jueves, 10 de julio de 2014

52.- Las fuentes del alma


Sólo con pensar en las fuentes de todos los lugares que conocí se me hace la boca agua y lo hago para mitigar la sed mientras conduzco por las áridas tierras de La Meseta.
Hubo un tiempo de mi infancia en el que escuchaba en casa la idea de irnos a vivir a una casería de la zona central de Asturias, creo que por Noreña, para la que necesitaban una familia que la atendiese. Las condiciones laborables que ofrecían no sé si superaban con creces los beneficios obtenidos en nuestro minifundio de escasa media hectárea en propiedad. Confieso que me apenaba sobremanera la pérdida de contacto con los abuelos y resto de familia, vecinos, amigos y compañeros de escuela, maestro incluido. Una tragedia para mí y dediqué unas semanas a correr la voz.
Cuando hube avisado a todo el mundo, me di cuenta que me quedaba algo más por hacer. Tenía que despedirme de los lugares de mis juegos, las rocas que representaban en mi imaginación barcos de piratas, máquinas del tren, aviones de combate y otras niñerías. También debía recorrer las fuentes, que algunas por distantes repasaba por orden en un imaginario recorrido.
Quien nunca haya bebido del chorro de una fuente, usando las palmas de las manos y dejar que el agua se vaya por entre los dedos, o bien hundiendo la boca en un manantial, no podrá comprender lo que me pasaba.
En la Noche de San Juan, pasadas las doce, no olvidaba acercarme a beber la flor del agua en mi fuente predilecta, la Jornica y recogía unas ramas de verbena para preservarme de la picadura de una culebra. Sobre el techado de la fuente había varios ramos de flores adornándola.
Las fuentes y manantiales ocupan un lugar especial en el recuerdo de la toponimia de las aldeas. Hago memoria y surgen veinticinco nombres, lugares y hasta el sabor diferenciador de sus aguas.  No sé si aún tienen agua en las fuentes de Las Melendreras, donde vivía mi bisabuela Lisa,  La Retuerta, El Sapu, La Churra el Llanucu, La Arenal, El picón de los Riucos, Fuenteberrosa, Santa Marina, donde bebíamos tras los partidos de fútbol en el campo, Rabugandín, Reburdión, La Puerca y alguna otra más que quedan ya en olvido.
En La fuente de la O desapareció la losa grabada con un círculo y el centro que le daba nombre y que es una incógnita para mí su origen, significado y época, aunque me parezca estar viéndola todavía.

La Jornica.
Su nombre deriva del término 'horno' que al aspirarse, según ocurre en el bable de la zona, se convierte en /h.ornu/ y por la apariencia de esta fuente con la de un horno pequeño, viene lo de  “jornica” al que se le puede sumar un matiz familiar y cariñoso.
De ella llevábamos agua para las casas de los barrios, que decíamos de 'arriba de la carretera' : Tamés, El Palaciu, El Cuetu, Coxiguero, Tresierra, La Veguca, La Caleyona, Cospechu, Campu'l Roble y La Piniella.
Es un afloramiento de agua protegido por una construcción en piedra y cubierta de mortero. Por una pequeña puerta abierta en la pared frontal, sacábamos el agua con la ayuda de un tanque que llevábamos de casa, aunque solía haber uno para uso comunitario. Cerca de ella estaba el bebedero, de factura similar y afloraban otros manantiales que convertían el lugar en una charca llena de berros y otras plantas acuáticas que mantenían las aguas claras de las que gustaba beber alguno de los animales, aunque la mayoría de ellos se iban directos al abrevadero en el que sobrenadaba una verdosa tela de algas y lentejas y bajo ella una rica fauna con renacuajos, tritones, sanguijuelas, zapateros, ditiscos, garapitos y mosquitos a los que ahuyentaban con el aire caliente de su respiración.
Siempre se decía que el agua de la Jornica, nace en las cuestas y pasa por La Ardina, donde se escuchaba el sonido de la corriente subterránea en una covacha.
Había un atajo desde La Piniella hacia la Iglesia, sobre unas paseras de piedra que sobresalían apenas entre los berros y las olorosas mentas de agua. ¡Cuántos de mis recuerdos infantiles se hundieron para siempre en aquel ensoñado paraje poblado de Xanas y Ondinas!
Por su cercanía al templo, con el agua de La Jornica se llenaba la pila bautismal y el calderín del hisopo con que se bendice a los animales que desfilan el día de San Antón y la última morada del Campo la Barrera. Mi vecina Rosi Sobrino Arenas me pasó estos versos que se cantaban por San Juan en el enrame de La Jornica, antiquísimo culto al agua, acompañados de pandero y panderetas:
I
Vamos a enramar la fuente,
la fuente de la Jornica
que con el agua que mana
se consagra y se bautiza.
II
Vamos a enramar la fuente,
la fuente de la Jornica,
donde todos los años crían
un papín y una cerica.
III
Los anabios del Cuera
bien haya quien los cortó.
Los cortó Rosa Sobrino
y un galán que le ayudó.
IV
Vamos a enramar la fuente,
la fuente del (*)Cañu nuevu,
con los anabios del Cuera,
y con la flor del romeru.
V
La fuente enramada está,
la fuente enramada queda.
La fuente enramada está
con dos arcos y banderas.

El Cañu la Viña.
Esta fuente, pudiera decirse que era para los barrios de “abajo”, aunque este término aquí carece de sentido espacial, pues de ella se servían tanto los barrios de Brañes, La Casona, La Concha, Ribaz, La Vega los Romeros, Pedrujerrín, y Recuestu, unos a nivel de la carretera y otros por encima o por debajo.
Esa diferenciación geográfica no obedecía a ningún otro criterio que el de dividir la población escolar en dos bandos a la salida de clase. Acudíamos a las tapineras con el fin de proveernos de material bélico para meternos en una batalla “campal”, nunca mejor dicho. No siempre quedaba clara la pertenencia a uno u otro bando pues los había que tenían igual querencia por ambos frentes, pues las casas de sus abuelos quedaban del otro lado. He de decir, ya sin ningún orgullo, que los de “arriba”, por cuestiones físicas gravitatorias llevábamos, casi siempre, las de ganar.
Muchos de nuestros juegos, eran así de brutos como la época que acababa de pasar y los términos usados dan fe de ello, así como: las partidas, los de arriba contra los de abajo, al soldado, al escondite por los barrios o por las cuevas, a fugados y guardias... También imitábamos a los héroes de los tebeos, con espadas y lanzas de madera como “El Capitán Trueno” y “El Jabato” o tirando de arco como “Robin Hood” y el tiragomas con el que no quedaba cristal entero de las casas en ruinas, ni tacilla aislante entera a lo largo del tendido eléctrico. Jugábamos también a “indios y vaqueros”, a “policías y ladrones” , pero los mejores juegos eran los de grupo donde se aprendía a colaborar con los demás, las interminables “partidas” de pillar y librar, a presos y carcelero en el pórtico de la iglesia o en los portales de la escuela, casi todos como dije con la misma temática bélica.
Junto a la fuente hay un bebedero y un hermoso lavadero donde los lunes, así era la costumbre entonces, las mujeres acudían con las bateas de cinc repletas de ropa. Si había sitio bastante en los dieciséis depósitos que existen, cada una elegía dos colindantes; uno para echar la ropa a remojar con un chorro de lejía y frotar, prenda por prenda, sobre la piedra finamente labrada con la pastilla del chimbo y el cepillo de cerdas, si era necesario, el otro para dar el aclarado y tomar el añil de una bolsa hundida en el agua, que les aportaba blancura y un característico olor a limpias. Si no llovía, las tendían  sobre los muros de la finca cercana para que recudieran el agua.
Los pequeños que las acompañábamos, como no puede esperar menos, jugábamos con el agua del bebedero y de un manantial a ras del suelo, La Churra, que mana de una roca de La Piniella, con un hervidero de renacuajos de sapo que llamábamos cabezones o cruzábamos de una parte a otra la pandina, sorteando las pilastras de madera que sostenían el tejado de lata.
En los recreos, antes de subir a las aulas, calmábamos la sed en esta fuente, deslizándonos por una basna bajo el nogal, que acababa haciendo añicos los pantalones y lo que es peor, nuestras piernas.
De los dos maestros que me dieron clase, el primero, D. Francisco Peláez, natural de Pechón, D. Paco,  me enviaba con el botijo a la fuente y lo subía lleno, por mandato suyo, al piso superior. He de aclarar que don Paco, seguramente por causa de la guerra, tenía un impedimento al andar y Dª Ramona, su esposa, bastantes kilos de más. Yo me beneficiaba de alguna onza de chocolate o caramelos, por mi servicio de aguador.
Con el segundo maestro, D. Manuel Fernández, de Andrín, íbamos a por agua para beber en las tardes cálidas de comienzo de verano o para llenar la botella con la que regaba el piso de madera los viernes, que me tocaba quedar a barrer. El presupuesto escolar no contemplaba la limpieza y los alumnos debíamos llevarla a cabo, por riguroso turno, asesorados por el maestro que también cogía la escoba o limpiaba el polvo de las mesas y ventanas.
La crisis de entonces era la herencia que nos había dejado la guerra. Hasta bien entrada la década de los ochenta, la limpieza de las escuelas era atendida, salvo casos excepcionales, por los propios niños, digo bien, y los maestros. No vea el lector en estas líneas apología de aquella crisis pasada para justificar lo que podamos llegar a ver con la actual. Antes bien, prefiero creer que ningún político consienta en dar pasos atrás en lo relacionado con la Escuela Pública, servicio que permite el acceso a una educación de calidad para todos, de la que como alumno guardo inmensa gratitud y como maestro defiendo.

Fuente La República
Es un testigo mudo que permaneció imborrable, a pesar de los hechos acaecidos y la represión que estos términos sufrieron.
Asentada en un cruce de caminos, servía sus aguas a los barrios Joucubil, El Jou, Calvu, La Xunca, La Campa, La Tinuta y Rupandiellu, El Cotaxu, La Bolera, Barrio Chino, El Colláu y Sabugosa.

Covarada es un manantial, justamente a la salida de la gran caverna que horada el Cueto Las Cerezales y viene de Corisco donde se aboluga una vez más el río Melendru, en la otra boca de la cavidad de piedra, conocida como Covarón servía a los vecinos de Vallanu.
En Covarada, lavaban las mujeres, de hinojos en la arena de la orilla y frotaban las prendas sobre las lastras inclinadas, medio hundidas en el agua del río. El sol no tardaba en acudir solícito a secar el rocío de la noche caído sobre la pequeña campera adornada de mentas y catasolas, ante aquella simulada oración, sacando del agua las empapadas sábanas las elevaban al sol y las volvían a hundir.
En el sitio y barrio de Cuetupuñu existe otro pequeño manantial que envía sus aguas al Río Vallanu entre una pequeña chopera.
A las aguas de los ríos, se llevaban las ropas de las familias en las que alguno de sus miembros padecía una afección pulmonar, que eran de tratamiento largo y mucho reposo. Había un excesivo cuidado con eso, pues las penicilinas no eran conocidas o no estaban al alcance de todo el mundo. Había pocas casas en las que no hubiese alguien afectado o en contacto con familiares que las padeciesen y eso suscitaba, dicho suavemente, un cierto recelo entre la población.
Había otros manantiales alejados del pueblo como las de La Palaciana, camino de Parres a Bolao o las de Golondrón y Jorimiga, Las Llastrucas, Patica,  perdidas todas ellas por la acción de la cantera.
 
De la fuente de Moscadoria, cercana a Santa Marina, guardo imborrables recuerdos por haber acompañado a mi madre. Lavaba al lado de un pozo que a mí me parecía profundo, a la sombra de un alloral. Cercano estaba el depósito de agua y aún puede verse la construcción hecha de cemento que debió de encauzar en un canal, de eso me di cuenta recientemente, el agua hasta Requexu, donde bien pudiera haber existido una pequeña aceña, pisa o herrería, pero sólo es una mera especulación mía.
Solían ponerse de acuerdo varias madres, para hacer más llevadero el camino y el trabajo, charlando de sus cosas y niños y problemas o amenizando el tiempo con cánticos, romances e historias. Los críos explorábamos la vecina cueva que lleva su nombre o hacíamos barcos con las cortezas de los arces que se desprendían. Al final del río lo cruza un camino de herradura y había unas paseras para vadearlo a pie enjuto. Nosotros, pequeños ingenieros aficionados al agua, la represábamos  con troncos, tapines, piedras y mollejas. Llevábamos las pequeñas balsas junto a la fuente para soltarlas y las íbamos a esperar junto a las paseras para recuperarlas con una caña de avellano. La mayoría de las veces, aquellas primitivas y liliputienses barquichuelas, quedaban atrapadas por alguna caña de laurel o acababan hundidas en el remolino central del negro pozo.
Antes de marchar para casa, teníamos que vaciar de arena nuestras playeras, casi deshecha la suela de esparto, y ponerlas a recudir al sol en un muro, en tanto dábamos fin a nuestra más excelsa merienda de garitu de pan y onza de chocolate.


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