martes, 14 de abril de 2015

93.- De vuelta a la cantera


En la empresa donde estaba, continuaron con el pago ya obsoleto de las dieciocho pesetas por hora e incluso, nos pedían que trabajásemos diez horas. A la oficialidad, me imagino, esto no les afectaba lo más mínimo, puesto que solían trabajar por ajuste a metros cuadrados realizados, bien sea para la colocación de ladrillo, embaste o planta de hormigón extendida. Para los peones no había incentivo por parte de la empresa, si bien algunos albañiles, por el bien de ellos, ofrecían algún emolumento, en razón con lo que ellos sacasen al final de semana. El peón, todo hay que decirlo, en general, estaba esclavizado por el patrón y también por el oficial, aunque había de todo como en botica. Dije que el sueldo era obsoleto, pues como ya conté, en la cantera, pagaban a cinco duros la hora y lo mismo ganaban en la nueva empresa “Feigón”, instalada en el campillín que limitaba al oeste con el paseo Posada Herrera. Pedían peones y muchos de mis compañeros emigraron a ella en cuanto se inició la edificación de “Santa María de Ordás”.
Cuántas veces no habría usado el sendero que lo cruzaba para ir y venir del Instituto, sorteando en bicicleta a los demás alumnos y profesores que por él pasaban. En aquellos años de que escribo, las calles del extrarradio de la villa se diferenciaban en poco de las pistas que ahora se hacen para las concentraciones parcelarias de cualquier lugar. Tanto el parque como el campo aquel era lugar de encuentro durante los recreos, en las entradas o en las salidas de las clases. También recuerdo del lugar la instalación de la carpa de los circos que llegaban a Llanes. Esta operación requería de fuertes brazos sincronizados. Siempre me produjeron lástima las gentes de los circos. Se afanaban en tener todo dispuesto para la función de la tarde, con sus buzos azules en cuyo peto figuraba el nombre de la empresa circense. Por las noches, sus caras desaparecían bajo la nívea sonrisa de un payaso, bajo la expresión heroica de un apuesto trapecista que recogía en una arriesgada cabriola las manos de su compañera, o en la expresión valiente del domador de fieras que chasqueaba el látigo en el aire para controlar las teatrales intenciones del león ya tan en el papel como el mismo domador. También me daban pena las supuestas fieras y los demás animales que ya habían renunciado a la libertad. Alrededor del campo, caravanas y camiones multicolores convertían el lugar en un pequeño barrio. Al lado de las caravanas, los tendales se llenaban de prendas para secar al sol y al aire. En las ventanas colgaban tiestos con geranios y petunias que resaltaban con el complementario verdor de la campera. Los chiquillos jugaban a sus anchas y los perros les seguían como ángeles custodios. En el aire fresco de primavera se diluían los sones surgidos de un transistor a pilas con las voces que daban los que montaban el toldo de la carpa.
Los circenses, tanto como los llamados comediantes que llegaban a los pueblos para actuar durante unos días, traían con ellos la nostalgia de su región. A los niños se les ocupaba en pequeñas tareas y jugaban con nosotros para ganar así nuestra amistad por unos días. En la foto de mi primera comunión hay un niño de traje negro, hijo de “Los comediantes” que por aquellos días habían aparcado el carromato de toldo junto a la fuente El Cañu y se quedaban en la Casa Concejo donde montaban el escenario para las actuaciones de las noches. El espectáculo era bien sencillo: una obra de teatro con los descansos entre actos que aprovechaban para llevar a cabo las rifas con las que suplementar la exigua caja de la venta de entradas. Envidiábamos en ellos la libertad de vida que llevaban yendo de pueblo en pueblo, eso nos parecía a nosotros, sin más obligaciones que la de subsistir día a día, que no es poco, aprendiendo la geografía fuera de un aula y sin otro libro que la propia experiencia. En mi recuerdo se pierde ya el destello de la mirada azul de una niña que recogía la fresca agua de la fuente en un cántaro de barro. Los chiquillos de la escuela se afanaban por mostrarle de lo que eran capaces en bruscos alardes para ganarse su admiración, unos saltando los muros que cierran la bolera por lo más alto y arriesgado que cabía, otros lanzando piedras “raxas” que eran capaces de llegarlas silbando hasta dar en el chopo que se erguía junto a la cuneta en La Viña. Yo creí lograrlo subido a una bicicleta de poco más de un palmo de altura, contorsionado para pedalear por entre las culas de la bolera.
A veces, las decisiones más sencillas pueden dar origen a importantes sucesos en nuestras vidas. Ocurrió que por aquella, mi padre, que había quitado de en medio las tareas más perentorias de la temporada, tuvo la opción de volver a trabajar con Manolo Amieva. A mí, que no me apetecía seguir trabajando con el exiguo sueldo que me volvían a dar en donde estaba, opté por el cambio y entré a formar parte de la cuadrilla en la que estaba mi padre, mi tío Ramón y Ángel Sordo, los mismos que la habíamos formado en la Vega la Portilla. El trabajo consistía en hacer unas zapatas para los cuatro pies de una columna del tendido eléctrico que pasaría la ría desde La Tejerina en San Antón hasta otra que se levantaría justamente al lado del bar La Marina, en el barrio de la Moría. Después de hechas las dos columnas, debíamos abrir una zanja desde la última columna por la orilla izquierda de las calles por la que pasaba, siguiendo las murallas del Cercáu, las del palacio de los Estrada y la torre cuadrada, a salir junto a los edificios de las SEDE, enfrente del “Rocamar”, paralela al parque, Santa María de Ordás que estaba en construcción y atravesar la calle enfrente del Colegio Divina Pastora, para llegar hasta el Borinquem y cruzar las vías del tren hasta la Serrería Perela en el camino a San José.
Descubrí con la zanja un gran cantidad de pequeños bufones que soplaban con el oleaje en el tramo de la Moría. Poco faltó para que me cayera todo el martillo rompedor por una oquedad que se formó de repente bajo su peso y vibraciones. Hasta mí llegaba el vaho salitroso y de algas tras aquel eructo de la mar encabritada. Al lado mismo de la acera por la que pasábamos la ronza, una casa albergaba en sus sótanos, eso me dijeron sus vecinos, una cetárea. En la acera opuesta, al lado mismo del muro que corta el mar, quedaban como muestra de la fuerza marina, los hierros retorcidos de los cimientos de hormigón armado, restos de tabiques de ladrillo y suelo embaldosado de la antigua fábrica de enlatados de la familia Llerandi, destruida por los terribles embates de las olas.
La mar, como suelen decir los marineros, en lugar de el mar, pues es sentida en femenino como madre que les da el sustento diario. Un año antes de esto que narro Creo que fue por esos años a los que dedico estos escritos, cuando un fuerte oleaje cortó como a cuchilla una roca del acantilado norte hacia el final del espigón contra la que se sujetaba la paredilla de hormigón y la dejó tumbada sobre el piso de la barra. Una pala, tiempos después, la empujó al mar. Esa misma galerna, junto a la cueva del Taleru en el paseo San Pedro, con la misma sencillez, derribó en bloque diez metros del muro y arrancó de cuajo la sólida verja que servía como balcón al acantilado, a una distancia al mar de más de veinte metros y otros tantos de altura sobre el nivel del agua. En las antiguas casas de la Moría al lado del fuerte donde ahora se exhiben dos lombardas, las olas baten con fuerza demoledora, pero en cambio, apenas logran descascarillar las paredes que, parece ser, están hechas a conciencia.

En la hora de los recreos, venían profesores y alumnos a tomar un pincho en la cafetería Rocamar, único edificio levantado en esa parte de la calle. El resto eran aún prados y huertas cultivadas y las únicas edificaciones en dirección al San Pedro, eran el Hostal México, el Asilo y las casas junto al paseo.
Hacia las once de la mañana era el momento en que tío Ramón detonaba los cartuchos de dinamita para romper las rocas con las que el martillo picador no había podido. Una de esas mañanas, bien recuerdo, me encargaba de tapar con chapas de acero las rocas donde ya estaban puestas las mechas, para evitar que saltasen los cristales de la cafetería en añicos. Los viandantes eran prevenidos con tiempo suficiente con los toques de corneta y las voces de “fuego”. Unos compañeros míos de clase que por allí pasaron nos dijeron que pusiésemos las mechas bien largas para alargar el recreo al quedar atrapados dentro del establecimiento algunos profesores suyos con los que tenían, nada más entrar, exámenes.
Un día de esos, yo me encontraba como los demás días, dentro de la zanja extrayendo a pico las piedras rotas por las explosiones, cuando dio en pasar por allí el profesor que había tenido el año anterior para Historia, el catedrático D. David Ruiz González quien al momento me reconoció y se acercó a hablar conmigo. Quiso saber la razón por la que no había seguido los estudios del Bachiller Superior y le conté mi fiasco en la convocatoria de septiembre, pero también le dije que mi idea era presentarme en junio a la reválida. A él le gustó mi actitud, pero me aconsejó que acudiese a tomar alguna clase particular para soslayar cualquier duda que tuviese y me habló de Juanjo Llamazares Martínez, que había terminado ya los estudios del PREU. Le prometí hacer eso que me decía y aquel mismo lunes, después de salir me fui a la casa de Juanjo que sabía estaba en el Cotiellu. Subí las angostas escaleras hasta que en una de las puertas escuché voces de alumnos que comentaban en alto los planteamientos de un problema y la voz clara de su profesor que les ayudaba a descubrir la solución. Golpeé con el picaporte y otra voz avisó de que abriría al momento. María Antonia, la madre del Juanjo era una mujer enérgica, sin ser severa, aunque tenía que aparentarlo para poner orden en la jauría que de todas las raleas pasaban por el aula de su hijo, mucho más blando de carácter que ella, pero el control lo basaba en su gran paciencia y bondad con todo el mundo. Ni la dura factura que le pasó de crío la enfermedad, le quitó un ápice de valentía y la fuerza que le había restado a sus piernas se la había puesto en compensación en sus brazos y manos. En la cabeza de Juanjo podían debatirse a la vez varios ejercicios de distintas materias, desde un problema de integrales a una reacción química, pasando por la traducción de un texto de Virgilio o el trazado de un problema de Geometría. Aparte de eso, al mismo tiempo y como aún le debían de quedar sobradas neuronas en descanso, reparaba los circuitos de los receptores superheterodinos sin restar atención a las cuestiones de sus alumnos.
La actuación que había tenido conmigo a pie de obra don David fue, a todas luces, una decisiva orientación educativa. En el pensamiento político, sin duda, fue para mí la excepción entre todos los que tuve con anterioridad y posterioridad que hablase en clase con claridad del periodo histórico que estábamos padeciendo, totalmente en sintonía con las charlas de mi abuelo. Ya sea por convicción o por miedo, sólo escucharía esos discursos con la entrada de la democracia salvo, claro está, en la escucha clandestina de la Radio Pirenaica. Este profesor debió de levantar ronchas en las mentes conservadoras de la villa, cuando las expuso en su primera publicación, “El movimiento obrero en Asturias”, aparecida un año después y que nos había hecho partícipes de forma abierta en sus clases de Historia.
Otro profesor que influyó decisivamente en mi recuperación como estudiante de bachiller fue D. Manuel Llanes Amor, profesor de Religión y párroco de Parres  con el que mantuve muy buena relación a pesar de los debates que teníamos en el portal de la iglesia y en las aulas. Ambos profesores de opuesta dialéctica, en el fondo no eran tan distintos: ambos defendían con vehemencia las ideas con las que estaban de acuerdo y eran estupendas personas y excelentes profesores cada uno en su materia.

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