martes, 10 de febrero de 2015

86.- Se cierra el tajo

Era miércoles, 31 de agosto, recuerda que conté, el día de la semana en que accedí a mi primer trabajo asalariado; pues ya es coincidencia que fuese también un miércoles cuando lo perdí, el 21 de diciembre. Las circunstancias que llevaron al patrón a despedirnos a Ángel y a mí sin esperar a acabar la semana no estaban relacionadas con nuestro trabajo. Más bien, según comentarios que hacían los más veteranos de la plantilla, obedecían al proyecto y permisos de obra.
A Ángel y a mí nos mandaron hasta la sierra de Pimiango a picar material para arreglar el camino de subida a la obra que con el agua se había vuelto intransitable. A pico y pala arrancamos el material de sílice y más tarde cargamos en un camión que llegó a buscarlo a la cantera. Cuando marchó, nos tomamos de descanso la media hora sobrante, tiempo que aprovechamos para acercarnos en bicicleta hasta el pueblo en el que nunca hasta entonces había estado. Allí comimos nuestros bocadillos sentados en la terraza del bar y después recorrimos tranquilamente sus intrincados caminos. Se sabe que en una época ya lejana, había establecido un taller de “mansoleas”, que entre el gremio de zapateros, significa algo así como “hombres de las suelas” y recibe este mismo nombre “Mansolea” la jerga que usaban entre sí los artesanos para no ser entendidos y guardar así los secretos del oficio, de sus útiles y demás; lo mismo que los “tamargos” usaban entre sí la “Xíriga” con el objeto de no ser comprendidos por el “man” o patrón.
Por la tarde, para cuando llegó el camión, teníamos preparada una buena pila de material que cargamos antes de la hora de salida.
Aquellos días habían llegado las nieves a cubrir la sierra. Entre las matas de brezo y tojo habían calado una zanja no muy profunda, lo precisa tan sólo para soterrar la tubería del agua desde un pequeño manantial hasta el bidón de obra y, como había dejado de manar, tuve que dar con la avería que no era otra causa que el taponamiento por hojas apelmazadas bajo la nieve en la boca de entrada.
Hoy mismo, he pasado en coche por el lugar y no pude por menos de mirar hacia el abandonado chalé, medio oculto por los cipreses que se plantaron entonces para aislarlo del ruido de la carretera. Por encima de él, cómo me lo iba yo a imaginar de aquélla, se abre el túnel de la recién estrenada Autovía del Cantábrico en la sierra de Santiuste, y un agujero negro engulle casi medio siglo de mi propio tiempo.
Las cosas debieron irle mal en aquella obra llevada, según escuché decir después, “por administración”. Estaba supervisada por el técnico aparejador del Ayuntamiento, que a título personal debió también de hacer el proyecto con lo que estaba tanto obligado a vigilar el cumplimento de su ejecución como la calidad de los materiales empleados.
Aquel lunes había amanecido despejado, pero la línea del horizonte había comenzado a desaparecer entre oscuros nubarrones cargados de agua que parecían beber del mar. Con el ruido de la vieja hormigonera, no habíamos sentido el motor de la Lambreta, a pesar de tener desde hacía un tiempo medio colgando el tubo de escape. Para pasar desapercibido, Froilán la solía aparcar lejos de las obras que visitaba, pero a pesar de todo su ruido destacaba entre otros a bastante distancia. Detrás de él también llegó un coche que aparcó lo mismo en la cuneta de la carretera y de él se bajó el Aparejador del Consistorio. Y para completar la escena también hicieron su aparición los primeros goterones que convirtieron en poco tiempo el entorno en un perfecto lodazal.
A pesar de todo, pienso que por la presencia de tan inoportunos visitantes, nadie se atrevió a guarecerse bajo el techo de la caseta de obras. Como el cantero y el albañil tenían ajustado el trabajo a destajo, continuaron con lo que estaban y sus peones nos vimos obligados también a seguir subiéndoles a uno las piedras y al otro el hormigón. Fermín, Manolo y yo éramos ya uña y carne y nos ayudábamos con una cuerda que habíamos preparado para el caso y que con un gancho sujetábamos del arco que protege la rueda de las carretillas haciéndose más liviana la carga.
 Froilán y Ardines se dedicaron a medir la parte de obra realizada para cuantificar el coste de la misma que debía abonar el pintor, pues así funciona cuando se ajusta por administración. A la hora de medir los cimientos del muro que hace de contención de la terraza, el Técnico no parecía estar muy convencido de la profundidad que el Encargado de la obra le dictaba de memoria y quiso comprobarlo personalmente con el metro. A mí, que me encontraba más cerca, me mandó que hiciese una calicata al lado del muro, en un lugar que marcó con la azada. Me puse de inmediato a ello, pero el suelo estaba duro y el agua tampoco quiso ser mi aliada. A medida que yo hacía el hoyo la que venía de todos los regatos lo iba llenando. Al fin, cuando sentí que la pala se colaba bajo los cimientos del muro, como no me pareció a la profundidad que decían tener seguí escarbando, para echar tiempo, con mucho menos brío. Ellos dos esperaban bajo la lluvia a que yo les avisara, pero al no hacerlo debieron de suponer que faltaría tiempo y con la que estaba cayendo quedó el de la inspección en volver al lunes siguiente. Cuando quedé a solas con el jefe salí del hoyo y le expliqué lo que había. Me encargó que en cuanto dejase de llover, rellenase el hueco con hormigón.
No hay mayor estímulo para un trabajador que el reconocimiento por parte del patrón del gran esfuerzo físico que tiene que hacer en algunas situaciones. De aquel primer amo, conocía sobradamente su carácter. Salvo alguna que otra salida de tono que le vi con los demás, cuando alguien no había obedecido sus encargos, nunca le vi menoscabar el respeto personal a sus asalariados. Le disgustaba ver su material mal aprovechado y en desorden el lugar de trabajo. Creo haberlo dicho antes, era de buen corazón, con altibajos atribuibles seguramente a las circunstancias económicas por las que debía de estar pasando.
El miércoles marchó renqueante por la bajada del camino hasta la carretera donde solía dejar aparcada la moto a la salida de las seis. Me disponía a montar en la bicicleta para dar alcance a mi compañero Ángel Borbolla, cuando se volvió y nos paró a los dos. No pudo ser más explícito. Me pareció que lo que nos dijo resumía en parte el motivo del despido: “Prefiero que me llaméis ahora rufián, fue otra palabra la que dijo, que ladrón cuando no os pueda pagar el sueldo”.
Huelga decir que a mí se me puso un nudo en la garganta, porque no contaba con ello y puede que hasta hubiese tenido ganas de llorar. Guardé las seiscientas treinta pesetas que nos abonó de la media semana transcurrida y apuramos la marcha antes de que las oscuras nubes mojasen también nuestras ropas.
No soy a recordar más que el invierno tenía trazas de venir duro. La nieve cubrió los campos las dos primeras semanas de enero y yo esperaba encontrar alguna otra empresa donde comenzar a trabajar. Me gustaba la construcción y los pocos conocimientos que había adquirido como peón me movieron a querer hacer alguna obra por casa.

2 comentarios:

  1. Siempre es una delicia leer tus escritos.

    ResponderEliminar
  2. ¡Gracias!
    Palabra mejor que esta de siete letras para agradecer tan agradable comentario de siete palabras no existe.

    ResponderEliminar