Aquel curso pasado en La Arquera, 1962/63, fue como un paréntesis,
un hermoso paréntesis en el que habría de decidir mi futuro. Con la
expectativa de poder llevar a cabo estudios que me posibilitaran
algún trabajo fuera del campo; creo que fue un curso bien
aprovechado. Los doce duros del jornal de mi padre, más lo poco que
se podía sacar de las ubres de las vacas, no daba para mucho, pero
el sacrificio que representaba no hacer uso de la mano de obra de un
chaval a punto de cumplir los catorce me libró de seguir los pasos
de tantos coetáneos míos. Tampoco es que me diese demasiada cuenta,
entonces, de los ímprobos sacrificios familiares para darme aquellos
diez duros mensuales de la matrícula y los tres complementarios de
las clases de mecanografía. Uno acaba por acostumbrarse a lo bueno y
no tiende a mirar atrás a quien peor le van las cosas, así somos
los humanos.
La enseñanza se basaba en la memorización de los contenidos a la
que el conductivismo imperante en la época la incentivaba
positivamente por los resultados mensuales dados a conocer de forma
pública todos los viernes final de mes, en la tarde. Para despejar
las telarañas de la mañana, nos poníamos de pie alrededor de las
mesas, cubriendo las dos paredes laterales y el fondo de la clase, y
el fraile iba dictando a toda prisa un sinfín de números y
operaciones hasta que cerraba aquella retahíla con una inflexión
de voz y dábamos el resultado. Tras unos segundos de espera, si no
habíamos dado el resultado correcto, restallaba en la clase el
chasquido de la señal que daba paso al siguiente de la línea, en
orden descendente. El que acertaba con el resultado, adelantaba a
todos los que habían fallado en la respuesta. El orden en el que
quedábamos al final de todo el cálculo se respetaba estrictamente
para el día siguiente. La señal era un ingenio en madera de boj, a
modo de caja de resonancia, en el que se golpeaba con una pieza de
caña sometida a un resorte y que permitía pulsarla con el pulgar.
Se usaba también para señalar en las lecturas en alto, un cambio de
lector que seguía normalmente la numeración que se nos había dado
dentro de la lista de alumnos por apellidos y nombre. Alguna vez, no
sé si por harto ya el Hno. Félix de nuestras indisciplinas, la
señal acababa estrellándose en el charlatán o por escasos
centímetros en la testa del vecino. En una ocasión que venía el
proyectil hacia la última fila, tuve el reflejo de apartar la cabeza
a mi compañero Martín. La señal fue a estrellarse contra la pared
del fondo. Creo que mi movimiento no fue percibido por el fraile o lo
pasó por alto previniendo las consecuencias fatales que habría
tenido si le hubiese acertado. Los frailes eran duros y exigentes a
veces, cuando ya perdían el aguante necesario, supongo, pero nadie
reclamaba nada si se pasaban, porque encima llevaríamos las de
perder en casa. Claro que para este tema habría historias para todos
los gustos.
Recuerdo especialmente, el uso de las láminas de
dibujo que llevábamos a casa para terminar a carboncillo así como
otras que hacíamos a tinta china con todos
los colores primarios y secundarios aparte del clásico negro para
orlas y grecas. Los cuadernos
de caligrafía los adquiríamos al
fondo del pasillo- El
hermano Pedro tenía un armario de puertas correderas que ocupaba
todo el ancho de la pared. Ver el contenido de aquel armario era un
goce de ilusión: allí las cajas de gomas y aquellas otras de los
lapiceros con sus puntas afiladas como lanzas; más en alto montones
de cuadernos de distinta numeración para el cálculo o la caligrafía
inglesa, redondilla y gótica;
los tarros con mangos de plumieres de madera rojiza, con sus ferretes
dispuestos a enfundar las plumas que no eran tales, sino de latón,
numeradas para los distintos gruesos de letra, otras
de punta roma y el plumín para
los dibujos artísticos y lineales.
Aprovechábamos los recreos para ir a gastar las pocas “perronas”
y “perrinas” como llamábamos a las
monedas de diez y de cinco céntimos, respectivamente, en
regalices y en anisinos. Al paso por la vía del tren, se
me ocurrió dejar sobre el raíl del tren
la única “perrina”
que encontré perdida en el fondo del
bolsillo. A la
mañana siguiente la busqué por entre las
traviesas de encina.
El peso del tren la había estirado tanto
que sobrepasada el tamaño de la perrona a costa del perfil.
Sabía de sobra que no daría el pego y al
recreo, se me ocurrió ponerme en cola para comprar en el improvisado
quisco del pasillo una barra de regaliz “Zara” al que me había
acostumbrado, está mal que yo lo diga, por
los buenos puestos que obtenía con las calificaciones.
Al Hno.
Pedro al que no le faltaba su pizca de buen
humor, si le dábamos tregua, me miró de soslayo cuando puse en su
mano la moneda aplastada.
―¡Parres, Parres!―
me dijo, pero debió hacerle gracia la ocurrencia y me dio a cambio
un medio regaliz
que le quedaba en el fondo de la caja. No salí
mal en el trato.
A veces, una indisciplina, o tardanza en la llegada al colegio, la
pagábamos con la realización de un cuaderno de caligrafía para la
semana o para el día siguiente, caso de ser más grave la cosa.
Otras veces, nos mandaban copiar de un libro decenas de cuentas de
cálculo que teníamos que llevar hechas para el día siguiente.
Muchos se quedaban por el camino a realizarlas en grupo si tenían a
alguien del mismo curso antes de ir a comer.
Abad, Abello, Amieva, Amuarbe, Anca, Armas, Cantero, de la Granda,
del Arroz, Espadas, Espina, Galguera, García, Gracia, Gutiérrez,
Herrero, Iglesias, Pintado, Piñera, Puente, Riegas, Rozas, Maya,
Martín, Mon, Muñiz, Noriega, Obeso, Sordo, Tamés, Vidal... son apellidos que
se me vienen ahora a la cabeza, muchos desgajados de sus nombres,
otros nombres sin apellidos, motes, gestos o simples detalles como
despieces de un taller. Basta un encuentro con un ex alumno de la
Arquera para que todo vuelva a encajar, aunque venga observando que
los recuerdos de los demás no coinciden siempre con los míos.
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