Una
vez que se llevaron a cabo los ajustes necesarios sobre el horario de
las distintas asignaturas, la cosa se fue sosegando. Al menos ya
había hecho amistad con un el grupo de compañeros que se sentaban
más o menos cerca de las dos filas últimas. En los períodos de
recreo o momentos en los que tardaba en llegar el profesor, nos
fuimos enterando unos por otros de muchos detalles que concernían a
la clase. Algunos alumnos, ya por ser repetidores o tener conocidos
en los cursos posteriores, conocían a los profesores que nos habían
asignado, sabían de sus formas de dar las clases y las exigencias
que reclamaban del alumnado y otros detalles de suprema importancia
referidos a los exámenes, la forma de corregir y cosas así.
Lo
que nadie comentó sobre ellos, era el tono de voz, la caligrafía de
su letra en el encerado, la mejor o peor dicción con que se
expresaban. Me di cuenta en seguida de la dificultad añadida que
teníamos, los que en el primer apellido llevábamos la G, que en el
aula era la que hacía el corte con la siguiente. Justamente me
correspondía la última fila, siguiendo el riguroso orden alfabético
de matrícula con el número 114.
Por
una parte, al estar en la última fila, me libré de varias salidas
a la palestra en el primer trimestre. El profesor al que le
correspondía dar la primera sesión pasaba lista y anotaba las
faltas en un estadillo que dejaba en la mesa como referencia los que
le sucedían. Como las líneas de mesas eran también uniformes, de
un vistazo podían ver los huecos si se correspondían con las
ausencias que ellos detectaban en sus respectivas clases y si les
quedaba la duda, repetían el listado. No todos eran tan
controladores, también hay que decirlo. Con algunos profesores, el
problema no era la asistencia, sino las tareas que mandaban para la
semana siguiente, a las que había que añadir los postulados de los
que ellos habían tratado en la clase.
Teníamos
un libro para cada materia del curso, pero en algunos casos, era tan
importante, cuando no más, los apuntes que se tomasen en sus clases
sobre los que acababa tratando el examen. A pesar de que
perteneciéramos a un nuevo plan de estudios, las costumbres y vicios
del profesorado, eran tan arcaicos como hasta entonces. Tampoco se
puede generalizar. Conocí una mayoría de ellos que estaba en la
vanguardia de la metodología y la didáctica que tratábamos de
asimilar para nuestro posterior ejercicio en la escuela pública. Iré
contando en cada caso.
No
recuerdo los nombres de muchos profesores en aquellos dos años de la
Escuela de Magisterio. Lo siento de verdad, pues de todos ellos saqué
alguna enseñanza en la práctica, lo mismo que de mis profesores de
instituto y maestros de escuela. Soy partidario de creer que, incluso
de los malos, se puede aprender algo positivo; no haciendo lo que
ellos hacían, es suficiente aprendizaje. Creo que bastantes de ellos
nos marcaron su impronta positiva, hasta el punto del mimetismo que
nos valió al menos hasta formar nuestro criterio como educandos y
más tarde también como educadores. De los que no se implicaron en
la materia, sólo puedo decir: Ellos se lo ganaron.
Desde
el sitio donde me correspondió sentarme, a algunos profesores no les
oía muy bien del todo. Me pasaba especialmente con el profesor de
Psicología, Don Manuel Álvarez Prada. Y eso creo que lo hacía,
como buen psicólogo, para que agudizáramos más el oído si
queríamos enterarnos de sus explicaciones ex-cátedra.
Lo
cierto es que su método le daba buen resultado. Se hacía el
silencio total. Y si alguien hablaba, había otros que le mandaban
callar. Los más pequeños de estatura, se sentaban sobre los talones
para alcanzar a ver su mímica tan característica, cuando adornaba
las teorías con pasajes por él vivido. La Psicología era una
asignatura nueva en los estudios de Magisterio y teníamos muchas
expectativas entorno a su aprendizaje. Hasta entonces, la Psicología
venía en el temario del libro de Filosofía, para sexto de
Bachiller, un breve apéndice junto con la Ética, la Lógica,
Metafísica, Estética y otras materias.
Prada,
aparte de psicólogo lo considerábamos también un filósofo, en los
amplios sentidos de los dos términos. El tópico tan conocido del
despiste que suelen acarrear sabios, científicos, filósofos y gente
así se cumplía en su caso. Él mismo nos lo hacía ver, contando
anécdotas que le habían ocurrido, cuando por ejemplo no recordaba
la calle donde había aparcado su 600 D o cuando buscaba sus gafas
que llevaba metidas en el bolsillo de la chaqueta. Creo que muchas de
aquellas insignificancias que intercalaba en su sitio adecuado, nos
servían a todos para dar un poco de colorido al mamotreto de
Psicología General que nos habían pedido. Todavía lo conservo con
muchos apuntes a lápiz en sus amarillentas hojas.
Para
todas las asignaturas tuvimos que adquirir el correspondiente libro.
Entre Librería Cervantes y Librería Santa Teresa, se volatilizaron
en el primer trimestre la tercera parte de la beca que me habían
ingresado en la cartilla de la Caja de Ahorros, abierta a mi nombre
cuando había alcanzado el “uso de la razón”, creo que eso se
solía alcanzar a los siete años, tras la Primera Comunión y la
entrada en la Primaria.
A
los libros hubo que añadir otros materiales para las clases como,
cuadernos, papel, bolígrafos, atlas, material de dibujo y plástica;
yo que tenía querencia por las plumas estilográficas, compré una
de fabricación alemana con carga de tintero a pistón por giro, que
me hacía guiños desde el escaparate de otra papelería que hacía
esquina en el edificio de la Caja de Ahorros, enfrente de la plaza
del Teatro Campoamor. Aún la conservo, en color verde; veintidós
duros de los de entonces y varias camisas tintadas por su culpa. Me
daba igual, por lo bien que se deslizaba en el papel a la hora de
tomar los apuntes en clase. El “bic” aún no estaba perfeccionado
y si no lo dejabas enfriar, vomitaba su pegajosa tinta por
el agujero de respiración.
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