Para
quien sale de la aldea y llega a cualquier ciudad, por pequeña que
se catalogue, se enfrenta ante un cúmulo de sensaciones y emociones
diversas que van modificando su vida y actitudes.
Sin
dejar de visitar a la familia primera que me dio pensión y a mi tía
abuela María y su sobrina Rosa en el mismo barrio de Vallobín, me
encontré por la calle con
Mis
padres habían alquilado a Filomena la casa en la que nací y a los
pocos años, se la compraron junto con dos fincas en las que
iniciaron su actividad agrícola y ganadera. Corrían malos tiempos,
ocho años después de acabada la guerra y el sueldo de mi padre eran
veinticinco pesetas en las oficinas de Arbitrios, por lo que debía
hacer otras tareas para el pago de los “premios” anuales, que así
se llamaban a los intereses del capital que quedase por amortizar al
final del año, como habían acordado con la vendedora. De las
cuarenta y cinco mil pesetas de la cantidad inicial se irían
descontando los pagos anuales hasta desaparecer la deuda monetaria,
que no la afectiva con Filomena, que jamás se perdió. Hubo años en
los que la balanza económica había sido negativa por causas debidas
tanto a la salud de la familia como a la del ganado y otras
circunstancias aparejadas a los años de posguerra que tocó vivir.
Conocían muy bien las dificultades por las que estaba pasando
Filomena y para ayudarla, acudieron a Rosaurina, hermana de mi abuela
Araceli, que les prestó la cantidad que restaba para el pago
completo de la deuda, al mismo interés anual.
Mi
padre entró a trabajar en la fábrica “Lactosa” del barrio San
Antón en 1955 con un sueldo de cincuenta pesetas hasta que en 1959
en que se cerró, pasó a trabajar en la ganadería de “La Talá”
de Fernando Vega Escandón, para la siega del verano, cobrando
sesenta y cinco pesetas y quedando fijo a partir del verano con el
salario de cien pesetas.
Crucé
la calle para saludarla. Le conté todo lo relacionado con mi
estancia en Oviedo y me dijo que si necesitaba algo ya sabía dónde
residía. Al despedirnos puso en mi mano una moneda de cincuenta
pesetas que yo me negaba a tomar, pero ante su insistencia y por no
parecer descortés acabé aceptándola. En otras ocasiones, la vi
tras el ventanal de la vivienda y la saludaba. Es el último recuerdo
que de ella guardo.
Solía
pasar por la plaza de la Catedral y me gustaba entrar cuando
escuchaba los sones del órgano o bien por contemplar las vidrieras y
la cantería buscando en los arcos, ménsulas y capiteles el “argot”
del que trata Fulcanelli en “El misterio de las catedrales” del
que nos dio noticia el profesor de Química en el instituto, mientras
se tomaba un descanso sentado en el pico de la mesa echando unas
caladinas. Al ser un tema tan interesante para nosotros como para el
mismo narrador, lanzó la pava sin apagar a la papelera y continuó
explicando la tabla periódica de Mendeléyev. Una gran humareda
seguida de llamas nos despertó del letargo del mediodía que algunos
atribuyeron al relato de misterio con que nos regaló el bueno de D.
Claudio.
En
la entrada de la catedral me encontré con
Un
fin de semana me enteré por una vecina que estaba ingresado en el
Hospital Militar
Poco
antes de que se finalizase el primer trimestre del curso, mi
compañero y yo dimos con una pensión en la calle Argüelles, la
“Pensión Pravia”, a pocos metros del “Bar Niza” y de “El
Mesón del labrador” en los que podría cubrir, llegado el caso,
alguna carestía. Quedaba muy cerca la Biblioteca Municipal, el Museo
de Arqueología, varias salas de cine y otras de exposición, el
Parque San Francisco, el Fontán, estaciones de autobuses, Estación
del Vasco y otros servicios más, pero lo más importante era que el
trayecto hasta las clases se acortaba en un tercio de la distancia
con respecto a las anteriores pensiones en las que estuve. Estaba
deseando hacer el cambio, pero antes me acercaría a conocerla y
apalabrar el alquiler.
La
sensación primera fue muy positiva, en lo que respecta al trato de
las dos mujeres que regentaban las ollas y en ese momento, me parecía
lo más importante de todo. Una de ellas que me pareció ser la que
gobernaba aquel negocio, nos enseñó las dos únicas habitaciones
que le quedaban libres, perdidas en un laberinto de pasillos cuyas
maderas crujían a nuestro paso, en los que se percibía un abanico
de olores a humedad, hongos y carcoma propios de las casonas viejas.
Elegimos una en la que había dos camastros, una mesita compartida
sobre una alfombra y un armario viejo que conservaba el estilo del
ebanista por algunas piezas torneadas y otros detalles tallados;
además había un lavabo con un solo grifo, que más parecía una
clepsidra, con un goteo continuo que marcaba los segundos. Quedaba
cerca el único escusado, de aquella ala del edificio con el que
compartía tabique. Al otro lado lindaba con otra habitación que aún
parecía más vieja que la elegida por nosotros, cuyo inquilino
tardaríamos en conocer.
Al
pasar frente a la sala comedor nos explicó los horarios convenientes
para los tres refrigerios y el cierre del portón de entrada del que
tendríamos acceso pasadas las doce, por medio del sereno de la zona.
El ambiente que se respiraba en aquel momento entre los comensales a
la hora de la cena me pareció muy tranquilo y el olor que emanaba de
las humeantes fuentes me recordó la propia casa.
Faltaban
unos días para que finalizase el mes que ya había pagado por
adelantado a la última casera. Mientras tanto, las comidas y cenas
las hacía en la Cocina Económica. Me encantaba por la limpieza,
orden y variedad de platos que había a lo largo de la semana así
como el sabor y la cantidad que iban parejos.
Solía
coincidir con algún compañero y tenía por norma elegir los
asientos de cualquier mesa que quedase incompleta, con el fin de que
quedasen libres las demás mesas para tres o cuatro comensales y con
ello no dar más trabajo a las chicas que cumplían con el obligado
Servicio Social femenino. Unas monjas llevaban la administración y
atendían en el acceso al establecimiento. Había otra entrada por la
que pasaban en fila los usuarios habituales de la institución
exentos de pagar y que, por supuesto, disfrutaban del mismo menú del
día que los de pago y por ese detalle me agradó y animé a seguir
utilizando aquel local con preferencia a otros ya conocidos. Al
terminar de comer, recogía la mesa, costumbre que ya llevaba
aprendida de casa y de las tres pensiones anteriores, lo que me
granjeó el aprecio de las monjas que hasta se interesaban por mis
exámenes y calificaciones.
Un
día que llegué el primero, elegí una mesa que había libre por ser
aún la hora de apertura y, al poco tiempo, entraron dos estudiantes
que me preguntaron si quedaban libres dos de las tres sillas. Les
dije que sí y coloqué mis libros sobre la silla restante en
previsión de que llegase mi compañero.
Los dos chicos charlaban de
sus cosas y yo, siempre abierto a los dialectos y variaciones
fonéticas desde mis clases con el Sr. Neira, les escuchaba con suma
atención y deleite.
El que tenía de frente me pareció cubano, por
el deje de sus expresiones que me recordó a Madeo, compañero de
obra con quien trabajé en la restauración del Palacio de Meré.
El
otro, sentado a mi derecha era evidente, tanto por los rasgos
fisonómicos como por la neutralización fónica de las erres en
eles, tener procedencia asiática. Permanecí en silencio por el
desconocimiento del tema, pero resultaba difícil pasar de ellos en
un espacio tan reducido como el de aquellas mesas.
En aquel curso, se
había abierto la Facultad de Medicina y en sus aulas se habían
matriculado alumnos procedentes de otros países, dato que ahora
resultaría extraño consignarlo en esta narración, pero entonces sí
que lo era para mí. La Facultad de Medicina estaba justo detrás de
la Escuela Normal.
Ya
estaba yo disfrutando de la conversación de los dos comensales lo
mismo que del plato de lentejas caldosinas que aquel día servían,
cuando llegó mi compañero.
Saludó y mientras se quitaba la
chaqueta y la dejaba en el respaldo de la silla, comenzó a hablarme
de sus cosas, pero sin perder la atención a lo que los demás
decían. En aquel momento, el chico “cubano” mencionó a un tal
“Madaleno”, con un deje que me resultaba harto gracioso.
Hice por
centrarme en el exquisito sabor y olor del plato de lentejas que
tanto me recordaban a las preparadas por mi abuela María y que yo
iba a recoger a su casa, cuando madre tuvo que guardar reposo en
cama, durante siete meses, por una pleuresía.
No
se le ocurrió otra cosa que darme un leve toque con su pie derecho
en el izquierdo mío, justo en el preciso momento en el que la
cuchara cargada hasta los bordes estaba ya a medio camino sobre la
lengua, por querer controlar la risa, el aire catapultó su contenido
y una granizada que alcanzó a mi oponente. Me levanté como un
resorte, en verdad dolido, y a la vez que le pedía disculpas le
limpié con mi servilleta como mejor pude algunas lentejuelas que le
habían alcanzado. Volví a disculparme de la víctima que le quitó
importancia, terminé con el postre, me despedí de ellos y salí a
la calle.
Tardaría
tiempo en volver a disfrutar de aquel comedor; me las fui apañando
como pude por los sitios que ya conocía y otro nuevo que encontré
en la Plaza del Fontán.
[Nota: ¿Se trataría de Enrique Magdaleno? Según datos encontrados en la Web nació en 1955, por lo que en aquel año que yo escuché su nombre, tenía tan sólo quince.]
[Nota: ¿Se trataría de Enrique Magdaleno? Según datos encontrados en la Web nació en 1955, por lo que en aquel año que yo escuché su nombre, tenía tan sólo quince.]
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