A
la calle Argüelles se la podía considerar como una de las arterias
entre las más transitadas de la ciudad. Un rosario de
establecimientos alineados en ambas aceras estaban dedicados al buen
beber y comer, aparte de ser tránsito rodado entre Uría y el cruce
del “Campo los patos”, por el que se salía hacia las dos cuencas
del Nalón y el Caudal, Avilés, Gijón y la zona oriental. Gozaba de
la cercanía de puntos importantes como el Teatro Campoamor y el
Filarmónica, la Biblioteca Pública, la Plaza de la Catedral, museo
Arqueológico, Universidad, estación “El Vasco”, autobuses
Alvargonzález en la calle Víctor Chávarri y ALSA, en la calle
Caveda.
A
partir de las doce de la noche, la puerta de la Pensión Pravia,
normalmente abierta de par en par durante el día, echaba la cancela
para propios y extraños. Cuando esto ocurría, generalmente, algún
día del fin de semana, tuvimos que esperar sentados en la
escalerilla de entrada, después de vocear como se acostumbraba:
¡Sereno! Y se dejaba sentir a lo lejos la cachaba en las baldosas sueltas de la
acera, a ritmo de su cojera. Lad salidas laborales para los mutilados
de la guerra civil eran muy diversas, como la de guardas forestales, guardarríos,
alguaciles en los ayuntamientos, conserjes de instituto, serenos o de vigilantes nocturnos en empresas y otros cargos parecidos. Fue una
forma de pagarles por los años de fidelidad al régimen que detentaba el
gobierno de la nación desde hacía tres décadas.
Cuando
llegó ante la puerta eligió, con la precisión que da la veteranía en cualquier oficio, la llave adecuada de un conjunto de ellas que colgaba de un
aro. Con su gorra y traje gris, parecido al de la policía nacional, ya daba un mucho de respeto y cierta seguridad perfilada en la seriedad de su
rostro y reforzada por el báculo que le ayudaba en su ranqueante callejear y que colgaba de su brazo izquierdo cuando se disponía a abrír la reja que precedía a la puerta. Se ponía a un lado para dejarnos pasar mientras sostenía la puerta con una mano y
dejaba la otra abierta a la espera de nuestra gratitud. Yo lo tenía
ya acostumbrado a la propina, de darle toda la calderilla que guardaba apartada
para él, procurando que no llegase al duro, moneda unidad que había sustituido a la "rubia", ya de por sí devaluada, en todas las transacciones populares como mercados y ferias. Sólo los ricos hablaban de la peseta, con tal de poder codearse con los millonarios. Un duro era de bastante valor convertible en un pincho de tortilla en los sitios que yo solía frecuentar como "El Peña Tú" regentado por Ramonín Guerra, natural de Puertas, cuando esperaba la salida del tren los viernes o me bajaba de él los domingos.
Le daba las buenas noches, al sereno que volvía a cerrar la puerta de la pensión.
Una
noche de tantas otras que coincidí en la espera con mi tocayo y compañero, como le vi a él rebuscar en el bolsillo para darle la propina, pasé delante
y me despedí del sereno con un “muy buenas noches”. Como era
habitual, ya su mano derecha esperaba en forma de garciella, nos dio también
las buenas noches, momento antes de que el poícu depositara en el huesudo cepo la poca calderilla que se topó por el bolsillo faltriquera de su traje de tergal.
La recia y pesada puerta se cerró sola por el resorte, con un quejido quizás aprendido varios siglos atrás junto al carbayón con cuyo gentilicio se denominan a los habitantes de Vetusta, pero a través de las gruesas tablas de roble dejó pasar una
sarta de improperios suavizados por el acento de Tineo del funcionario.
–
¿Cuánto le diste? – le pregunté.
–
¡Una peseta, entre perras gordas y perrinas!
–
La próxima noche que lo llamemos, vamos a tener que dormir al
relente, me parece a mí – dije socarrón.
Al
doblar la última esquina del pasillo, vimos que la misteriosa
habitación que había vecina a la nuestra tenía el cuarterón
entreabierto. No pudimos aguantar nuestra curiosidad; con la luz
amarillenta de una pequeña linterna que llevaba, enfoqué al fondo
del cuartucho y nuestra vista descubrió un tonel de madera como de
unos cien litros de capacidad, puesto de pie y nuestro olfato nos regaló con el
aroma de las flores convertidas en rica miel.
A
la hora del desayuno, me llevaría una gran sorpresa. Justo tenía
enfrente mío al melero que recorría las aldeas con periodicidad anual. Se
anunciaba con los acordes de una flauta de tubos, de sonido parecido
al que usaban los afiladores y a los cuatro vientos promocionaba su
dorado producto: “Melero, miel. La rica miel de la Alcarria”
Yo
recordé cuando crío de salir a la Bolerina, a comprarle un jarrón
de miel que teníamos para tal menester. Lo veía, como niño que
era, grande, amable, o quizás lo asociaba a los picos de pan
rellenos de miel de la merienda. Llevaba colgado al hombro de una
alforja de cuero un par de cuencos y una garcilla de madera de olivo
con la que llenaba mi jarra.
Ahora,
unos años después, me pareció mayor, con la barba entrecana, pero
no me corté en decirle de cuándo y dónde yo le recordaba. Terminamos el desayuno, y le pregunté si podría venderme un tarro de los
que consigo llevaba para vender por los pisos. Me dijo que si no me
importaba, a la mañana siguiente me lo traería en el momento del
desayuno. Por la mañana partiría – me dijo – a su tierra para regresar bien entrado el verano y hacer los recorridos
por las aldeas.
Fue la última vez que lo vi. Por la mañana, cuando pregunté por
él, me dijo la patrona que había madrugado, pero que le había
dejado un tarro de miel para mí y que no había querido cobrárselo de
ninguna manera.
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