Al día siguiente, como se me había indicado, a las ocho en punto de la mañana estaba como un clavo en el Brau y comencé a limpiar de hierbas con la azada un tramo que me pareció más que suficiente hasta la hora del pequeño refrigerio matinal. Lo más difícil fue el alcanzar la profundidad que se requería, pero los metros siguientes se hicieron más cómodos para extraer a pala la tierra y la arcilla. Serían las diez de la mañana cuando dejé de lado la herramienta y me fui hasta la bicicleta donde aún tenía el carpanchu atado en el porta bultos. Saqué el envoltorio que madre me había hecho con papel de estraza y con las mismas me volví a la zanja en cuyo borde me senté dispuesto a dar cuenta de su contenido, no antes de olerlo a la vez que cerraba instintivamente los ojos como queriendo así interiorizar mejor el aroma de se desprendía y a cuyo concurso se me hizo la boca agua.
Cuando más tranquilo estaba dando ya fin a mi refrigerio, sentí motores y al poco entró el encargado de la obra que allí me había llevado al día anterior. Yo ni me inmuté, pues estaba convencido de que tenía ya hecho un tramo bien ajustado a las dos horas que llevaba trabajando y desde luego tampoco sospeché que tuviera que inquietarme por estar sentado tomando el tentempié, acto que ya le habíamos dejado bien claro en la obra de la Magdalena, dónde él mismo también había disfrutado al igual que los obreros.
_ En los trabajos no se sienta uno_ me dijo sin acritud.
Ya había escuchado decir que, a partir del lunes, nos volverían a pagar la hora a dieciocho pesetas. Si me callaba perdía la oportunidad de reivindicar nuestro derecho al tiempo del bocadillo de la media mañana; si protestaba podía verme en la calle, pero siempre contaba con el recurso de la cantera, así que me arriesgué y le expresé mi asombro por algo que con anterioridad había él mismo disfrutado tanto como sus obreros. Pareció resentirse por las razones que le di y que ni por asomo esperaba oír. Como anteriormente ya dije en su favor, dentro de aquella aparente dureza que trataba de mostrar, se encontraba un fondo de compresión, correcto trato y educación para con sus pupilos obreros.
_ Está al llegar Minón, el encargado general de la empresa..._ se explicó.
La misma persona a la que yo había pedido trabajo en la Moría y al que nunca más volví a encontrar por la obra. Estaba clara la piramidal jerarquía que había en todos los trabajos.
_Aparte de eso, aclaró, los tres peones que trabajan al lado de la casa querrán hacer lo mismo que tú y eso no procede _ me espetó.
Desde mi posición y por la inclinación del terreno, no podía verlos ni mucho menos reconocerlos. Había escuchado sus conversaciones y el ruido de las azadas, pero yo entregado al trabajo en el lugar que me había dicho, me despreocupé de conocer su identidad.
Se fue ya tranquilo cuando me vio continuar con mi trabajo y que no le debió parecer baladí.
Al mediodía nos juntamos los cuatro bajo el penduz para dar cuenta del almuerzo. Uno de ellos era conocido y amigo mío de Andrín , Pancho Noriega, y otro Miguel Ángel Rodríguez Arenas, con el que desde entonces tuve buena amistad, vecino de Riegu y con ascendencia de Parres, por su abuelo Federico Arenas. Del tercero, ahora mismo no guardo ninguna referencia.
Les conté lo que me había pasado con el encargado y les advertí que esperaba de ellos que al día siguiente y los que posteriores, procurasen traerse el bocadillo o lo que fuera con tal de reivindicar aquel derecho al descanso que ya empezaba a disfrutarse en todas las obras.
Me viene al recuerdo ahora, el relativo silencio que se producía en las plantas de las obras, durante aquel breve compás de espera, tan sólo roto por los motores de la hormigonera y del montacargas, “Winche”, ya que sus operarios preferían tomar el refrigerio en los momentos siguientes.
A mis compañeros no les cayó de vacío mi advertencia. Al día siguiente, cuando llegó la hora convenida, les di una voz y nos juntamos todos en los bordes de la zanja, así zanjamos con sendos bocadillos de palmo y medio el breve, pero necesario tiempo de descanso matinal.
Para el sábado se había corrido la voz de una protesta a la hora del cobro, delante de la oficina de pago en la Moría. Los que más revolvieron e incitaban fueron los primeros en acudir como ovejas a por el sobre. Se pedía, además de la subida del precio de la hora trabajada, que figurase en la nómina el salario total de lo percibido puesto que un porcentaje importante del mismo figuraba como suplemento. Con este cambio, la empresa debería cotizar mayor cantidad a la Seguridad Social y con ello se beneficiarían los próximos a la jubilación. Yo no me preocupaba aún por ese tema, dada la edad, en la que nuestras mayores preocupaciones eran más bien otras. Ni entendía el mecanismo de la pensión, sólo de oírlo a mi abuela María que percibían cien duros que le quedó a mi abuelo Santos después de haber trabajado en la mina de Bolao, en el campo y en la estación del Cantábrico. Ni tan siquiera un duro cobraba mi abuelo Marcos como pastor, en la construcción de la carretera de Parres o en la obra del espigón del puerto de Llanes, como maderista o campesino y que ni tan siquiera tenía una cartilla sanitaria.
Mi primer cartilla médica me la solicitó Manuel Amieva Sánchez en el corto tiempo que estuve en su plantilla de la cantera que aún conservo. Mi médico asignado fue D. Antonio Celorio, pero en esta empresa como en la anterior, al no precisar de sus servicios, no puedo saber si estaba actualizada. Lo que sí recuerdo es que en alguna ocasión que se corrió la voz de que andaba por Llanes la Inspección de Trabajo, a varios peones, algunos no tan jóvenes como yo y padres de familia, nos mandaron subirnos a los desvanillos bajo el techo hasta que pasase el apuro. Realmente sólo me tocó en una ocasión en el tiempo que anduve por las distintas obras. Qué más queríamos, idiotas de nosotros, que evitar el curro durante unas horas. Acabada la inspección, empresarios e inspectores quedaban en irse juntos a dar cuenta de los exquisitos caldos y variados pinchos en la barra de algún bar. Eso se dijo y sería cierto.
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