lunes, 8 de septiembre de 2014

62.- El zoo humano

 Algunos acontecimientos que hoy, con la perspectiva que nos da el paso de los años, me parecen hasta graciosos, en aquel momento me enturbiaron un poco la alegría con que acudía a las clases. Fueron algunos encontronazos con otros alumnos que al fin se resolvieron favorablemente, hasta el punto de no dejar el menor residuo de encono o enemistad con ninguno de ellos. Ya sea por adaptación a tales situaciones o por haber calado las claves de la conducta del zoo humano, como ya dije, ahora que los rememoro me hacen gracia.
Creo recordar que fue en los primeros días del comienzo de las clases que acabé metido en una refriega con uno de los alumnos de la clase Comercial, con el que nunca había tenido ocasión de hablar ni tener el mínimo roce. En contadas circunstancias como aquélla en el ámbito escolar, me había visto forzado a preservar mi integridad y respeto en el grupo, mostrándome belicoso en contra de mi carácter y forma de ser. Curiosamente, el mecanismo del inicio de las peleas seguía un mismo patrón: “Alguien le dijo que yo había dicho...” al que ocupa el vértice de la pirámide y es más que suficiente para iniciar todo el proceso. Los “padrinos”acuerdan el lugar y la hora del encuentro: A la salida de las clases al mediodía. El trayecto a casa era largo. Yo solía adelantarme al grupo de alumnos que íbamos del pueblo por llegar a casa y hacer algunas tareas que tenía ya asignadas. En unos prados que había ocultos de la vista del Colegio y de la carretera, me esperaba el séquito de mi dolido oponente y también el mío propio, ávido de espectáculo. El último en enterarme fui yo y no me pareció justo. He de confesar, no me importa decirlo, que sólo por el hecho de vérmelas contra uno de la sección Primera y el apoyo que tendría de todos sus compañeros y contando que yo no tendría apoyo de nadie, sentí un nudo en la garganta. Aunque no me apetecía pelear, tuve que mantener el tipo.
Así que dijiste que me puedes ─ me espetó de buenas a primeras.
Yo no dije tal cosa ─ le contesté tratando de aparentar seguridad.
Sin mediar más conversación se me vino encima y tuve que evitar con mis brazos estirados sus puñetazos. Tenía estilo, pero apenas me llegó uno de ellos a rozar una oreja.
He de decir aquí que mi constitución física y el uso que acostumbraba a hacer de ella en las tareas del campo, me habían proporcionado una fortaleza nada despreciable, aunque tampoco la de mi oponente me pareció menor por idénticas circunstancias.
Yo evitaba sus puños y evitaba usar los míos, a la espera de neutralizarlo con una simple trincha, sin heridas ni tan siquiera golpes que a la larga dejarían secuelas en nuestro trato. Él se dio cuenta de que en el cuerpo a cuerpo yo le dominaría y lo evitó de forma inteligente. De alguna forma cedimos los dos, sin ensañamientos, para decepción del “padrino” que nos azuzaba y del numeroso público que presenciaba la pelea. Así medidas y balanceadas nuestras fuerzas, no volvimos en lo sucesivo a tener otro enfrentamiento. Aquel episodio me mantuvo libre de las ínfulas de liderazgo de otros aspirantes a ser el alfa según las leyes de la manada.
Aquella pelea me sacó de la niñez en la que aún me encontraba, más si cabe, por el hecho de que no hubiera tenido ayuda de aquellos a quienes yo consideraba como mejores amigos. Me alejé por el camino sin esperar a nadie y cuando llegué al río eché agua a la cara y enderecé el peinado para no dejar ni una huella de la pelea. No quería que se disgustaran en casa. El barro de los pantalones y el verdín de la camisa los podría disculpar con un resbalón.
A veces, para ganarme la aceptación del grupo tuve que participar en algunas trastadas, que para nosotros resultaban verdaderas gestas. Había un vecino de la Portilla que guardaba su borrico dentro de la pomarada cerrada a cal y canto y con una portilla de madera, al lado mismo del camino que tomábamos para salir a La Vega. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero a mí me encantó: Tomaríamos prestado el animal para ir montado en él hasta la portilla del Pandiu y al regreso, después de la comida, volveríamos a dejarlo en su finca, pues era evidente que su dueño estaría también comiendo. Lo dejamos atado con el cordel cerca de la portilla, tras unos avellanos disfrutando del frondoso corte de hierba que había, como agradecimiento a su esfuerzo.
Llegado el otoño, las pomaradas estaban cargadas de manzanas. Por no dejar evidencia clara de nuestra rapacería, tomábamos la fruta alternativamente de varios plantíos para que sus dueños no se apercibieran de la falta. Mientras el grupo esperaba en silencio, el que le correspondía entrar tenía que abastecer con una manzana para cada uno. Una tarde me tocó a mí cumplir con el avituallamiento de la tropa. Me adentré en las entrañas de la pomarada para evitar ser visto desde el molino de La Vega, cuyos dueños lo eran asimismo de la finca. Con la caída del sol, era el momento mejor para segar y tenía el riesgo de que viniesen. No obstante, tampoco me parecía tan grave el hurto si recogía del suelo las mejores manzanas caídas. Noté la presencia del molinero, que me observaba en silencio apoyado en su guadaña cómo yo las seleccionaba y las ponía sobre mi jersey, improvisada bolsa. La peña ni gorgutía a la espera de un final que no llegó, como que no iba la cosa con ellos. Se quedaron de una pieza cuando oyeron decir a Pedro que así había que hacer; respetar las que quedaban madurando en el árbol.
No me extrañó su actitud, porque lo conocía de llevarle las moliendas del maíz y era una persona afable y buena. También de este hecho saqué mis propias conclusiones sobre la amistad.
Los hijos de los ferroviarios del Cantábrico acudían al Colegio en el tren. El maquinista, porque los conocía como hijos de sus compañeros de brigada y también a su cuenta y riesgo frenaba la unidad en la bajada de la Vega para que los chicos se tirasen a las fincas para amortiguar el salto. Algún maquinista frenaba junto al paso a nivel de Pancar y ellos tomaban el atajo por el molino de la Llavandera para tomar el camino de las Tejeras que enlaza con la carretera delante mismo de las verjas del Colegio. Traían su comida en un cesto de mimbres que dejaban en las cocinas para que “El Coci”, fraile dedicado a las labores de casa y de la huerta, lo calentase. Por la tarde los dejaban salir como media hora antes para darles tiempo a bajar a la Estación. Si no llegaban a tiempo se subían en las inmediaciones de la salida del túnel cuando aún el tren de vapor no había tomado excesiva velocidad, siempre con la prevención del maquinista que conocía la costumbre de los asiduos viajeros.

Justo cuando pasaba por donde el molino de La Vega, los de a pie, lo estábamos esperando, tenía su belleza verlo asomar por la zanja de piedra, pasadas las barreras de Pancar y escuchar sus resoplidos mientras expulsaba volutas de humo negro y nubes de vapor de agua, como un empedernido fumador. Asomados a las puertas viajaban los hermanos Mon de Vidiago, Tono y Martín de Pendueles, Piñera de Bustio, los hermanos Canal de Unquera y otros más de los que ahora no recuerdo sus nombres. El maquinista, para disuadirnos de que nos colgásemos de los vagones, abría las toberas del vapor que sirven para deshelar las vías. Con tal lentitud entraba en el túnel de las Mestas, que nos podría dar tiempo a subirnos en el vagón de cola y viajar en él hasta Bolao o el Puente las Harnias, como alguna vez hicimos para irnos a San Felipe. A su paso, Martín lanzó una patada al aire y yo que estaba tan cerca le agarré su alpargata y me quedé sin quererlo con ella en la mano. Sus amenazas e insultos se perdieron en la negrura del túnel. Le había hecho una buena faena y me lo imaginaba caminando desde la estación de Pendueles hasta su casa, a la pata coja, medio descalzo y no sabía cómo se lo tomaría el lunes siguiente cuando nos encontrásemos en el aula. Éramos buenos compañeros y recordé cuando le libré del golpe con la señal del Hno. Félix. No hizo falta que se lo recordara; saqué de mi maletu su alpargata y se la entregué. El buen humor del que hacía gala hizo que todo se quedase en una anécdota más que contar de nuestro paso por el colegio.  

1 comentario:

  1. Me ha desconcertado un poco el título para después recordar la película "La jauría humana" si bien al final me quedo con una sonrisa. Lo que Qui cuentas, Monchu, es de un tremendo realismo, tanto de esa época, que conozco bien, como de la actualidad, o sea conductas que marcan una especie ¿zoológica?

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