Aunque
en un principio todo me parecía tan distinto, pronto me adapté a
la ciudad. Era algo que venía madurando desde casi los comienzos del
instituto, porque conocía a otros que habían tomado el mismo
camino. Pero con pleno convencimiento, puede decirse que fue en los
dos últimos cursos del bachiller.
Había solicitado una beca, con lo que, de concedérmela, se
aminorarían los gastos de mis estudios. Fue como jugarlo todo a una
única baza. Siempre en nuestro camino intervienen personas que nos
ayudan; creo que son más que las que nos ponen los palos entre los
radios de la rueda.
En
el caso de la beca, le debo el interés que puso para solicitarla mi
profesor de Educación Física, Don Andrés Moral, maestro en la
escuela de Póo, donde residía con su familia. Tal ayuda consistió
en avisarme de la fecha de solicitud, rellenar los apartados que,
para mí y para mis padres, suponía un verdadero galimatías, así
como los documentos que tuvimos que acompañar. No era fácil, os lo
advierto; de aquella no teníamos los medios que ahora existen a
nuestro alcance.
Creo
recordar que hasta diciembre, no supe
nada de la concesión, ni mucho menos la cantidad que iban a
concederme.
También
tenía pendiente la concesión de la prórroga para
la prestación del Servicio Militar, por estudios universitarios. Y
por la misma fecha me
llegó el aviso por correo de que
estaba libre de él, al menos por un año, si continuaba con los
estudios. Ya tendría ocasión de alargarla otros dos años más,
hasta acabar la carrera.
El
caso es que me había planteado dar alguna clase particular por las
tardes, para compensar los gastos. Había en el barrio donde me
quedaba de pensión varias familias interesadas en ello.
Sin
embargo, comprobé que las
seis sesiones diarias en las clases, no me permitirían
dedicarle
demasiado tiempo a; en realidad, no tenía ni para visitar lugares
que conocer ni calles que patear.
En todas las
materias nos
marcaban tareas, incluso
para el día siguiente. Había ido dispuesto a por todas; en aquel
tiempo nadie se planteaba asistir a unas sí y a otras no, como se
hace ahora, ni te daban una segunda oportunidad para junio. Para
empezar tendría que inventarme una estrategia de estudio y no tardé
en dar con ella. Consistió
en
atender a las explicaciones del
aula sin ambages, aunque algunas resultaban cansinas por faltas de
motivación. A la vez que escuchaba aprendí a escribir en el
cuaderno de folios que llevaba en común para todas las materias, que
numeraba y fechaba para después en la pensión clasificar los
ordenadamente en carpetas de anillas. Para podeer atender en las
explicaciones y escribir al mismo tiempo, me inventé un
código de
taquigrafía, a
partir de un libro
de ocasión que compré por diez pesetas en la librería Santa Teresa
y que aún debe
de estar por
algún estante
de la biblioteca.
Al cabo de un mes, había trocado la bella letra caligráfica
aprendida a mi paso por el Colegio La Salle de la Arquera, por una
mezcla de grafías cuyo significado a veces ni yo mismo llegaba
a interpretar. Para que esto no ocurriera, recurrí
al
uso de mi
“Letera 32”
de Olivetti que había adquirido en la “Librería Maya” por
cuatro mil pesetas.
Después
de la
comida, me dedicaba a pasar los apuntes a limpio en nuevos folios a
máquina. Así, entre las explicaciones de clase, la toma de apuntes
y la revisión de los mismos y su mecanografiado, me sobraba para
recordar lo tratado. A parte de eso, tenía la costumbre de leer el
tema siguiente de las asignaturas más fuertes. Pero
todo no iba a ser tan
fácil.
Como
ya dije, me sentaba al fondo de la clase, desde donde, bien sea por
la luz del sol de la mañana que reflejaba en el encerado, bien por
la mala caligrafía de algunos de los profesores y la mala acústica,
los apuntes que tomaba del encerado tenían frecuentes lagunas. Lo
pude comprobar cuando, en los recreos, en lugar de ir a tomar el
pincho, me quedaba con otros compañeros a poner en común los
apuntes. He
de decir
que la
edad de los más jóvenes rondaba los diecisiete años, contando
desde los diez años con los que se comenzaba el bachiller, y
añadiendo los seis cursos del mismo. Pero, como dice el refrán,
“cada oveja con su pareja”, sin quererlo me fui uniendo a los de
mi edad, que como yo, habían iniciado el bachiller al menos después
de acabada la Primaria
cumplidos los
catorce.
Incluso, me animé al saber de otros que me superaban en una década
y puede que en más.
Una
mañana que estábamos en espera de la entrada del profesor
siguiente, uno de mis compañeros que tenía al lado, quitó sus
lentes y los posó sobre la mesa. Yo, por curiosidad, me los puse y
ahí me encontré con la sorpresa: las líneas que la profesora de
Geografía, Rosario Piñeiro Peleteiro, había dejado sin borrar para
que las copiáramos, cobraban vida y se volvieron totalmente legibles
para mí. Estaba claro que tendría que pasar por la óptica, a que
me graduaran la vista.
Creo
que a causa de ese inconveniente, principalmente, en algunas de las
pruebas de exámenes que nos pusieron, las notas no fueron lo
esperado. Estaba mal acostumbrado a suspender, va en serio, sin
vanagloria alguna. Sentía miedo al fracaso sin haber acabado el
curso. De las dieciséis materias, cuatro no fueron positivas en
el primer trimestre.
Recuerdo
cuando di la noticia en casa, de la advertencia que me hizo mi padre,
tal que ésta:
–
Ya sabes lo que te espera aquí, pero no pierdo la confianza en ti.
Cerca
de la pensión
en la que estaba en el barrio
Vallobín, vivían una tía abuela mía, María Sobrino Tamés con
una sobrina suya, Rosa,
que tenía
el taller
de peluquería en el salón del piso. Me
enteré
por mi abuela
y
por el rótulo de la ventana del salón, comprendí que era el de
ellas, en la esquina misma de la calle Máximo Arboleya. Me
sentía
más seguro sabiendo como me dijeron ellas que, para cualquier cosa
que
necesitara,
allí las tenía a
ellas.
Recuerdo
que
el piso era nuevo, pero estaba
en obras lo que es el baño y el salón contiguo. El
fontanero había sacado las tuberías del baño hasta
el salón
para
dar servicio los lavabos de la peluquería.
Según me dijeron, no habían encontrado a nadie que les colocara los
azulejos y las piezas del terrazo rotas. Yo solía venir a casa todos
los viernes, por ayudar a las tareas del campo que siempre estaban
ahí pendientes. Y ellas también se venían al pueblo los sábados.
Les conté que yo había trabajado en las obras y que ya había hecho
mis reformas en casa y me ofrecí a remendar aquel estropicio.
Accedieron a mi propuesta. No
tenía ningún
interés económico por mi parte, a pesar de su insistencia en que
les cobrara.
Al
sábado siguiente que me quedé en Oviedo, la comencé. Mis
familiares me habían dejado las llaves del piso antes de marcharse
para Porrúa. Ya tenían allí el cemento, la arena y las piezas que
debía colocar. Mi casero Ramón me dejó sus herramientas y me puse
con
la labor.
En
la mesa de la cocina, me dejaron un bocadillo de jamón para la
merienda, una moneda de las de diez duros. Me cambié de ropa y salí
con idea de dar una vuelta para conocer Vetusta.
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