miércoles, 11 de enero de 2017

115.- "Las clases en La Normal"

Una vez que se llevaron a cabo los ajustes necesarios sobre el horario de las distintas asignaturas, la cosa se fue sosegando. Al menos ya había hecho amistad con un el grupo de compañeros que se sentaban más o menos cerca de las dos filas últimas. En los períodos de recreo o momentos en los que tardaba en llegar el profesor, nos fuimos enterando unos por otros de muchos detalles que concernían a la clase. Algunos alumnos, ya por ser repetidores o tener conocidos en los cursos posteriores, conocían a los profesores que nos habían asignado, sabían de sus formas de dar las clases y las exigencias que reclamaban del alumnado y otros detalles de suprema importancia referidos a los exámenes, la forma de corregir y cosas así.
Lo que nadie comentó sobre ellos, era el tono de voz, la caligrafía de su letra en el encerado, la mejor o peor dicción con que se expresaban. Me di cuenta en seguida de la dificultad añadida que teníamos, los que en el primer apellido llevábamos la G, que en el aula era la que hacía el corte con la siguiente. Justamente me correspondía la última fila, siguiendo el riguroso orden alfabético de matrícula con el número 114.
Por una parte, al estar en la última fila, me libré de varias salidas a la palestra en el primer trimestre. El profesor al que le correspondía dar la primera sesión pasaba lista y anotaba las faltas en un estadillo que dejaba en la mesa como referencia los que le sucedían. Como las líneas de mesas eran también uniformes, de un vistazo podían ver los huecos si se correspondían con las ausencias que ellos detectaban en sus respectivas clases y si les quedaba la duda, repetían el listado. No todos eran tan controladores, también hay que decirlo. Con algunos profesores, el problema no era la asistencia, sino las tareas que mandaban para la semana siguiente, a las que había que añadir los postulados de los que ellos habían tratado en la clase.
Teníamos un libro para cada materia del curso, pero en algunos casos, era tan importante, cuando no más, los apuntes que se tomasen en sus clases sobre los que acababa tratando el examen. A pesar de que perteneciéramos a un nuevo plan de estudios, las costumbres y vicios del profesorado, eran tan arcaicos como hasta entonces. Tampoco se puede generalizar. Conocí una mayoría de ellos que estaba en la vanguardia de la metodología y la didáctica que tratábamos de asimilar para nuestro posterior ejercicio en la escuela pública. Iré contando en cada caso.
No recuerdo los nombres de muchos profesores en aquellos dos años de la Escuela de Magisterio. Lo siento de verdad, pues de todos ellos saqué alguna enseñanza en la práctica, lo mismo que de mis profesores de instituto y maestros de escuela. Soy partidario de creer que, incluso de los malos, se puede aprender algo positivo; no haciendo lo que ellos hacían, es suficiente aprendizaje. Creo que bastantes de ellos nos marcaron su impronta positiva, hasta el punto del mimetismo que nos valió al menos hasta formar nuestro criterio como educandos y más tarde también como educadores. De los que no se implicaron en la materia, sólo puedo decir: Ellos se lo ganaron.
Desde el sitio donde me correspondió sentarme, a algunos profesores no les oía muy bien del todo. Me pasaba especialmente con el profesor de Psicología, Don Manuel Álvarez Prada. Y eso creo que lo hacía, como buen psicólogo, para que agudizáramos más el oído si queríamos enterarnos de sus explicaciones ex-cátedra.
Lo cierto es que su método le daba buen resultado. Se hacía el silencio total. Y si alguien hablaba, había otros que le mandaban callar. Los más pequeños de estatura, se sentaban sobre los talones para alcanzar a ver su mímica tan característica, cuando adornaba las teorías con pasajes por él vivido. La Psicología era una asignatura nueva en los estudios de Magisterio y teníamos muchas expectativas entorno a su aprendizaje. Hasta entonces, la Psicología venía en el temario del libro de Filosofía, para sexto de Bachiller, un breve apéndice junto con la Ética, la Lógica, Metafísica, Estética y otras materias.
Prada, aparte de psicólogo lo considerábamos también un filósofo, en los amplios sentidos de los dos términos. El tópico tan conocido del despiste que suelen acarrear sabios, científicos, filósofos y gente así se cumplía en su caso. Él mismo nos lo hacía ver, contando anécdotas que le habían ocurrido, cuando por ejemplo no recordaba la calle donde había aparcado su 600 D o cuando buscaba sus gafas que llevaba metidas en el bolsillo de la chaqueta. Creo que muchas de aquellas insignificancias que intercalaba en su sitio adecuado, nos servían a todos para dar un poco de colorido al mamotreto de Psicología General que nos habían pedido. Todavía lo conservo con muchos apuntes a lápiz en sus amarillentas hojas.
Para todas las asignaturas tuvimos que adquirir el correspondiente libro. Entre Librería Cervantes y Librería Santa Teresa, se volatilizaron en el primer trimestre la tercera parte de la beca que me habían ingresado en la cartilla de la Caja de Ahorros, abierta a mi nombre cuando había alcanzado el “uso de la razón”, creo que eso se solía alcanzar a los siete años, tras la Primera Comunión y la entrada en la Primaria.
A los libros hubo que añadir otros materiales para las clases como, cuadernos, papel, bolígrafos, atlas, material de dibujo y plástica; yo que tenía querencia por las plumas estilográficas, compré una de fabricación alemana con carga de tintero a pistón por giro, que me hacía guiños desde el escaparate de otra papelería que hacía esquina en el edificio de la Caja de Ahorros, enfrente de la plaza del Teatro Campoamor. Aún la conservo, en color verde; veintidós duros de los de entonces y varias camisas tintadas por su culpa. Me daba igual, por lo bien que se deslizaba en el papel a la hora de tomar los apuntes en clase. El “bic” aún no estaba perfeccionado y si no lo dejabas enfriar, vomitaba su pegajosa tinta por el agujero de respiración.



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