lunes, 27 de julio de 2015

99.- Continuación en el Instituto

Inicio del Bachillerato superior
Dejé la obra el víspera de Nuestra Señora de la Guía, fiesta local de Llanes que aquel año caía de viernes; el lunes siguiente se abrirían las puertas del instituto a un nuevo curso. Después de aquellos catorce meses rodando por distintas empresas, encontraba rara la poca actividad física a que estaba sometido, salvo las labores del campo de las que nunca me evadí, ni tampoco anhelaba con fervor, dada la menguada prestación económica que para la familia aportaban, en comparación con los sueldos percibidos como peón, aún sin ser tampoco altos. Poco a poco me hice a la idea de que el estudio también era una forma de trabajo, cuyo pago percibiría a largo plazo, eso si lograba la meta que me había movido a continuarlo.
Algunos de mis nuevos compañeros de aula, cinco años más jóvenes que yo, colocaron el listón muy alto y eso nos favoreció al conjunto. No recuerdo que estuviera alguno con los que había coincidido en el último curso de cuarto y apenas me vienen a la memoria los nombres de los nuevos que no fueran entre los más destacados: Germán Abad Cuadriello, de San Roque, era el líder incontestable de todos, el que encabezaba la lista por los apellidos y por su capacidad de estudio y del que considero entre los mejores amigos que conocía aquel año, a su lado Álvaro de Naves, Fidel Llano de Nueva, Miguel A. Bilbao de Niembru, José Antonio González Bode y su hermano pensionados en el Colegio Menor, junto con J. Luis Iguanzo; Antonio Núñez Martín de Pancar, Javier Concha de los Callejos, hermanos Frade Valle de Pría, J. A. Echave Oyarbide de Buelles, Tarno y Ramonín Martínez Sobrino de Póo, Celestino Burgos Tapia, J. Alberto Pintado González, Celedonio Torre, Fidalgo Pacios, Gonzalo Villarías y Javier Ojeda Gutiérrez de Llanes; y otros muchos más que me volverán a la memoria en cuanto dé por finalizado este relato. Como viene al caso con el hijo de D. Andrés Moral, maestro en Poo, que habiendo acabado la carrera de Magisterio, como hasta ese año se accedía teniendo tan sólo el Bachiller de 4º y por no tener oposiciones, decidió hasta que se convocasen, obtener el título del Bachiller de 6º, de ahí que lo recuerde en el aula conmigo ese primer curso, pero no así al año siguiente en el 6º, sin saber el motivo. Junto a los nombres o apellidos me vienen recuerdos de sus caras, de sus tics o de sus gestos a medida que los voy nombrando.
En los recreos y tiempos muertos por falta de profesor, escapábamos según el tiempo del que dispusiéramos y la meteorología, para deambular de un extremo a otro o sentarnos en los bancos a ver desfilar los grupos de chicas, con la ilusión de descifrar el mensaje de una mirada perdida o del menor gesto y que obraba en nosotros el mismo efecto de los rayos de sol perdidos entre las marañas de ramas ya sea de los tamarindos en el paseo “San Pedro” como de los arces en el “Posada Herrera”.
El instituto se denominaba mixto por el hecho de atender en sus aulas al alumnado de los dos géneros, pero la decencia moral de aquellos inmorales años de la dictadura no permitía la coeducación ni tan siquiera en las filas de entrada al edificio, mucho menos en las aulas, ni en las escaleras, que por tal motivo, se usaban los dos tramos para separarnos,como si ese fuese el motivo y no el de la seguridad del desalojo en caso de incendio. Sólo en el tramo primero de las escaleras coincidíamos, con la entrada rigurosamente en fila india, mientras el profesor de guardia vigilaba en medio del descansillo, paso angosto y promiscuo a entender de la dirección del centro. Se exceptuaban las excursiones en autobús, viajes de estudio y pasos de ecuador a las que, por causas esencialmente económicas a no pocas, me vi privado de ir.
En una de esas entradas, al juntarnos en el descansillo, alguien me pidió el cuaderno de Química que yo al momento busqué en mi maletu para entregárselo justo al llegar al siguiente rellano. En completo silencio, me dio las gracias con sus dos gemas pulidas de azabache que desde entonces adiviné, juguetonas al escondite bajo sus oscuras guedejas.
Del resto de compañeros de hacía dos cursos, unos pocos que habían repetido seguían conmigo, otros más andaban por el grado superior y no pocos habían dejado los estudios, los más afortunados trabajaban en el Ayuntamiento, Caja de Ahorros, Banco Santander y demás entidades bancarias de Llanes, como también en la “Eléctrica Bedón”, Oficina de Correos, Estación de Económicos, Imprenta de “El Oriente de Asturias”; como botones en el Casino o como mancebos en alguna de las Farmacias de Llano, Buj o Mijares. Quienes despachando en el ramo ferretero de R. Sobrado, A. Alonso o F. Delgado como camareros en “El Pinín”, en “El Palacios”, “Casa Ángel”, “Covadonga” o “Colón” cuando no en pastelerías, pescaderías, carnicerías, tahonas, ultramarinos, talleres mecánicos, serrería o carpinterías que de todo ello abundaba en la villa.
Los menos comenzaron estudios tecnológicos en La Escuela Laboral de Gijón, cuando los más salieron a la mar o se quedaron en el campo. Un considerable número de compañeros siguieron la ruta de sus padres en la emigración o fueron los pioneros de la familia hacia nuevas singladuras. No me costó adaptarme, acostumbrado que estaba al horario de la jornada laboral, me hacía sentir que perdía el tiempo cuando fallaba alguna de las clases por falta de profesor. La diferencia de edad con la mayoría de mis condiscípulos me cortaba y aquellos dos cursos que me faltaban para iniciar los estudios pretendidos, se me hicieron eternos. Hoy lo veo con otra mirada y me compadezco de no haberlos disfrutado a tope.
Desde mi pupitre, a través de las ventanas del aula veía las grúas erguirse por entre los ocres tejados de los viejos edificios de Llanes.
Aquel curso tendría nuevos profesores: Humberto Migoya para las Matemáticas; Vicente Cogolludo para el Dibujo lineal, Gregorio Méndez del Pozo para Religión, Olga Rey Vidal para Francés, J. Claudio Pérez para la Química, J. L. Pérez Galdós para el Laboratorio y D. Teodoro, director del Colegio Menor, para la Ed. Física. D. Jesús García-Fernández Llerandi seguía para F.E.N, cuya sigla me resisto a traducirles.
Sin embargo, a todos, sin excepción, me obliga el mejor de los recuerdos, pues de todos creo haber tomado lo que me pareció mejor y evitar sus fallos, cuando los hubo. Pienso que cada uno es, en gran medida, el producto de la elección que hace. En las edades que narro, es muy importante la influencia de los profesores para la formación de la personalidad, aunque sea difícil determinar qué rasgo se toma de cada uno de ellos, máxime en llevar a cabo la actividad docente cuando al paso de unos años más habría de iniciarme como ellos en la tarea de la enseñanza.
Especial mención, en esta etapa mía del bachiller, hago de José Luis Pérez Galdós, profesor cuya dedicación al instituto me pareció siempre plena. De él aprendí a no medir el tiempo dedicado a los alumnos que desean aprender. Quién nos iba a decir, caro profesor, que tras aquella entrada tuya poco triunfal en tu Lambreta por la avenida de La Concepción, habrías de quedar para toda tu vida atrapado por el paisanaje de Llanes y náufrago al final en una espesa nieblina que acabó cubriendo con su manto tu preclaro raciocinio.
De Mª Consuelo Escalera Bustio, me quedé con su tranquila presencia, la gran paciencia que demostraba en su explicaciones y la consideración que como alumnos nos tenía, de su familiar trato y amabilidad, asegurando el orden sin gritos ni voces, ni amenazas de castigos. Lo mismo que dije de José Luis, pues de entre mis profesores, creo que son los únicos que persistieron en jubilarse en el Instituto a cuya función de educar aportaron de su parte un enorme grano de arena.
De D. J. Claudio Pérez, es decir. Claudio, como él pretendía que le llamáramos, me valió su tesón por hacerse comprender en las explicaciones a pesar de nuestra dificultad en comprender el orden atómico de la materia y el complejo mundo de los moles. No me pasó por alto que un día en clase, con motivo de la explicación de las transmutaciones atómicas de los elementos de la tabla periódica, nos aconsejara la lectura de uno de los primeros libros que leí fuera de los de literatura. Se trataba de “El retorno de los brujos”, obra alquimista de Louis Pauwels y Jacques Bergier, publicada ya en 1960 y que posteriormente completé con el siguiente tomo, “La rebelión de los brujos” y que me sirvió para sobrellevar la árida materia e incluso a gustar de ella. Le vi sufrir en la palestra su recién estrenada profesión, completando en el encerado largas reacciones químicas que se resistían a ser ajustadas antes que sonase el toque de cambio de hora y que ofrecía a terminarla para el siguiente día. Así aprendí de su humilde sinceridad, preferible antes que darnos una información falsa, lo que hizo que creciera para mí su valor como docente.
Percibí una ayuda, especie de beca a los estudios, a petición de varios de los profesores del claustro que conocían mi trabajo por las obras: Carmen Rosa, Consuelo, Claudio, D. Manuel y puede que algunos más hayan sido mis mentores. Ese año tuve gratis la mitad del coste de los libros y la mitad de la factura del comedor del centro que eran, creo recordar, dieciocho pesetas el menú.
Sólo me quedé a comer los días de temporal de los meses de invierno. Mi padre había empezado a trabajar en la primera instalación de la línea eléctrica que la empresa Viesgo hizo desde Cabrales a Llanes y yo no necesitaba llevarle la comida.


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