Los
días estuvieron soleados en los tres días que estuvimos por
Pendueles. Había entrado a trabajar también como peón, Fino
Floranes que iba como los demás en bicicleta y con el que echaba
largas tertulias, pues, aunque algo más joven que yo, creo que
únicamente por el hecho de ser de Poo, tenía más experiencias. Poo
había conseguido el auge turístico de los sesenta, por la hermosa
playa que tiene, y quedar a medio kilómetro de paseo desde Llanes y
otro tanto de Celorio.
Una
vez terminado el trabajo en las cocheras, antes de salir a la una, el
patrón me preguntó si estaría dispuesto a llegar hasta la obra que
había empezado hacía unas semanas, en Santiuste. Sin darme tiempo a
decirle que contara conmigo, me aclaró que el sueldo de treinta
duros se vería incrementado con doce duros: siete como dieta diaria
por desplazamiento y los cinco restantes para pagar el menú que
servían en el bar de Buelna.
No
cabía en mí de ancho, pues el sueldo sería mayor que el que
cobraban los obreros de las constructoras que se habían prodigado en
Llanes. Algunas de ellas, pasando por alto la establecida jornada de
ocho horas por la que se había luchado a base de huelgas y
sobresaltos en las cuencas del carbón, exigían diez a sus
asalariados. Un detalle más para tener en cuenta a favor de mi
patrón: nuestra jornada continuó siendo de ocho horas.
Así
fue cómo al día siguiente salí de casa sin haber amanecido, camino
Santiuste, para llegar a la hora de entrada. De la plantilla que
estaba allí, salvo a Raúl Cue Noriega de San Roque no conocía a
nadie más. Mas a poco tiempo acabamos llevando todos una buena
camaradería.
Las
dos primeras semanas coincidieron unos días soleados que mantuvieron
secos los senderos por donde empujaba la carretilla cargada de
piedras unas veces y de hormigón otras. Las piedras eran pesadas,
pero el ritmo que llevaba el cantero no era el de un albañil
colocando ladrillos; me daba tiempo a descansar con tal de tener a su
disposición una pila de piedras en la que pudiera elegir la más
adecuada en cada caso.
La
edificación arrancaba con un sótano en hormigón que ya encontré
hecho. A mí me tocó estar en el inicio de la primera planta.
Mientras que el cantero colocaba la piedra que había labrado con
anterioridad, los peones, mediante encofrado, sellábamos con
hormigón la parte interna; todo el conjunto, a primera vista, daba
el aspecto de una moderna fortaleza.
Para
la hora de comer, nos sentábamos al lado de la caseta de obra que
tenían construida unos metros más abajo de cara al mar. Aquella
hora se pasaba pronto y apenas nos quedaba tiempo para asentar en el
estómago el cocido recalentado en la hoguera que hacía Raúl con
papeles y tablas.
Aparte
de Raúl, como maestro albañil, había llegado Jesús Abad del que
ya hable en otra ocasión, ahora ya con el rango de oficial. Pepe “El
Gallegu” que era el cantero venía en bicicleta desde su casa en la
Franca. En un principio me pareció poco locuaz, pero cuando le traté
pude comprobar que aparte de la gran fortaleza física que se le
notaba a simple vista, tenía también un gran corazón.
Uno
de los peones era de Buelna, Fermín Álvarez Borbolla y el otro,
Manolín Amieva, vivía en Raos, barrio de Pendueles, y estaba casado
con Carmen, una hermana de Fermín. Los dos cuñados regresaban en
bicicleta y yo los acompañaba a las seis cuando salíamos del
trabajo. Con ambos llevé muy buena amistad y ponía en práctica los
consejos que me daban en cuanto al ritmo de trabajo, para resistir la
jornada que se volvía larga por las condiciones del terreno y por
los grandes pesos con que tratábamos de continuo. Era de sentido
común, racionalizar el esfuerzo. Los volvería a encontrar años
después, siendo maestro de Pendueles y me diría Manolo: “¿Quién
me iba a decir a mí que un día habrías de dar clases a mis nietos: César, Mª Sol, Rocío, Belén y Celia? Como también tuve
de alumna a Conchita, nieta a la que Fermín nunca llegó a conocer.
Con ellos, aparte de mucha conversación compartí sudor y sangre,
tirando de los carretillos cargados de piedras por los senderos
embarrados de aquella obra.
En
Santiuste se puede observar el bufón que lleva su nombre. La primera
vez que debió de ir D. Enrique Segura, habitual turista en Buelna, a
escuchar la roca temblar y dejarse mojar por las finas gotas de agua
salada, creo que se fijó en la sierra plana, porque los pintores son
como las cámaras modernas que guardan en sus memorias miles de
fotogramas con la idea de plasmarlas en un cuadro al llegar a su
taller. Así le debió de surgir también la idea de adquirir un
terreno y construir un chalé para el estío, cerca de la mar y de la
montaña. Desde él podría ver más alejado el horizonte y llenar su
paleta de una variada gama de colores desde el gris perla de las
tormentas a los dorados amaneceres y pasando por una infinita paleta
de azules, verdes y granates de la que sólo la vista y el
entendimiento educado de un gran pintor puede disfrutar.
Sevillano
de nacimiento, nacido en 1906, se dijo que era un español universal
y un llanisco de corazón y sentimiento, en la esquela que publicó
“El Oriente de Asturias” por su fallecimiento en Madrid, en el
año 1994. Fue un gran maestro, de renombre internacional, en el
elenco de artistas de la pintura española contemporánea. Admirador
ferviente de Velázquez, Goya y Picasso, en cuanto al retrato se
refiere, dejaría en su obra personajes destacados de la época.
Decía estar encantado con el paisaje de Asturias, en concreto con el
llanisco. Por ello, desde que lo descubrió, acudiría todos los años
en su visita veraniega. En las costas llaniscas plagadas de playas y
rincones de especial encanto para un artista, quedó prendado del mar
y del espectáculo que más motiva a propios y extraños, como es el
de los bufones.
Yo
lo conocí en una ocasión que vino a ver la obra y poco más de que
era pintor sabía de él. Hoy, al repasar estos recuerdos, busqué en
la red de redes su nombre y apareció al detalle su biografía y su
extensa obra pictórica.
Había
acudido también al trabajo otro peón, también de San Roque,
sobrino de Fermín y de la mujer de Manolín. Ángel Borbolla García
y yo habíamos compartido aula en el Instituto. Como no iba a ser
menos, también venía en bicicleta. Ángel, Jesús y yo regresábamos
juntos en los rápidos anocheceres del invierno. En dos ocasiones al
menos que recuerde, tuvimos que hacer más de medio trayecto a pie,
una a causa de la avería de mi cadena, pero por no dejarme solo iban
a mi paso y en los llanos y subidas me dejaban sujetarme a sus porta
bultos. Otra de las veces, fue el viento gallego, cargado de
pedriscas que apenas nos dejaba andar, menos rodar, que me pegaba al
cuerpo el chubasquero de capa que llevaba.
Algunos
días, fui con los albañiles a comer al bar de Obdulia y Gloria, dos
hermanas dueñas del establecimiento, que aún hoy ofrece buena mesa
y trato a quienes pasen por la carretera N-624 o acudan a la costa
par pescar, bañarse en sus aguas o contemplar los bufones, la playa
y cueva de Covijeru y otros atrayentes motivos turísticos. Hoy el
establecimiento sigue abierto al público al lado de la carretera,
regentado por los hijos de Joaquín García y de Carmela González
con el nombre de “El Paso”.
El
menú de la comida costaba cinco duros, precio que ya conocía, pero
acostumbraba a llevarlo de casa. Sólo con el adelanto de la
invernada, por comer en sitio caliente y a techo, fui a comer al bar.
Habitualmente teníamos el plato de sopa de fideos y el cocido, media
de vino o cerveza, el café, la copa y el “Farias”. Estos tres
últimos complementos en mi caso eran una ahorro para la dueña del
bar, aunque alguna vez el puro pasó al bolsillo de algún compañero.
El café y la copa, llegados a un acuerdo la mesonera y yo, me los
cambió por chicles y caramelos de mentol.
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