrador, lanzó la pava sin apagar a la papelera y continuó explicando la tabla periódica de Mendeléyev. Una gran humareda seguida de llamas nos despertó del letargo del mediodía que algunos atribuyeron al relato de misterio con que nos regaló el bueno de D. Claudio.

En la entrada de la catedral me encontré con
Un fin de semana me enteré por una vecina que estaba ingresado en el Hospital Militar

Poco antes de que se finalizase el primer trimestre del curso, mi compañero y yo dimos con una pensión en la calle Argüelles, la “Pensión Pravia”, a pocos metros del “Bar Niza” y de “El Mesón del labrador” en los que podría cubrir, llegado el caso, alguna carestía. Quedaba muy cerca la Biblioteca Municipal, el Museo de Arqueología, varias salas de cine y otras de exposición, el Parque San Francisco, el Fontán, estaciones de autobuses, Estación del Vasco y otros servicios más, pero lo más importante era que el trayecto hasta las clases se acortaba en un tercio de la distancia con respecto a las anteriores pensiones en las que estuve. Estaba deseando hacer el cambio, pero antes me acercaría a conocerla y apalabrar el alquiler.

La sensación primera fue muy positiva, en lo que respecta al trato de las dos mujeres que regentaban las ollas y en ese momento, me parecía lo más importante de todo. Una de ellas que me pareció ser la que gobernaba aquel negocio, nos enseñó las dos únicas habitaciones que le quedaban libres, perdidas en un laberinto de pasillos cuyas maderas crujían a nuestro paso, en los que se percibía un abanico de olores a humedad, hongos y carcoma propios de las casonas viejas. Elegimos una en la que había dos camastros, una mesita compartida sobre una alfombra y un armario viejo que conservaba el estilo del ebanista por algunas piezas torneadas y otros detalles tallados; además había un lavabo con un solo grifo, que más parecía una clepsidra, con un goteo continuo que marcaba los segundos. Quedaba cerca el único escusado, de aquella ala del edificio con el que compartía tabique. Al otro lado lindaba con otra habitación que aún parecía más vieja que la elegida por nosotros, cuyo inquilino tardaríamos en conocer.

Al pasar frente a la sala comedor nos explicó los horarios convenientes para los tres refrigerios y el cierre del portón de entrada del que tendríamos acceso pasadas las doce, por medio del sereno de la zona. El ambiente que se respiraba en aquel momento entre los comensales a la hora de la cena me pareció muy tranquilo y el olor que emanaba de las humeantes fuentes me recordó la propia casa.

Faltaban unos días para que finalizase el mes que ya había pagado por adelantado a la última casera. Mientras tanto, las comidas y cenas las hacía en la Cocina Económica. Me encantaba por la limpieza, orden y variedad de platos que había a lo largo de la semana así como el sabor y la cantidad que iban parejos.

Solía coincidir con algún compañero y tenía por norma elegir los asientos de cualquier mesa que quedase incompleta, con el fin de que quedasen libres las demás mesas para tres o cuatro comensales y con ello no dar más trabajo a las chicas que cumplían con el obligado Servicio Social femenino. Unas monjas llevaban la administración y atendían en el acceso al establecimiento. Había otra entrada por la que pasaban en fila los usuarios habituales de la institución exentos de pagar y que, por supuesto, disfrutaban del mismo menú del día que los de pago y por ese detalle me agradó y animé a seguir utilizando aquel local con preferencia a otros ya conocidos. Al terminar de comer, recogía la mesa, costumbre que ya llevaba aprendida de casa y de las tres pensiones anteriores, lo que me granjeó el aprecio de las monjas que hasta se interesaban por mis exámenes y calificaciones.

Un día que llegué el primero, elegí una mesa que había libre por ser aún la hora de apertura y, al poco tiempo, entraron dos estudiantes que me preguntaron si quedaban libres dos de las tres sillas. Les dije que sí y coloqué mis libros sobre la silla restante en previsión de que llegase mi compañero. 
Los dos chicos charlaban de sus cosas y yo, siempre abierto a los dialectos y variaciones fonéticas desde mis clases con el Sr. Neira, les escuchaba con suma atención y deleite. 
El que tenía de frente me pareció cubano, por el deje de sus expresiones que me recordó a Madeo, compañero de obra con quien trabajé en la restauración del Palacio de Meré. 
El otro, sentado a mi derecha era evidente, tanto por los rasgos fisonómicos como por la neutralización fónica de las erres en eles, tener procedencia asiática. Permanecí en silencio por el desconocimiento del tema, pero resultaba difícil pasar de ellos en un espacio tan reducido como el de aquellas mesas. 
En aquel curso, se había abierto la Facultad de Medicina y en sus aulas se habían matriculado alumnos procedentes de otros países, dato que ahora resultaría extraño consignarlo en esta narración, pero entonces sí que lo era para mí. La Facultad de Medicina estaba justo detrás de la Escuela Normal.
Ya estaba yo disfrutando de la conversación de los dos comensales lo mismo que del plato de lentejas caldosinas que aquel día servían, cuando llegó mi compañero. 
Saludó y mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de la silla, comenzó a hablarme de sus cosas, pero sin perder la atención a lo que los demás decían. En aquel momento, el chico “cubano” mencionó a un tal “Madaleno”, con un deje que me resultaba harto gracioso. 
Hice por centrarme en el exquisito sabor y olor del plato de lentejas que tanto me recordaban a las preparadas por mi abuela María y que yo iba a recoger a su casa, cuando madre tuvo que guardar reposo en cama, durante siete meses, por una pleuresía.
No se le ocurrió otra cosa que darme un leve toque con su pie derecho en el izquierdo mío, justo en el preciso momento en el que la cuchara cargada hasta los bordes estaba ya a medio camino sobre la lengua, por querer controlar la risa, el aire catapultó su contenido y una granizada que alcanzó a mi oponente. Me levanté como un resorte, en verdad dolido, y a la vez que le pedía disculpas le limpié con mi servilleta como mejor pude algunas lentejuelas que le habían alcanzado. Volví a disculparme de la víctima que le quitó importancia, terminé con el postre, me despedí de ellos y salí a la calle.
Tardaría tiempo en volver a disfrutar de aquel comedor; me las fui apañando como pude por los sitios que ya conocía y otro nuevo que encontré en la Plaza del Fontán.

[Nota: ¿Se trataría de Enrique Magdaleno? Según datos encontrados en la Web nació en 1955, por lo que en aquel año que yo escuché su nombre, tenía tan sólo quince.]


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