Inicio del Bachillerato superior
Dejé
la obra el víspera de Nuestra Señora de la Guía, fiesta local de
Llanes que aquel año caía de viernes; el lunes siguiente se
abrirían las puertas del instituto a un nuevo curso. Después de
aquellos catorce meses rodando por distintas empresas, encontraba
rara la poca actividad física a que estaba sometido, salvo las
labores del campo de las que nunca me evadí, ni tampoco anhelaba con
fervor, dada la menguada prestación económica que para la familia
aportaban, en comparación con los sueldos percibidos como peón, aún
sin ser tampoco altos. Poco a poco me hice a la idea de que el
estudio también era una forma de trabajo, cuyo pago percibiría a
largo plazo, eso si lograba la meta que me había movido a
continuarlo.
Algunos
de mis nuevos compañeros de aula, cinco años más jóvenes que yo,
colocaron el listón muy alto y eso nos favoreció al conjunto. No
recuerdo que estuviera alguno con los que había coincidido en el
último curso de cuarto y apenas me vienen a la memoria los nombres
de los nuevos que no fueran entre los más destacados: Germán Abad
Cuadriello, de San Roque, era el líder incontestable de todos, el
que encabezaba la lista por los apellidos y por su capacidad de
estudio y del que considero entre los mejores amigos que conocía
aquel año, a su lado Álvaro de Naves, Fidel Llano de Nueva, Miguel
A. Bilbao de Niembru, José Antonio González Bode y su hermano
pensionados en el Colegio Menor, junto con J. Luis Iguanzo; Antonio
Núñez Martín de Pancar, Javier Concha de los Callejos, hermanos
Frade Valle de Pría, J. A. Echave Oyarbide de Buelles, Tarno y
Ramonín Martínez Sobrino de Póo, Celestino Burgos Tapia, J.
Alberto Pintado González, Celedonio
Torre, Fidalgo
Pacios, Gonzalo
Villarías y Javier Ojeda Gutiérrez de Llanes; y
otros
muchos más que me volverán a la memoria en cuanto dé por
finalizado este relato. Como
viene al caso con el hijo de D. Andrés Moral, maestro en Poo, que
habiendo acabado la carrera de Magisterio, como hasta ese año se
accedía teniendo tan sólo el Bachiller de 4º y por no tener
oposiciones, decidió hasta que se convocasen, obtener el título del
Bachiller de 6º, de ahí que lo recuerde en el aula conmigo ese
primer curso, pero no así al año siguiente en el 6º, sin saber el
motivo. Junto a los nombres o apellidos me vienen recuerdos
de sus caras,
de
sus tics
o
de sus gestos
a medida que los
voy
nombrando.
En
los recreos y tiempos muertos por falta de profesor, escapábamos
según el tiempo del que dispusiéramos y la meteorología, para
deambular de un extremo
a otro o sentarnos
en los bancos
a ver desfilar los grupos de
chicas, con la ilusión de descifrar el mensaje de una mirada perdida
o del menor gesto y que
obraba
en
nosotros el mismo efecto de los rayos de sol perdidos entre las
marañas de ramas ya sea de los tamarindos en
el paseo “San Pedro” como de los arces en el “Posada Herrera”.
El
instituto se denominaba mixto por el hecho de atender en sus aulas al
alumnado de los dos géneros, pero la decencia moral de aquellos
inmorales años de la dictadura no permitía la coeducación ni tan
siquiera en las filas de entrada al edificio, mucho
menos en las aulas, ni
en las escaleras, que por tal motivo, se usaban los dos tramos para
separarnos,como si ese fuese el motivo y no el de la seguridad del
desalojo en caso de incendio.
Sólo
en el tramo primero de las escaleras coincidíamos, con la entrada
rigurosamente en fila india, mientras el profesor de guardia vigilaba
en
medio del descansillo, paso angosto y promiscuo a entender de la
dirección del centro. Se
exceptuaban las
excursiones en autobús, viajes
de estudio y pasos de ecuador a las que, por causas esencialmente
económicas a
no pocas, me vi privado de ir.
En
una de esas entradas, al juntarnos en el descansillo, alguien me
pidió el cuaderno de Química que yo al momento busqué en mi maletu
para entregárselo justo al llegar al siguiente rellano. En completo
silencio, me dio las gracias con sus dos gemas pulidas de azabache
que desde entonces adiviné, juguetonas al escondite bajo sus oscuras
guedejas.
Del
resto de compañeros de hacía dos cursos, unos pocos que habían
repetido seguían conmigo, otros más andaban por el grado superior y
no pocos habían dejado los estudios, los más afortunados trabajaban
en el Ayuntamiento, Caja de Ahorros, Banco Santander y demás
entidades bancarias de Llanes, como también en la “Eléctrica
Bedón”, Oficina de Correos, Estación de Económicos, Imprenta de
“El Oriente de Asturias”; como botones en el Casino o como
mancebos en alguna de las Farmacias de Llano, Buj o Mijares. Quienes
despachando en el ramo ferretero de R. Sobrado, A. Alonso o F.
Delgado como camareros en “El Pinín”, en “El Palacios”,
“Casa Ángel”, “Covadonga” o “Colón” cuando no en
pastelerías, pescaderías, carnicerías, tahonas, ultramarinos,
talleres mecánicos, serrería o carpinterías que de todo ello
abundaba en la villa.
Los
menos comenzaron estudios tecnológicos en La Escuela Laboral de
Gijón, cuando los más salieron a la mar o se quedaron en el campo.
Un considerable número de compañeros siguieron la ruta de sus
padres en la emigración o fueron los pioneros de la familia hacia
nuevas singladuras. No me costó adaptarme, acostumbrado que estaba
al horario de la jornada laboral, me hacía sentir que perdía el
tiempo cuando fallaba alguna de las clases por falta de profesor. La
diferencia de edad con la mayoría de mis condiscípulos me cortaba y
aquellos dos cursos que me faltaban para iniciar los estudios
pretendidos, se me hicieron eternos. Hoy lo veo con otra mirada y me
compadezco de no haberlos disfrutado a tope.
Desde
mi pupitre, a través de las ventanas del aula veía las grúas
erguirse por entre los ocres tejados de los viejos edificios de
Llanes.
Aquel
curso tendría nuevos profesores: Humberto Migoya para las
Matemáticas; Vicente Cogolludo para el Dibujo lineal, Gregorio
Méndez del Pozo para Religión, Olga Rey Vidal para Francés, J.
Claudio Pérez para la Química, J. L. Pérez Galdós para el
Laboratorio y D. Teodoro, director del Colegio Menor, para la Ed.
Física. D. Jesús García-Fernández Llerandi seguía para F.E.N,
cuya sigla me resisto a traducirles.
Sin
embargo, a todos, sin excepción, me obliga el mejor de los
recuerdos, pues de todos creo haber tomado lo que me pareció mejor y
evitar sus fallos, cuando los hubo. Pienso que cada uno es, en gran
medida, el producto de la elección que hace. En las edades que
narro, es muy importante la influencia de los profesores para la
formación de la personalidad, aunque sea difícil determinar qué
rasgo se toma de cada uno de ellos, máxime en llevar a cabo la
actividad docente cuando al paso de unos años más habría de
iniciarme como ellos en la tarea de la enseñanza.
Especial
mención, en esta etapa mía del bachiller, hago de José Luis Pérez
Galdós, profesor cuya dedicación al instituto me pareció siempre
plena. De él aprendí a no medir el tiempo dedicado a los alumnos
que desean aprender. Quién nos iba a decir, caro profesor, que tras
aquella entrada tuya poco triunfal en tu Lambreta por la avenida de
La Concepción, habrías de quedar para toda tu vida atrapado por el
paisanaje de Llanes y náufrago al final en una espesa nieblina que
acabó cubriendo con su manto tu preclaro raciocinio.
De
Mª Consuelo Escalera Bustio, me quedé con su tranquila presencia,
la gran paciencia que demostraba en su explicaciones y la
consideración que como alumnos nos tenía, de su familiar trato y
amabilidad, asegurando el orden sin gritos ni voces, ni amenazas de
castigos. Lo mismo que dije de José Luis, pues de entre mis
profesores, creo que son los únicos que persistieron en jubilarse en
el Instituto a cuya función de educar aportaron de su parte un
enorme grano de arena.
De
D. J. Claudio Pérez, es decir. Claudio, como él pretendía que le
llamáramos, me valió su tesón por hacerse comprender en las
explicaciones a pesar de nuestra dificultad en comprender el orden
atómico de la materia y el complejo mundo de los moles. No me pasó
por alto que un día en clase, con motivo de la explicación de las
transmutaciones atómicas de los elementos de la tabla periódica,
nos aconsejara la lectura de uno de los primeros libros que leí
fuera de los de literatura. Se trataba de “El
retorno de los brujos”,
obra alquimista de Louis Pauwels y Jacques Bergier, publicada ya en
1960 y que posteriormente completé con el siguiente tomo, “La
rebelión de los brujos” y
que me sirvió para sobrellevar la árida materia e incluso a gustar
de ella. Le vi sufrir en la palestra su recién estrenada profesión,
completando en el encerado largas reacciones químicas que se
resistían a ser ajustadas antes que sonase el toque de cambio de
hora y que ofrecía a terminarla para el siguiente día. Así aprendí
de su humilde sinceridad, preferible antes que darnos una información
falsa, lo que hizo que creciera para mí su valor como docente.
Percibí
una ayuda, especie de beca a los estudios, a petición de varios de
los profesores del claustro que conocían mi trabajo por las obras:
Carmen Rosa, Consuelo, Claudio, D. Manuel y puede que algunos más
hayan sido mis mentores. Ese año tuve gratis la mitad del coste de
los libros y la mitad de la factura del comedor del centro que eran,
creo recordar, dieciocho pesetas el menú.
Sólo
me quedé a comer los días de temporal de los meses de invierno. Mi
padre había empezado a trabajar en la primera instalación de la
línea eléctrica que la empresa Viesgo hizo desde Cabrales a Llanes
y yo no necesitaba llevarle la comida.
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