domingo, 25 de agosto de 2019

124.- Segundo curso en la Escuela Normal

Después del precedente capítulo, que resulta estar a caballo entre dos momentos narrativos bien distintos, dejo el tema militar para los siguientes y me quedo como estaba en el ámbito estudiantil.
Corría el curso 1970/71. Aún estando en la pensión de la "Prolongación Fray Ceferino" con la segunda familia de “acogida”, y como en el trato de las cien pesetas diarias, entraba nada más que el desayuno, mi compañero y yo nos buscábamos la vida en distintos comedores que fuimos conociendo por el centro de la ciudad. También hacíamos acopio de recursos que guardábamos en la maleta, bajo la cama. Lo que más echaba a faltar en el desayuno era la leche para diluir el cafe. No me bastaba con una nube ni el pocillo que nos ponían, por lo que en "Botas", que fue el primer supermercado que conocí en la calle Uria, adquirí uno y un paquete de cacao para remojar las sopas con galletas y pan de la hogaza de León que merqué en el Fontán. En una tienda de barrio que pertenecía a uno de los vecinos de la barriada de edificios de los Económicos, adquiría el sustento.  A cuenta de ello un día me dijo el tendero si podría darle clases a su hijo. Me pareció oportuno y no podía negarme, pues en el mismo bloque también le daba clases a otro chaval, hijo de uno de los maquinistas de Económicos casado en Parres con A. Mª. Quintana.  Dicho sea de paso, este matrimonio habló con mis padres el día de santa Marina de la posibilidad de que me quedase desde un principio con ellos de pensión, pero algún cambio en la estructura laboral de la familia lo hizo inviable en septiembre. Justamente el mismo día surgieron otras dos posibilidades también de gentes del pueblo: una pensión de estudiantes en el mismo centro urbano de Estelita J. y el piso en Vallobín por la que me decanté y que ya comenté.

Me di cuenta que no les gustaría saber los apaños que hacíamos para suplir el desayuno, en menoscabo del que nos daban,  y lo guardaba bajo llave en la maleta de cartón bajo mi cama. 
Así recuerdo la ocasión, en la que el “Poícu” mercó una partida de cecina de “León”, tal como le dijo el vendedor ambulante que pasó por allí voceando su mercancía. A partir de entonces tuve el concepto equivocado sobre la cecina, pues la creía  de fibrosa como el sobéu que sujeta el yugo al carro. Hoy, estoy por asegurar que aquélla la habría sacado de algún zoológico, que no de la provincia vecina. 
Acabamos frecuentando un bar en la calle Campoamor en el que daban pote diario y variado, pero fijo en cuanto al día de la semana. Yo evitaba acudir, creo que eran los martes, cuando en el menú aparecían los callos, por una mala experiencia tenida en otro comedor. 
Aquí se daban cita obreros de una empresa de construcción con los que yo me sentí bien escuchando sus cuitas con el trabajo. De otra cosa no se hablaba. Menos, de política. Nadie se hubiese atrevido a comentar los carteles que ya habían sido colgados de diversos edificios públicos, en farolas y vallas, donde nos recordaban los 25 años de paz que disfrutábamos. Algún grafitero había estampado su opinión resumida con un "Farias" y un huevo. No estaban los tiempos para ello. Algunos compañeros de mesa,  usaban de las mismas chanzas y conversaciones que yo había oído en las otras plantillas por las que yo había pasado. 
En el aire del comedor se percibía una paleta de olores que me daba referencia del oficio de cada uno de ellos, ya fuese albañil, fontanero, calderero, carpintero, electricista o pintor, en sus manos, en sus ropas y confirmado por su conversación. Aquella hora del almuerzo entre las dos mitades de la jornadas obligatoria no les daba más que para acicalarse un poco, cambiar el casco por la boina que al entrar en aquel refectorio quitaban en señal de respeto y la metían bajo el cinturón.
El lenguaje político usado en público era subliminal, diríase gestual. Nadie estaba seguro si entre los comensales no hubiese algún polizón. Yo mismo podría parecerlo. 
¡Jajaja! ¡Lástima de fotos. 

Había heredado un gabardina de época de un tío indiano venido de  Atlanta que me gustaba en demasía por la cantidad de artilugios que llevaba. El embozo me cubría la boca del frío relente invernal de Vetusta. Era talar y ceñida la cintura, con las hombreras y una solapa que sujetaba al pecho, me daba aspecto de todo menos que de estudiante. Así que me la quitaba antes de empujar tan siquiera la puerta del local y subir al comedor de la cena. Echaba en falta a los colegas de la construcción. A esa hora, ellos estarían en sus respectivas pensiones, quizás también abriendo sus zulos de comida a escondidas de la patrona. En cambio, me encontré con  otros tipos, algunos con una gabardina bastante parecida a la mía, bajo la que se ocultaba algún otro distintivo que no me hizo ninguna gracia. Así es como decidí cambiar de lugar y anduve un tiempo probando aquí y allá.
 
Otro lugar que descubrimos estaba en un piso sobre los Juzgados de la “Plaza del Ayuntamiento”, para cuando debía acudir a la Biblioteca Municipal, de la que estaba cerca. A las tres de la tarde, se entraba en las clases a pasar las seis horas de seguido, salvo que faltase algún profesor y nos podíamos acercar a una cafetería,  el “Mesón del estudiante”  de “González Besada” donde servían pinchos de tortilla a tres pesetas, que tomaba como merienda. 
A la salida, por el invierno, recuerdo pasar por cerca de la plaza de la Catedral, a mano izquierda, estaba el “Hogar del Productor” donde me ponían un bocadillo de mejillones de “Albo” y una cerveza por cinco pesetas en total. 
Conocí otros: en la plaza “El Fontán”, en la calle “El Rosal” uno perteneciente a un llanisco, de apellido San Pedro donde se quedaba una sobrina suya, compañera mía de Magisterio y también del Instituto en Llanes. 
Pero pronto di con el sitio mejor que se acomodaba a mi horario de clases, menús  que ofrecía y la presencia, sabor y ambiente que allí había, además de la estabilidad de los precios. Era ni más ni menos que “La Cocina Económica”. Estaba atendida por Hermanas de la Caridad y un equipo de chicas estudiantes que cumplían el obligado Servicio Social, como yo habría de cumplir sin tardar, el Servicio Militar. No sabría decir con seguridad, el precio de cada menú. Creo que en un principio se pagaban diez pesetas y con posterioridad lo llegué a pagar a veinte, porque seguí yendo en el curso siguiente. 
Ese dispendio mío en comidas aparte del pago por la pensión y desayuno pude sostenerlo a cuenta de las dos clases particulares a domicilio, que ya dije, diariamente hacía. Había vuelto a conseguir la prórroga de la beca, por haber aprobado todas las asignaturas en junio, lo que me permitió mayor holgura para no depender de los escasos recursos del campo y comprar los libros de texto y otros que para complemento aconsejaban tener a mano que me surtía de las librerías Cervantes y Santa Teresa.
Las clases eran más duras cada vez, pero el trato de buenos compañeros me sirvió de mucho apoyo. Solíamos reunirnos varios en las inmediaciones de la Escuela para repasar los apuntes cuando me percaté de la cantidad de fallas que en ellos tenía, a pesar de estar siempre atento a las explicaciones de todas las asignaturas, que ya de por sí eran muchas, pero la de Dibujo lineal, se había geminado en otra dedicada a la Historia del Arte, dada por otra profesora. Así como en la de Manualidades, que era mayormente un tocho de apuntes dedicado a la cultura en las distintas Regiones, habían sacado otra clase en la que se nos exigía entregar trabajos manuales para cuya ejecución había que adquirir diversos materiales. 
El caso es que al cotejar mis apuntes, me di cuenta de los errores en los mismos, esencialmente en anglicismos que algunos profesores usaban y que por mi desconocimiento no sabía reproducir gráficamente. 
Ese detalle y otros que después advertí, me hizo acudir a la consulta de “Navarro Óptico” que había en "Uría" donde se me detectó una miopía “escolar”, debida al estudio con mala iluminación, eso me dijeron. Al día siguiente fui a recoger las gafas y, al usarlas en clase, vi a la perfección los apuntes de la lejana pizarra, los nítidos y variados tonos de colores en los coches.  Las agujas del reloj de la Escandalera al bajar por "Marqués de Santa Cruz", sin necesidad de fruncir el ceño como tenía que hacer hasta entonces. Salíamos a las nueve de la noche de la última de las seis clases diarias. Tenía que solucionar la cena por el camino y pasar a limpio con la “Lettera 32” los apuntes tomados además de repasar algún tema de los libros. Dejaría algo para el día siguiente, que no era poco, desde las ocho hasta la hora de comer. 
Eché de menos a ratos, el jornal de las nueve horas, del que volvía a casa cansado, pero creía en lo que estaba haciendo y esperaba con ilusiones el futuro. 

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