Algunos acontecimientos que hoy, con la perspectiva que nos da el
paso de los años, me parecen hasta graciosos, en aquel momento me
enturbiaron un poco la alegría con que acudía a las clases. Fueron
algunos encontronazos con otros alumnos que al fin se resolvieron
favorablemente, hasta el punto de no dejar el menor residuo de encono
o enemistad con ninguno de ellos. Ya sea por adaptación a tales
situaciones o por haber calado las claves de la conducta del zoo
humano, como ya dije, ahora que los rememoro me hacen gracia.
Creo recordar que fue en los primeros días del comienzo de las
clases que acabé metido en una refriega con uno de los alumnos de la
clase Comercial, con el que nunca había tenido ocasión de hablar ni
tener el mínimo roce. En contadas circunstancias como aquélla en el
ámbito escolar, me había visto forzado a preservar mi integridad y
respeto en el grupo, mostrándome belicoso en contra de mi carácter
y forma de ser. Curiosamente, el mecanismo del inicio de las peleas
seguía un mismo patrón: “Alguien le dijo que yo había dicho...”
al que ocupa el vértice de la pirámide y es más que suficiente
para iniciar todo el proceso. Los “padrinos”acuerdan el lugar y
la hora del encuentro: A la salida de las clases al mediodía. El
trayecto a casa era largo. Yo solía adelantarme al grupo de alumnos
que íbamos del pueblo por llegar a casa y hacer algunas tareas que
tenía ya asignadas. En unos prados que había ocultos de la vista
del Colegio y de la carretera, me esperaba el séquito de mi dolido
oponente y también el mío propio, ávido de espectáculo. El último
en enterarme fui yo y no me pareció justo. He de confesar, no me
importa decirlo, que sólo por el hecho de vérmelas contra uno de la
sección Primera y el apoyo que tendría de todos sus compañeros y
contando que yo no tendría apoyo de nadie, sentí un nudo en la
garganta. Aunque no me apetecía pelear, tuve que mantener el tipo.
─Así que dijiste que me puedes ─ me espetó
de buenas a primeras.
─Yo no dije tal cosa ─ le contesté tratando
de aparentar seguridad.
Sin mediar más conversación se me vino encima y tuve que evitar con
mis brazos estirados sus puñetazos. Tenía estilo, pero apenas me
llegó uno de ellos a rozar una oreja.
He de decir aquí que mi constitución física y el uso que
acostumbraba a hacer de ella en las tareas del campo, me habían
proporcionado una fortaleza nada despreciable, aunque tampoco la de
mi oponente me pareció menor por idénticas circunstancias.
Yo
evitaba sus puños y evitaba usar los míos, a la espera de
neutralizarlo con una simple trincha, sin heridas ni tan siquiera
golpes que a la larga dejarían secuelas en nuestro trato. Él se dio
cuenta de que en el cuerpo a cuerpo yo le dominaría y lo evitó de
forma inteligente. De alguna forma cedimos los dos, sin
ensañamientos, para decepción del “padrino” que nos azuzaba y
del numeroso público que presenciaba la pelea. Así medidas y
balanceadas nuestras fuerzas, no volvimos en lo sucesivo a tener
otro enfrentamiento. Aquel episodio me mantuvo libre de las ínfulas
de liderazgo de otros aspirantes a ser el alfa según las leyes de la
manada.
Aquella
pelea me sacó de la niñez en la que aún me encontraba, más si
cabe, por el hecho de que no hubiera tenido ayuda de aquellos a
quienes yo consideraba como mejores amigos. Me alejé por el camino
sin esperar a nadie y cuando llegué al río eché agua a la cara y
enderecé el peinado para no dejar ni una huella de la pelea. No
quería que se disgustaran en casa. El barro de los pantalones y el
verdín de la camisa los podría disculpar con un resbalón.
A veces, para ganarme la aceptación del grupo tuve que participar en
algunas trastadas, que para nosotros resultaban verdaderas gestas.
Había un vecino de la Portilla que guardaba su borrico dentro de la
pomarada cerrada a cal y canto y con una portilla de madera, al lado
mismo del camino que tomábamos para salir a La Vega. No sé a quién
se le ocurrió la idea, pero a mí me encantó: Tomaríamos prestado
el animal para ir montado en él hasta la portilla del Pandiu y al
regreso, después de la comida, volveríamos a dejarlo en su finca,
pues era evidente que su dueño estaría también comiendo. Lo
dejamos atado con el cordel cerca de la portilla, tras unos avellanos
disfrutando del frondoso corte de hierba que había, como
agradecimiento a su esfuerzo.
Llegado el otoño, las pomaradas estaban cargadas de manzanas. Por no
dejar evidencia clara de nuestra rapacería, tomábamos la fruta
alternativamente de varios plantíos para que sus dueños no se
apercibieran de la falta. Mientras el grupo esperaba en silencio, el
que le correspondía entrar tenía que abastecer con una manzana para
cada uno. Una tarde me tocó a mí cumplir con el avituallamiento de
la tropa. Me adentré en las entrañas de la pomarada para evitar ser
visto desde el molino de La Vega, cuyos dueños lo eran asimismo de
la finca. Con la caída del sol, era el momento mejor para segar y
tenía el riesgo de que viniesen. No obstante, tampoco me parecía
tan grave el hurto si recogía del suelo las mejores manzanas caídas.
Noté la presencia del molinero, que me observaba en silencio apoyado
en su guadaña cómo yo las seleccionaba y las ponía sobre mi
jersey, improvisada bolsa. La peña ni gorgutía a la espera de un
final que no llegó, como que no iba la cosa con ellos. Se quedaron
de una pieza cuando oyeron decir a Pedro que así había que hacer;
respetar las que quedaban madurando en el árbol.
No me extrañó su actitud, porque lo conocía de llevarle las
moliendas del maíz y era una persona afable y buena. También de
este hecho saqué mis propias conclusiones sobre la amistad.
Los hijos de los ferroviarios del Cantábrico acudían al Colegio en
el tren. El maquinista, porque los conocía como hijos de sus
compañeros de brigada y también a su cuenta y riesgo frenaba la
unidad en la bajada de la Vega para que los chicos se tirasen a las
fincas para amortiguar el salto. Algún maquinista frenaba junto al
paso a nivel de Pancar y ellos tomaban el atajo por el molino de la
Llavandera para tomar el camino de las Tejeras que enlaza con la
carretera delante mismo de las verjas del Colegio. Traían su comida
en un cesto de mimbres que dejaban en las cocinas para que “El
Coci”, fraile dedicado a las labores de casa y de la huerta, lo
calentase. Por la tarde los dejaban salir como media hora antes para
darles tiempo a bajar a la Estación. Si no llegaban a tiempo se subían en
las inmediaciones de la salida del túnel cuando aún el tren de
vapor no había tomado excesiva velocidad, siempre con la prevención
del maquinista que conocía la costumbre de los asiduos viajeros.
Justo cuando pasaba por donde el molino de La Vega, los de a pie, lo
estábamos esperando, tenía su belleza verlo asomar por la zanja de
piedra, pasadas las barreras de Pancar y escuchar sus resoplidos
mientras expulsaba volutas de humo negro y nubes de vapor de agua,
como un empedernido fumador. Asomados a las puertas viajaban los
hermanos Mon de Vidiago, Tono y Martín de Pendueles, Piñera de
Bustio, los hermanos Canal de Unquera y otros más de los que ahora
no recuerdo sus nombres. El maquinista, para disuadirnos de que nos
colgásemos de los vagones, abría las toberas del vapor que sirven
para deshelar las vías. Con tal lentitud entraba en el túnel de las
Mestas, que nos podría dar tiempo a subirnos en el vagón de cola y
viajar en él hasta Bolao o el Puente las Harnias, como alguna vez
hicimos para irnos a San Felipe. A su paso, Martín lanzó una patada
al aire y yo que estaba tan cerca le agarré su alpargata y me quedé
sin quererlo con ella en la mano. Sus amenazas e insultos se
perdieron en la negrura del túnel. Le había hecho una buena faena y
me lo imaginaba caminando desde la estación de Pendueles hasta su
casa, a la pata coja, medio descalzo y no sabía cómo se lo tomaría
el lunes siguiente cuando nos encontrásemos en el aula. Éramos
buenos compañeros y recordé cuando le libré del golpe con la señal
del Hno. Félix. No hizo falta que se lo recordara; saqué de mi
maletu su alpargata y se la entregué. El buen humor del que hacía
gala hizo que todo se quedase en una anécdota más que contar de
nuestro paso por el colegio.
Me ha desconcertado un poco el título para después recordar la película "La jauría humana" si bien al final me quedo con una sonrisa. Lo que Qui cuentas, Monchu, es de un tremendo realismo, tanto de esa época, que conozco bien, como de la actualidad, o sea conductas que marcan una especie ¿zoológica?
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