Arriba, en el piso de mi casa desde la sala central se abrían cuatro puertas que comunicaba con dos habitaciones al norte del edificio, otra a la galería al sur y la puerta de acceso al desván, así como el hueco de la escalera de bajada. En esa misma sala en la que me recogió Titas, la comadrona que había ido a buscar mi padre a Pancar, era el lugar preferido, junto con la galería con la que compartía tabique y ventana. Aquella sala con tantas puertas haría pensar en cualquier mansión, pero nada más lejos de ello. Los cuarenta metros cuadrados en la perspectiva de un niño dan para mucho. Allí veo un armario grande con luna en una de las puertas y un cajón a todo lo largo en la parte baja que no podía yo abrir por el desnivel de sus maderas. En este armario se guardaban las cosas más variadas como las aspirinas y la caja de la jeringuilla con su racor y aguja, los recibos de los pagos a la iguala médica, los de las mensualidades de la compra de la casa y una caja metálica con fotos, recordatorios de Primera Comunión y otras de defunción.
La parte superior del armario era el hangar de un hermoso y reluciente avión con el que sólo se me permitía jugar en escasas ocasiones en que como se suele decir, "en los días en que se visten los curas", domingos y días festivos. No maltrataba los juguetes, pero debieron descubrir en mí una precoz inclinación a revolver las tripas de los juguetes para desentrañar su funcionamiento, y lo qaue es peor, con tan solo la vieja tijera del cesto de la costura y el cuchillo de pelar patatas, por falta de destornillador u otra herramienta. Con tal previsión de mis padres, fue la forma de que me durase bastantes años. Al rodarlo por las maderas de la sala, rugía su ficticio motor que consistía en una rueda rasposa que friccionaba un pedernal con lo que producía una cascada de chispas que hacían lucir el interior de la tobera, Una rueda, volante de inercia lo hacía avanzar recto si colocaba la rueda de cola por el carril que formaban la deteriorada machambra de dos tablas. Me lo había regalado mi tía Piadosa cuando vino la primera vez de Caracas, junto con una bolsa de canicas cristalinas que llamábamos "mejicanas", que desde entonces, se generalizaron y sustituyeron poco a poco a las de barro y piedra. Fue uno de los regalos más bonitos que me hicieron nunca, sin olvidar, las dos muñecas, Fernanda y Luisa que tío Paco me compró para Santa Marina cuando regresó por primera vez de México de "indianu". El Rubio era un caballo de cartón con ruedas y de mi mismo tamaño con el que jugué varios años, hasta que se rompió y entonces lo usaba para transportar los gatinos dentro de su vientre, como Ulises en la toma de Troya, bajo la atenta mirada de su madre, la gata Rayona que tomaba el sol en el huerto. El autocar de Mento, era una verdadera réplica de aquellos vehículos que llegaban al pueblo de Pascuas a Ramos. Con igual cariño recuerdo el saxofón que me regalaron mis padrinos Ramón e Hilda o la primera armónica “Preciosa” de la marca Honner que tuve para Reyes. Y de todos ellos, es curioso, me vienen recuerdos de sus olores característicos al caucho de los balones, de las ruedas del autobús y de la pistola de agua; a pintura negra del saxofón, a pintura del caballo de cartón y el olor a piedra de lumbre del avión. Al sur, había una gran galería, toda cerrada de cristal, con ventanas de guillotina cuya buena orientación le proporcionaba sol todo el día.
Desde esa galería contemplaba la actividad del barrio y el paso de las gentes a las fincas de Argandeñu, La Ardina, La Collada, Jorada y la Boriza. Conocía todos los rebaños antes de que pasaran por delante de mi galería por el sonido singular de sus campanillas, todas en perfecto acorde. Entonces dejaba las canicas o el caballo de cartón y me asomaba a las pequeñas ventanas a mi alcance, protegidas por barrotes. ¡Cuántas cosas vi desde mi galería! Era ¿cómo decirlo?…mi primer televisor con una perfecta programación diaria y de temporada. Empujando su pesada rueda, se anunciaba primero con un arpegio de flauta y después con voces el afilador- paragüero. El mielero con una alforja al hombro de la que colgaban unas barricas de madera anunciaba la rica miel de Alcarria. Otro día, las lienceras abrían sus grandes sacos de tela para mostrarlo en medio de la Bolerina. Llegaba el herrador para arreglar las cazas de los animales de tiro. Otras veces llegaba el capador o el matador con su macabra tarea. Entonces yo cerraba la programación por no oír los alaridos de los animales ni percibir el olor de la chamusquina mientras los rasuraban. Olvido, la gitana, solía venir con sus blancos cestos de mimbre. Salud y Carmen, anunciaban a gritos la frescura de sus sardinas los martes. Y también Hipólito desde la Arquera para comprar crines; el chatarrero, el que compraba lana, los tratantes de ganado que se acercaban hasta la misma puerta de las cuadras para ver si podían llevarse algún animal para la feria del viernes en Posada. Desde las ventanas de esta sala que daban a la galería recuerdo el cielo encendido por las llamas que carbonizaron la cuadra de una hermana de mi abuelo paterno Santos, tía Lola, en el barrio de Tresierra. Era casi de madrugada cuando Dora, que vivía enfrente de nuestra casa, dio los gritos de alerta en el barrio. Mis padres me dejaron dormido mientras ellos acudieron a apagar el fuego como todos los vecinos llegados desde todos los barrios. Máximina se encargó de tocar las campanas a rebato. Primero se llevó el agua del depósito de la tarazana de la casa de Doña Lola y cuando aquella se agotó, acudieron a los bebederos de la fuente de la H.ornica y del Cañu. Los calderos de cinc volaban de mano en mano como eslabones de una cadena humana, sin descanso. La casa colindante a la siniestrada era de tío Juan, hermano de mi abuelo materno, Marcos, y corría peligro de quemarse con la viga que ardía en la siniestrada. Mi abuelo, sin decir nada a nadie, se subió al tejado y con un hacha cortó la viga evitando así que el fuego entrase por ella a la casa de su hermano. Había un cálido viento del sur. A escasos metros peligraba el henal de hierba de Narciso, también hermano de mi abuelo. Tuvieron que mantenerlo húmedo para evitar que el fuego pasase la calleja con alguna ascua. El calor generado impedía acceder con el agua por el norte así que tuvieron que acercarla por el camino del sur. Yo quedé solo en casa. Con el sonido cercano de las campanas doblando a fuego, desperté y me levanté asustado para buscar a mis padres en su habitación, pero al comprobar que estaba solo abrí las contraventanas y el cielo enrojecido iluminó la sala. Esa misma noche aumentaría la población del barrio con el nacimiento de Ramonín, un primo mío, por lo que es la clave para saber el día exacto de este suceso y confirmar la edad de tres años que yo tenía.
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