miércoles, 18 de diciembre de 2019

127.- ¡Las doce en punto y Sereno, va!



A la calle Argüelles se la podía considerar como una de las arterias entre las más transitadas de la ciudad. Un rosario de establecimientos alineados en ambas aceras estaban dedicados al buen beber y comer, aparte de ser tránsito rodado entre Uría y el cruce del “Campo los patos”, por el que se salía hacia las dos cuencas del Nalón y el Caudal, Avilés, Gijón y la zona oriental. Gozaba de la cercanía de puntos importantes como el Teatro Campoamor y el Filarmónica, la Biblioteca Pública, la Plaza de la Catedral, museo Arqueológico, Universidad, estación “El Vasco”, autobuses Alvargonzález en la calle Víctor Chávarri y ALSA, en la calle Caveda.
A partir de las doce de la noche, la puerta de la Pensión Pravia, normalmente abierta de par en par durante el día, echaba la cancela para propios y extraños. Cuando esto ocurría, generalmente, algún día del fin de semana, tuvimos que esperar sentados en la escalerilla de entrada, después de vocear como se acostumbraba: ¡Sereno! Y se dejaba sentir a lo lejos la cachaba en las baldosas sueltas de la acera, a ritmo de su cojera. Lad salidas laborales para los mutilados de la guerra civil eran muy diversas, como la de guardas forestales, guardarríos, alguaciles en los ayuntamientos, conserjes de instituto, serenos o de vigilantes nocturnos en empresas y otros cargos parecidos. Fue una forma de pagarles por los años de fidelidad al régimen que detentaba el gobierno de la nación desde hacía tres décadas.
Cuando llegó ante la puerta eligió, con la precisión que da la veteranía en cualquier oficio, la llave adecuada de un conjunto de ellas que colgaba de un aro. Con su gorra y traje gris, parecido al de la policía nacional, ya daba un mucho de respeto y cierta seguridad perfilada en la seriedad de su rostro y reforzada por el báculo que le ayudaba en su ranqueante callejear y que colgaba de su brazo izquierdo cuando se disponía a abrír la reja que precedía a la puerta. Se ponía a un lado para dejarnos pasar mientras sostenía la puerta con una mano y dejaba la otra abierta a la espera de nuestra gratitud. Yo lo tenía ya acostumbrado a la propina, de darle toda la calderilla que guardaba apartada para él, procurando que no llegase al duro, moneda unidad que había sustituido a la "rubia", ya de por sí devaluada,  en todas las transacciones populares como mercados y ferias. Sólo los ricos hablaban de la peseta, con tal de poder codearse con los millonarios. Un duro era  de bastante valor convertible en un pincho de tortilla en los sitios que yo solía frecuentar como "El Peña Tú"  regentado por Ramonín Guerra, natural de Puertas, cuando esperaba la salida del tren los viernes o me bajaba de él los domingos.  
Le daba las buenas noches, al sereno que volvía a cerrar la puerta de la pensión.
Una noche de tantas otras que coincidí en la espera con mi tocayo y compañero, como le vi a él rebuscar en el bolsillo para darle la propina, pasé delante y me despedí del sereno con un “muy buenas noches”. Como era habitual, ya su mano derecha esperaba en forma de garciella, nos dio también las buenas noches, momento antes de que el poícu depositara en el huesudo cepo la poca calderilla que se topó por el bolsillo faltriquera de su traje de tergal. 
La recia y pesada puerta se cerró sola por el resorte, con un quejido quizás aprendido varios  siglos atrás junto al carbayón con cuyo gentilicio se denominan a los habitantes de Vetusta, pero a través de las gruesas tablas de roble dejó pasar una sarta de improperios suavizados por el acento de Tineo del funcionario.
– ¿Cuánto le diste? – le pregunté.
– ¡Una peseta, entre perras gordas y perrinas!
– La próxima noche que lo llamemos, vamos a tener que dormir al relente, me parece a mí – dije socarrón.
Al doblar la última esquina del pasillo, vimos que la misteriosa habitación que había vecina a la nuestra tenía el cuarterón entreabierto. No pudimos aguantar nuestra curiosidad; con la luz amarillenta de una pequeña linterna que llevaba, enfoqué al fondo del cuartucho y nuestra vista descubrió un tonel de madera como de unos cien litros de capacidad, puesto de pie y nuestro olfato nos regaló con el aroma de las flores convertidas en rica miel.
A la hora del desayuno, me llevaría una gran sorpresa. Justo tenía enfrente mío al melero que recorría las aldeas con periodicidad anual. Se anunciaba con los acordes de una flauta de tubos, de sonido parecido al que usaban los afiladores y a los cuatro vientos promocionaba su dorado producto: “Melero, miel. La rica miel de la Alcarria”
Yo recordé cuando crío de salir a la Bolerina, a comprarle un jarrón de miel que teníamos para tal menester. Lo veía, como niño que era, grande, amable, o quizás lo asociaba a los picos de pan rellenos de miel de la merienda. Llevaba colgado al hombro de una alforja de cuero un par de cuencos y una garcilla de madera de olivo con la que llenaba mi jarra.
Ahora, unos años después, me pareció mayor, con la barba entrecana, pero no me corté en decirle de cuándo y dónde yo le recordaba. Terminamos el desayuno, y le pregunté si podría venderme un tarro de los que consigo llevaba para vender por los pisos. Me dijo que si no me importaba, a la mañana siguiente me lo traería en el momento del desayuno. Por la mañana partiría – me dijo – a su tierra para regresar bien entrado el verano y hacer los recorridos por las aldeas. 
Fue la última vez que lo vi. Por la mañana, cuando pregunté por él, me dijo la patrona que había madrugado, pero que le había dejado un tarro de miel para mí y que no había querido cobrárselo de ninguna manera.



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