Por
fin, llegó la ocasión de hacer nuestras prácticas en la Escuela
Aneja, cuyo edificio está al otro lado de la calle, enfrente de La
Normal. Aunque en un principio asistíamos en grupo como
observadores, ya nos sentíamos encaminados a nuestra profesión
futura y creo que en general nos hacía mucha ilusión a todos. En el
primer curso, teníamos
una clase teórica de
Prácticas en el aula que nos impartía Francisco Fidalgo que era
también, por requisito establecido, el director de la Escuela
Aneja-niños;
en
tanto que la directora de la Aneja-niñas, era la profesora de
Prácticas para las futuras maestras. Otro día de la semana
acudíamos a una de las sesiones de aula del citado centro anejo,
como oyentes, observadores o como se quiera decir. Tomábamos nota de
las observaciones que nos parecían de interés en un diario que se
nos exigía llevar actualizado.
Normalmente
se hacía rotación por todos los ciclos y niveles, aunque el grupo
que formábamos estaba previamente determinado en las clases de
Fidalgo. Así es que los cuatro compañeros acabamos teniendo una
buena colaboración
y comentábamos los resultados de nuestras observaciones para
presentarlas con una cierta solidez en la clase de Prácticas.
Realmente,
el temario de clase se centró este primer curso en la gestión más
bien burocrática del maestro de Escuela
Unitaria.
No
nos aportaba nada nuevo que no hubiésemos ya conocido a través de
las clases de Pedagogía y Didáctica, pero acostumbro a decir que no
hay algo
que no sirva para nada, si se quiere sacar la parte positiva de las
cosas. Gracias al conocimiento que nos aportó el profesor sobre la
redacción y presentación de los documentos administrativos, pude
salir del paso muchas veces, bien fuera en un Colegio, Graduada o
Escuela Unitaria.
Nos
exigió que tuviésemos al final del primer trimestre una carpeta con
una docena de modelos de documentación tales como: El oficio, la
instancia, el acta, la declaración jurada, la copia literal, el
inventario
de aula, el informe,
la solicitud, la
recomendación, el cómputo de dedicación, el archivo de libros y el
libro de visitas de la inspección. El conocimiento de estos aspectos
de oficina, sin duda que me sirvieron para la escuela, y como no,
para ayudar en muchas ocasiones a padres de alumnos
y vecinos en general que acudían a
mí. Ya se sabe que en aquel tiempo el cura, el médico y el maestro,
en este orden, eran considerados
en los pueblos como sabedores
de
todo, en proporción a los años de estudios dedicados en su carrera.
A los curas les computaban los doce años que pasaban en el seminario
donde hacían también los cuatro o seis años de bachiller; sin
embargo a los médicos sólo les tenían en cuenta los cinco o seis
años de la carrera y a los maestros, tan sólo los tres, dejando
de lado los seis años de bachilleres.
También
es normal esa creencia popular si se tiene en cuenta la jerarquía de
las profesiones, encabezada por la religión, seguida de la sanidad y
por último, como la menos importante, la enseñanza.
Teníamos,
como creo haber dicho, un total de dieciséis asignaturas, sin contar
los
desdobles siguientes como
ocurrió en:
Manualidades
y prácticas de hogar, (tal como suena) donde la profesora
titular
nos examinaba
de la parte teórica y una profesora de apoyo nos dirigía en los
trabajos manuales.
Dibujo,
por el profesor titular y la Historia del Arte por una profesora de
apoyo.
Eso
hacía un total de dieciocho exámenes, en el estricto significado
que tenían, pues la nota dependía exclusivamente del resultado
obtenido en ellos. Aunque en caso de tener el resultado positivo, se
subía nota con las salidas a la palestra, los trabajos presentados,
la asistencia y la conducta.
Curiosamente,
en la clase de Religión, el cura que nos la impartía, comunicó al
principio del curso, que la nota obtenida en el primer examen sería
definitiva, salvo que se quisiera subir; con la conveniencia de
atender en clase y asistir a las mismas.
Yo me acogí a esas dos condiciones y me pareció más que suficiente
el 8,2 del primer examen, porque me dejaba más tiempo para dedicarlo
al resto de asignaturas. Cosa que le agradecí, demostrando siempre
en clase, lo mínimo, que es la atención y la toma de notas de
cuanto explicaba.
Otra
novedad para mí fueron las clases de Música y el estudio del
Solfeo. Estrenamos un profesor nuevo de la Escuela, Manuel
Jesús González de Mendoza,
que había llegado aquel año. Hasta entonces las clases las daba una
profesora que padecía una profunda sordera. Según nos contaban los
alumnos de los cursos superiores, los exámenes prácticos consistían
en cantar acompañados por ella al piano, la
canción que cada
cual eligiese;
generalmente, el “Asturias, patria querida” era la más
recurrente. Entre el piano, la
sordera
y
el carácter afable que dan los años
los resultados siempre eran favorables para todos
sus alumnos.
Los
nervios nos superaban a todos, cuando nos sacaba para solfear
acompañados por el piano. Las
clases eran interesantes por la historia de la música, no tanto por
la memorización y reconocimiento que teníamos que hacer de melodías
tocadas por él al piano o en el tocadiscos.
Cuando
ya se acercaba el final del primer trimestre, nos recomendó que para
Reyes les pidiésemos una flauta dulce, que la mayoría no teníamos
ni idea de cómo era ni sonaba. Yo no esperé a Reyes; una tarde,
después de comer, me acerqué a la plaza de la Gesta, donde aún hoy
existe una tienda musical y pedí una flauta dulce. El dependiente me
mostró varios modelos, entre los que reconocí una de la marca
“Honner”. Fueron 110 pesetas, las mismas que hacía trece años
había costado mi primera armónica, “Preciosa”, de la misma
marca alemana.
Llevaba
en ello una ventaja con la mayoría de compañeros. En poco menos de
una semana, ya controlaba la escala melódica de la flauta, que me
pareció muy similar a la de la armónica. En los bancos que había
en el pasillo, por fuera del aula de música, daba clases a los
compañeros de digitación con las canciones tradicionales. En esa
tarea me pilló el profesor que me hizo un gesto de aprobación;
tenía su punto gracioso, aparte de la dureza que trataba de
demostrar para no perder el control de la clase. Cuando en la clase
pasó de la parte teórica a la práctica, me pidió que tocase
alguna canción popular. Yo, muy
tensionado, toqué a mi manera la de “Viva Parres, viva Parres”.
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