domingo, 15 de marzo de 2015

91.- En la Plaza de la Magdalena



Después de las tres semanas que tardamos en derruir el edificio hasta el primer piso llegó una pala mecánica para cargar en camiones todos los escombros amontonados y continuó con el derrumbe de las paredes del sótano desde la plaza del muelle. Aún así el edificio se resistió a ser derruido por  los acerados dientes del cazo que sólo podían arrancarle pequeñas esquirlas de sus bien consolidados muros, como antes lo había hecho contra nuestros juguetones zapapicos.
Despejado el solar, a media mañana, Enrique, remolcó con su “EBRO” el compresor de aire “BÉTICO” que se usaba en la cantera de Julián Amieva Sánchez. Yo sabía cómo se arrancaba de tantas veces que lo había observado y conocía los preparativos previos: Se retiraban las pesadas chapas sujetas por un candado; se comprobaba el nivel del combustible, la llave de paso y filtro; se comprobaba que las manetas de entrada y salida del aire en el calderín estuvieran abiertas y por último se abría la válvula de compresión del motor antes de girar la manivela de arranque que había que cerrar en cuanto se viesen salir las primeras volutas de humo por la chimenea de escape. Si no estaba frío, bastaría con uno o dos intentos para calentar el combustible en las cámaras de los pistones, y aquel ruidoso monstruo resoplaba y tosía expeliendo una primera bocanada de negruzco humo que invadía el lugar del olor a petróleo.
Lo habían traído para barrenar las rocas vivas que ocupaban gran parte del sótano destinado con toda seguridad a establecimientos,bajos comerciales y garajes de las nuevas viviendas. El encargado, tal como nos enteramos, había sido también capataz en las minas de la Cuenca del Nalón. Y por lo que me demostró días después, tenía bien aprendido el tema de la dinamita. Julián me dejó a cargo del “Bético” en cuanto vio que daba sin dudar los pasos necesarios para ponerlo en marcha. De igual modo, el encargado debió de creer que sabría barrenar en las rocas y a ello me puso de inmediato, pero yo tan sólo había usado el martillo picador. No era difícil, pero sí se necesitaba un gran esfuerzo por el peso y la vibración que generaba en los brazos. A los dieciocho años todo nos parece un juego de niños porque confiamos en nuestra fuerza que los mayores sustituyen por la maña.
El minero no me dejó tranquilo. Como debió de notar al momento mi total inexperiencia, me aconsejó la forma de hacer los tacos para que al detonarlos no volase el barrio entero. Y luego noté que fenecerían mis fuerzas con la postura con que sujetaba el pesado martillo que  debía empujar hacia arriba en un ángulo de cuarenta y cinco grados para los tacos de corte, si no discurría alguna idea que me ayudase. Debía llegar entero al final de la jornada.
Después de varias horas de marcha, tenía que hacer verdaderas contorsiones para erguirme. No había modo de verme libre de la vigilancia de aquel celoso capataz, que disfrutaba por verme claudicar o se complacía en que hiciera cuanto me mandaba. Así que, al segundo día, sin importarme un pimiento lo que ocurriese, después de iniciado el taladro con la barrena corta, me dediqué a construir un plano inclinado con unas tablas del tillado que habían quedado por la obra. Para estar más cómodo, tras mis espaldas coloqué unos sacos rellenos de arena como respaldo, cambié a la barrena larga y la empujaba con los pies en las empuñaduras del martillo que se deslizaba por la tabla. Así pude aliviar un tanto y dar descanso a mis brazos y riñones, siempre bajo la mirada circunspecta del jefe. Una mañana quiso darme lecciones de cómo se cogía el martillo, durante tan sólo unos minutos hasta que dos rosetones de sudor aparecieron bajo los sobacos de su chaqueta azul y su cara de piel clara se había encendido, que me devolvió el artefacto. Sin pelos en la lengua le dije que lo complicado era continuar durante once horas. Se lo pensó bien, no me dijo nada y se fue al grifo del agua para calmar la sed y mojar la calva.
Puesto que era aún invierno, la noche se nos echaba pronto encima. Como primera medida, mandó que se instalaran dos focos que nos alumbraran a partir de las seis de la tarde de tal forma que no conformes con la jornada de diez hora, la hacíamos de once. Como me aclaró el capataz, había que amortizar las mil pesetas diarias del alquiler del compresor. Al menos me mantendrían el precio de la hora en veinticinco pesetas, en tanto que al resto de la peonada se les volvió a abonar a dieciocho, una vez desaparecido el riesgo del derribo. Tenía que mantener el tipo y a fe mía que puse todo el empeño en ello.
La voladura de aquel desmonte fue perfecta y dejamos el solar de piedra y la pared del fondo como el corte de un helado. El día que llevaron el compresor me pidió que fuese hasta la finca del Brau, en La Portilla donde se proyectaba la construcción de un camping.
       De regreso a casa, iba cansado, pero totalmente feliz. Mis manos, con las vibraciones del martillo barrenador apenas podían sujetar ya el manillar de la bicicleta de lo hinchadas que las tenía. Al día siguiente me quedaba solo en el Brau dispuesto a hacer una zanja para el agua que habíamos marcado con una cinta.

sábado, 14 de marzo de 2015

90.- Piedra a piedra

La destrucción de las paredes tuvo que ser piedra a piedra con maceta y puntero, hasta que las tuvimos a la altura del andamio, momento en el que nos subimos a ellas y utilizamos el zapapico y el efecto palanca. No se me hubiera ocurrido pensar que con tan sólo cal y arena de la playa se consolidasen los muros de aquel modo en que estaban, de parecidos resultados que con el cemento. Es posible que tuviese algo que ver el efecto del salitre del mar sobre la argamasa, convertida en cascarilla blanca muy similar a la de los moluscos marinos. En la segunda semana de haber comenzado, sería el mediodía, fue cuando se corrió la trágica noticia de la caída de un peón que estaba en idéntica labor que la nuestra demoliendo un muro del antiguo convento junto al paseo Posada Herrera, de la empresa constructora “Sedes”.
Había caído al palanquear con la herramienta en una piedra que al desprenderse, le desequilibró por completo. Fue este acontecimiento lo que me hizo sentir inseguro allí arriba y así se lo comuniqué al encargado. Si por ello me hubiese echado de allí, lo entendería, pero tampoco me hubiese importado, en cambio, comprensivo me dijo que hiciese lo que pudiera desde el andamio si me ofrecía mayor seguridad, y eso es lo que hice. Sin embargo, el oficial y Sevilla siguieron montados en el muro sin inmutarse.
Por las mañanas, los cuatro peones de común acuerdo, revindicábamos bocadillo en ristre, aquellos diez minutos de receso que en algunos trabajos ya gozaban. El encargado, al ver que lo hacíamos con toda normalidad delante de sus mismas narices, él mismo quiso secundar nuestra acción. Al día siguiente cuando me disponía a lavar las manos para dar cuenta del bocadillo de tortilla que llevaba, me mandó que fuese hasta la Fonda La Guía en la plaza a buscar su tentempié. Desde aquel día pude añadir otros diez minutos al tiempo del bocadillo, porque era el más joven y la tarea de recorrer las calles con un cesto de mimbre tapado con una servilleta a cuadros azules y blancos, no era trabajo para hombres “hechos y derechos” que eran mis tres compañeros. Los martes, día habitual en Llanes del mercado, me encontraba con los de la aldea. La dueña de la fonda ya me conocía y me hacía entrar mientras preparaba el cestillo del caballero: taza, tetera con el café con leche, cucharilla, cuchillo, mantequilla, mermelada y bollo suizo, que me hacía ensalivar de verlo tan puesto. De buena gana hubiese hecho una ratera en el bollo como lo hizo Lázaro en los bodigos del clérigo, pero la cordura imperó sobre los sentidos. A cambio, ya dije, gozaba de mi bocadillo, mientras los demás estaban ya al pitillo. Aquellos días, mi piel antes morena por el hollín se veía aclarada por el polvo de la cal a pesar de que la continua exposición al sol le había dado un tono moreno albañil.
Como se trataba de una casa que había estado tiempo deshabitada, nos asaltaba la idea de dar con alguna ayalga sobre las ripias del tejado, en alguna hornacina en el muro o bajo las escaleras, oculta bajo una capa de polvo y telarañas; al demoler las paredes esperábamos escuchar el sonido metálico de una olla repleta con monedas de oro golpeada por el pico.
Anécdotas como ésta pincelaban con resplandecientes colores el rudo trabajo de peonada en las obras. En mi fugaz paso por ellas, sin embargo llegué a ver por sótanos, desvanes y tejados, objetos abandonados que hoy tendrían, cuando menos, un valor de coleccionista.  En una ocasión bajo las tejas encontré una navaja barbera mango con cachas nacaradas de la marca “Solingen”, con la codicia del albañil al que atendía por mi hallazgo que en aquellos momentos permanecía sentado al sol sobre las tejas a la espera de que yo le subiese las pesadas calderetas de hierro desde la calle. Fue al sujetarme en una madera cuando mi mano empujó un objeto que cayó al piso. Pasé la mano por toda la viga y entre polvo y hollín encontré el asentador de cuero. La hoja de la navaja acabó convertida en una gubia y el asentador aún lo conservo, pero a su vez perdido por alguna viga de nuestra casa, quizás hasta que dentro de muchos años más, otro peón que lo encuentre se lleve su parte de alegría.
Otro de los hallazgos, y del que tal recuerdo me queda, era una caja de violín, cubierta por el polvo y las telarañas, en el ángulo más oscuro del desván, de cierres metálicos que trataron de resistirse a mi curiosidad. Cuando pude doblegar oposición de la herrumbre de los cierres, me mostró en su aterciopelado nicho rojo, yacía un hermoso violín. El arco que le acompañaba, dócil esclavo que al liberarlo de la traba se le deshicieron sus crines cual momia profanada por arqueólogo. Me sugirió todo aquello los hermosos y tristes a la vez versos que Bécquer, le dedicó al arpa abandonada:
«¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!»
Imaginé a alguien de la casa que hubiese tañido aquel violín y repasé todas las posibles razones para que ahora estuviese allí abandonado. Cada vez que subía y bajaba con los materiales desde el portal al tejado, le echaba una mirada de inconfesable anhelo, pero pudo más en mí la conciencia y el respeto a lo ajeno. No fue óbice para que recordándolo pensase si no habría acabo como otras antigüedades en el basurero municipal de la cuesta “El Cristo”.
«¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga “Levántate y anda»!” »
¿Fue quizás el recuerdo de aquel hallazgo lo que me llevó a insistir para que mi hijo asistiera a las clases que Lisardo Prieto, considerado vigulinista pixueto, impartía en las aulas del conservatorio llanisco con la promoción del Centro cultural “El Llacín” de Porrúa? O ¿será por ese afán de los padres por dar a los hijos lo que a ellos les fue negado?
El caso es que cuando me encontraba desmontando el tillado del desván, en un hueco de la pared tapado con una piedra, di con un viejo pistolón de avancarga que al ser llamado por el capataz en aquel momento no me dio tiempo a contemplarlo y bajé con él a esconderlo junto a la hormigonera entre unos sacos vacíos de cemento. Al salir lo recogería en el momento de cambiarnos de ropa, me dije y corrí a ver a qué se me llamaba.
Era sábado. Una vez cambiados de ropa, acudíamos los obreros a las oficinas de la empresa en la obra principal de la Moría para recibir el sueldo semanal. Fui sin demorarme  para evitar hacer cola ante la ventanilla del listero que nos pagaba. Una vez con el sobre en el pecho, en lugar de volver por la obra nuestra, bajé por un camino hasta la misma barra sin acordarme para nada del trabuco. Cuando estaba en casa lo recordé y me dije que lo recogería de domingo que bajaba al cine. Cuando al día siguiente fui a buscarlo encontré que habían retirado los sacos y con ellos mi ayalga.
Pasados unos años, recordando aquel hallazgo con mi compañero Ramón Noriega, me confesó algo que nunca le había escuchado decir antes: "Mientras yo me encontraba en la siguiente obra, en el Brau, los peones encontraron algunas monedas, no sé cuántas, conocidas como “Luises de oro”, que se repartieron".
Aunque esto es mejor tomarlo como leyenda urbana, se decía que quien la adquirió había encontrado una olla con tales monedas. Y que el
dueño del edificio había pagado parte de la obra con el valor de ellas. 
Tengo escuchado algo parecido a unos obreros que un tiempo después solaron las calles con piedras y disponían de un detector de metales. 

miércoles, 11 de marzo de 2015

89.- La obra de La Moría

Acostumbrado a obras con poco personal y recursos, me perdía por aquel bosque de postes de metal que sostenían las aún frescas planchadas superiores a las que se accedía por rampas de tablones tachonado de barrotes que hacían las veces de peldaños. Aún tengo el recuerdo fotográfico en mi memoria de las extensas fachadas andamiadas del edificio.
Era el segundo día de trabajo en La Moría. A escasos minutos del toque de entrada, llegaba de la Calle Mayor un personaje al que no había visto por la obra y, al verle atravesar por la desaparecida muralla, en lo que fuera la Puerta de San Nicolás de entrada a la Plazuela de  Santa Ana que en tiempos del medioevo quedaba extramuros como capilla de la Moría y de sus marineros, me imaginé la llegada de un caballero con el yelmo y guanteletes en la mano, tras dejar al cuidado del su escudero la montura. No era para menos aquella ilusión en aquel real escenario de fondo con paredes blasonadas del palacio de Gastañaga enfrente del  convento que recientemente también fuera cárcel.
Al poco tiempo de frecuentar un trabajo, si se es buen observador, se conoce el percal del personal. Aquel hombre que frisaría los cincuenta vestía de manera singular a como lo hacíamos, por lo general, el resto de operarios: pantalón de mahón los peones mayores, blanco los albañiles y de “vaqueros” los peones más jóvenes. Él vestía todo en azul claro, chaquetilla como las que llevaban los comerciantes, con cuatro bolsillos, de uno de ellos se prendía la tapa azul de un “bic”, un metro extensible y la funda de unas lentes. Al caminar llevaba las manos detrás sujetando el inmaculado casco blanco y unos guantes de badana también sin estrenar que me imaginé acababa de comprar en cualquiera de las tres ferreterías que había entonces en un radio de treinta metros: la de Antonio Alonso en la Plaza Parres Sobrino, al de Ramonín Sobrado junto al puente y la de Fernando Delgado, haciendo esquina en la Calle Mayor. En lugar de las socorridas “Chirucas” que la mayoría de peones llevábamos, aquel castellano calzaba lustrosas botas de suela de tocino tan sin usar como el resto de su atuendo. No podía ser otro que el encargado nuevo del que se hablaba, aparte de Minón que así se llamaba el que llevaba la obra, destinado a la que estaba a punto de iniciarse en la Plaza de La Madalena, para el dueño del Bar Colón. Cuando pasó a mi lado yo me dedicaba a atar en el porta bultos de la bicicleta el impermeable tapando el costal en el que traía el almuerzo. Le di los buenos días y me los devolvió con el idéntico ritual de cortesía. Es curioso que ciertos detalles nos produzcan prejuicios hacia las personas que todavía no conocemos. Nadie parecía conocerle y se notó porque se acallaron las charlas que a esas horas el bromista de turno, que en todo grupo existe,  salpimentaba con chanzas la penosa hora del inicio de la jornada laboral. El supuesto encargado sacó su reloj del bolsillo del interior de su chaquetilla y levantó la tapa del mismo con un gesto del pulgar un instante y que al cerrarse un metálico clic coincidió con la primera de las campanadas del reloj del Ayuntamiento. Sin que hubiesen sonados las otras siete restantes, el peón encargado tañó con una cachaba de tetracero la viga metálica que hacía las veces de campana de la obra, tanto para la entrada como para la salida. Como si de un nido de hormigas se tratase los obreros reaccionamos al unísono camino cada cual a nuestro trabajo. Antes de que me metiera dentro del edificio, el nuevo encargado me pidió que me quedase junto a otros tres peones que ya había seleccionado para sí. Entre ellos estaba Ramón Noriega, de los del “Jornu Pancar”, con el que me sentaba a comer en los soportales de la capilla, mismo enfrente de la obra donde dejábamos a buen recaudo las bicicletas, la comida y la ropa de repuesto. Cogí el casco y la bicicleta y les di alcance cuando ya iban entrando en la calle Mayor que continuamos hasta desviarnos a la izquierda hacia la plazuela de La Magdalena, junto a la “Sidrería Culetu”. El encargado abrió la puerta de una vieja casa de dos pisos. Desde allí no me pareció tan grande como cuando días más tarde pude contemplar con el tejado descubierto la altura de dos pisos más que daban al nivel del muelle. Era un caserón de paredes recias y bien alineadas, cuyo único defecto era el de haber cumplido varios centenarios, pero que no se ajustaba al destino como vivienda multifamiliar, fórmula que ya empezaba a arraigar en el concepto de restauración. Estoy convencido que hoy ni el promotor ni el arquitecto hubiesen consentido ni proyectado tal aberración: baste con ver, pasados apenas cincuenta años, el estado y aspecto de la edificación que la sustituyó. Me temo que las piedras de sillería de los frontales y cortavientos, los dinteles de las puertas, balcones y ventanales hayan ido a parar como relleno en cualquier finca disponible de igual forma a la especulación.
Ramón, que por ser el más viejo y de más antigüedad en la empresa de los cuatro, desde el primer momento parecía llevar la voz cantante. Cuando marchó el encargado, nos explicó que a los cuatro nos pagarían a razón de veinticinco pesetas la hora, en lugar de las dieciocho que cobraban el resto de peones. Seguirían siendo las diez horas, de ocho a una y de dos a siete. A cambio, nadie nos apuraría, porque se trataba de hacer las cosas con calma y de forma ordenada. A mí me contó mientras comíamos en una de las mesas de la sidrería que él me había propuesto al encargado para formar el equipo de demolición.
Uno de los obreros que a lo que resultó tenía más decisión en las alturas se abrió paso por entre las ripias y se izó al tejado desde el desván. Le siguió Sevilla, un peón de media edad que solía dedicarse en temporada buena a las labores de la mar y que quizás por eso tampoco parecía marearse en las alturas. Ramón por ser mayor y yo el más joven nos quedamos en firme ya que alguien debía recoger las tejas que nos iban pasando los que estaban arriba y las fuimos bajando desde el desván hasta el piso de abajo resbalando por unos tablones que a tal fin colocamos. Las tablas del ático no ofrecían tal seguridad para acumular el gran peso de las tejas.
Así estuvimos aquella media semana y la que siguió mientras echábamos abajo el tejado y el maderamen que lo sostenía. Al mediodía cuando bajábamos a comer bajo las acacias de la sidrería, la clientela nos miraba con una mal disimulada risa. Cuando fui a la barra a buscar la bebida y me vi reflejado en el espejo que había tras el botellero, no pude por menos de reírme en mis propias narices, nunca mejor dicho, pues las llevaba más hollinadas que la chimenea de una locomotora. Me vino a recuerdo el episodio que narra en El Lazarillo, el susto que se llevó su hermanico cuando se percata del color de la piel de su padre, por no verse la propia. Yo había visto la de mi compañero y creía que las risas de la ociosa clientela del vermú eran a su costa, por no ver la mía; desde allí mismo, comencé a darle al refranero el justo valor didáctico que tiene. Yo así veía a mi compañero negro como el carbón y no le decía nada por no molestarle y a él le debió pasar tres cuartas de lo mismo, como riéndonos me comentó después, ante las risas de su esposa Teresa Martínez que le llevaba la comida todos los días y se sentaba con nosotros a charlar. Son detalles que siempre recordé y aún hoy no tengo por menos de reírme con ellos. Así fue que tuve desde entonces una gran amistad con aquella pareja, pues como contaré en otros episodios coincidimos en siguientes destinos.

martes, 3 de marzo de 2015

88.- La Vega la Portilla

 A la siguiente semana Manolo nos mandó ir para comenzar con el desmonte de una finca y preparar la explanada en la que se construiría una granja de cerdos, en la Vega la Portilla.
En esa tarea estuve durante una semana junto a mi padre y mi tío Ramón, “Puertas”. A la siguiente semana llegó Ángel Sordo, “Goli” de Pendueles, casado con Teresa Sobrino Romano, vecinos del barrio de Pedrujerrín en Parres, que manejó el compresor, el martillo rompedor y el de barrenar, cuando fue necesario dinamitar la roca.
El trabajo era sin duda más duro que el que conocí en la construcción por el peso de la pala de dientes y el pico que utilizábamos para el guijo. Sin embargo se me hizo llevadero por la camaradería y familiaridad que nos unía a todo el grupo. Aprendí con ellos a llevar el ritmo adecuado que me permitiese rendir las ocho horas de la jornada; pude disfrutar de sus conversaciones con las que me sentí tan a gusto y me hicieron menos duro el trabajo.
La cantera fue la primera empresa que cotizó por mí a la Seguridad Social, además de abonarme veinticinco pesetas a la hora, que era sueldo más alto que llegó a cobrar un peón en algunas de las empresas que en aquel año llegaron a Llanes para edificar, que no en todas. Aún conservo la cartilla donde viene el nombre de D. Antonio Celorio, mi médico de cabecera cuando niño y del que ya di razón en textos anteriores.
Justo daban las diez, parábamos unos minutos para tomar un bocadillo, aún estando presente el patrón y jamás nos dijo nada por ello, aunque esta costumbre aún no estaba generalizada ni figuraba en algún convenio laboral, que yo sepa. Aparte de este receso que, como ya contaré, no se recogía en otras empresas, los que eran fumadores podían liar un pitillo sin que nadie osase decirles nada, pues echaban mano de una frase socorrida para el caso: “en todos los trabajos se fuma”.
Calmábamos la sed con el agua del barrilete de madera que siempre se llevaba junto al resto de herramientas hasta el punto de trabajo. La iba a recargar en la fuente que hubo en el cruce de los caminos con la carretera, bajo unos castaños, hasta que con las reformas viales se la cargaron para hacer la actual rotonda.
Como anécdota curiosa que aún recuerdo diré que allí cerca vivía Evaristo Sobrino, persona ya mayor, o a mí me lo parecía, como joven que yo era. Charlaba amigablemente con mi padre y mi tío, pues parece ser que había tenido mucha amistad con mi abuelo Santos. Una mañana, para la comida nos llevó unas cuantas botellas de la sidra que él hacía en el propio llagar. A decir de mis tres compañeros, pues yo aún no conocía para la comida otra bebida que la leche con café, bien azucarada, espalmaba bien en el vaso y se dejaba beber muy bien. Según nos contó el sidrero aquellas botellas habían guardado el dorado néctar de la pomarada sobre los anaqueles de su bodega durante dieciséis años, tiempo que a todos nos llenó de asombro, pero que no por ello dejamos de creer que fuese cierto.
Una vez acabada aquella tarea de desmonte, había que volver para la cantera. Me apetecía más regresar a la construcción, pues tendría la posibilidad de aprender algunos de los oficios relacionados con ella, como albañilería, fontanería o electricidad.
Una tarde, de las últimas que allí estuvimos, se me ocurrió nada más salir acercarme en bicicleta hasta el barrio de La Moría, donde sabía que había una obra nueva ejecutada por la empresa "Vallina", de Oviedo. El edificio estaba ya formado con los pilares y las tres planchadas de hormigón y los albañiles comenzaban a cerrar con ladrillo las paredes exteriores. Era el bloque de edificios que hoy existe frente al pórtico de Santa Ana, construido en una finca que administraba Laureano Cabrera vecino de Parres y en la que había una oquedad, especie de soplao marino. Había oído decir que la empresa buscaba más obreros, porque tenía en cartera otra obra nueva en la plaza de La Magdalena. Pude hablar con el encargado, porque Dámaso, peón de construcción y guardia municipal a tiempo parcial, a quien yo conocía y que a la sazón estaba cribando arena frente a la entrada, me lo presentó en cuanto bajó de uno de los pisos. Me envió a las oficinas que estaban al otro extremo del edificio para que allí diera mis datos personales al listero de la obra y que él me informaría de todo. Allá fui. El sueldo estaba a dieciocho pesetas la hora, bastante por debajo de lo que percibía en la cantera e incluso en la anterior empresa con la que trabajé, pero no había más que hablar. El lunes, me dijo el listero, puedes venir: trabajamos de ocho a una y de dos a siete; los sábados de ocho a dos.
Aquel domingo, cuando bajé con mis amigos al cine, los llevé a ver mi nuevo destino de trabajo, más alegre que unas pascuas.
De lunes, después de ayudar en la cuadra a mi padre y desayunar , cogí mi bicicleta y bajé todo ilusionado y hasta un poco nervioso por la novedad de trabajar en una obra tan grande y de tantos obreros, tan acostumbrado que estaba a las pequeñas plantillas de las dos obras precedentes. Si bien, poco tardé en trabar nuevas amistades que me hicieron sentirme como se suele decir, como en mi propia casa.