6º.-
Paisajes cambiantes
Poco a poco, el paisaje fue cambiando por los alrededores. Aún así,
el edificio se conserva, yo diría con aspecto más jovial. La
solidez de sus muros y el buen juicio de quienes gobernaron la nave
municipal, en las últimas décadas, y por qué no, quizá la
nostalgia de más de un concejal, por haber pisado sus aulas, hizo
que ahora lo podamos ver con el mismo, o como ya dije, mejor aspecto
que tuvo nunca.
Cuando yo pasé por sus aulas, el entorno no era otra cosa que fincas
en las que pastaba el ganado por el otoño y se vestían de verde de
nuevo en primavera, donde hoy son edificios, pistas de aparcamiento y
jardines que intentan con cuatro arbustos enclenques sostener un
panorama rural. Los caminos que llegaban a la carretera, empedrados y
llenos de charcos en invierno, hoy no van a ningún sitio, porque a
ningún sitio queremos ir por ellos, y tan sólo nos llevarían a
estrellarnos con una mata de bardas junto al río. Sólo esperan a
ser alquitranados cuando la especulación del ladrillo llegue a las
fincas a las que dan servicio.
En aquellos años de mis recuerdos, la carretera entraba en Llanes
para seguir a Oviedo por la curva de la Arquera, frente a unas casas,
junto al camino de arena y grava de camino a Bolao, Las Mimosas y la
Pereda.
Cuántos accidentes pudimos ver durante aquel curso, por culpa de
aquella curva. Una mañana, al llegar al colegio, nos encontramos con
un camión volcado y toda su carga de loza cernida por el prado, en
cajas de madera protegida de virutas y papeles del traquetreo de los
baches. Aquel año darían comienzo las obras del segundo tramo de la
autovía, que habíamos bautizado ingenuamente de autopista los
lugareños, creyendo que buena es gorda. Cuando se terminasen las
obras, la curva desaparecería y con ella los graves accidentes. El
cruce ya no sería un problema para el tráfico, pensamos también
con ingenuidad, pero antes, un camión se habría de empotrar contra
el muro de la casa de Hipólito en la misma curva.
Llegó por fin la potente maquinaria que habría de hacer la
trinchera de la nueva carretera. Un domingo sin tener otra cosa mejor
que hacer, nos acercamos a verlas en la zanja de la nueva carretera y
nos montarnos en una de ellas. A quién se le ocurre dejar la llave
de contacto puesta. El bufido de aquél monstruo de hierros nos
aceleró el pulso por la adrenalina. No había modo de pararla ni
estábamos duchos en tales ingenios, que hoy cualquier niño sería
capaz de hacerlo, por lo que quedó en funcionamiento hasta que
consumió la última gota de gasolina del depósito.
También recuerdo de aquel final de invierno la gran nevada que cayó,
creo que fue por marzo. Había amanecido todo el campo cubierto de un
velo blanco, pero no era disculpa ni la necesité para evitar el
colegio. Acabé el desayuno y bien enfundado de lana, con guantes,
bufanda y pasamontañas, emprendí el camino hacia La Arquera. Esta
vez nadie me avisó de que los demás ya habían salido, porque nadie
debió de ir aquella mañana al colegio o hubiera visto sus huellas,
pero todo estaba intacto, apenas se veían las pisadas de los
miruellos y algunas más profundas de zorra que se perdían en alguna
cueva bajo el cueto de La Taberna. Desde él, en la lejanía vi un
sendero ondulante atravesando La Vega. Posiblemente las huellas de mi
amigo Pedrín que desde el barrio de Vallanu salía al paso a los que
veníamos desde el resto de barrios. Pasadas las vías y el río
junto al molino de la Vega, se abría el pequeño valle de prados por
entre los que discurría el camino de carro, oculto completamente por
la capa de nieve. Tan absorto iba haciendo crujir la nieve bajo las
suelas de mis botas que no me di cuenta, hasta que no miré atrás,
de las curvas que había dado siguiendo siempre los pasos de quien me
había precedido.
Las aulas estuvieron casi vacías aquella mañana, además, el
Hermano Félix tenía gripe, nos dijo el director, y nos dio permiso
para hacer lo que nos viniera en ganas, vigilados por él desde su
aula comercial a través de la entreabierta mampara. Al recreo en el
patio, no tardó en organizarse la marimorena con bolas de nieve. El
lugar más seguro estaba al abrigo de los troncos de los arces, desde
donde un grupo controlábamos a nuestro antojo la línea de tiro. En
la tejavana del patio trasero se disputaba una partida de frontón
por parejas de los mayores, arbitrada por el Hno. Pedro. Los más
pequeños, con la participación del Hno. Nicolás, crecían una bola
de nieve rodada por el patio. Se hizo una tregua que aproveché para
irme hasta la clase a guardar los guantes y el pasamontañas que ya
salían sobrando. Las puertas de la sala de máquinas estaban
abiertas por lo que me quedé a escribir el tiempo que quise hasta
llenar una cuartilla por las dos caras con mi máquina preferida, la
“Underwood” de los años veinte que era la más conocida por mí.
La Royal, y la Olivetti, más modernas, estaban siendo usadas en
aquel momento.
Sonó la campana de salida y no nos mandaron tarea alguna por lo que
dejé en clase todos los libros dentro del pupitre. Así caminaría
más holgado y tampoco teníamos prisa, porque no habría clase de
tarde. De vuelta a casa Pedrín me acompañó hasta el camino que
tras el paso del cueto, lo tomaba para llegar a Cuetu Puñu, bien
cerca de su casa. Cuando llegamos a lo alto del cueto la Taberna, nos
encontramos a una vecina que venía del molino, hundida en un hueco
entre las piedras, oculto por una espesa manta de nieve sobre los
brezos. Tirando como pudimos por sus brazos la rescatamos. Nos
sentimos como los héroes de las “Hazañas bélicas”, Roberto
Alcázar y Pedrín.
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