jueves, 3 de abril de 2014

34.-La Semana Santa

Se acercaba la Semana Santa. Los rezos en la iglesia desde el jueves hasta el domingo eran obligados. Recuerdo el olor de los cirios colocados al lado del baptisterio junto al confesionario. Nos gustaba recoger la cera caída sobre los candelabros de bronce, entonces amarilla por ser de abeja, que mascábamos como si se tratase de chicle mientras encendíamos las que se habían apagado. Era costumbre llevar una vela por cada casa, al menos, con una etiqueta donde figuraban los apellidos del grupo familiar. Los cabos sobrantes regresaban de nuevo a casa como reliquia bendita  que la protegiese de no se sabe qué desgracia que estuviese por caerle encima. Os aseguro que aquella semana olía distinta a las otras cincuenta y una del año.
La liturgia llevada a cabo durante ella ya era todo un espectáculo, tanto más para los más niños como para los mayores, ya avezados a tal acontecimiento.
Toda ella se revestía de un velo tétrico que a todos nos acabaría pareciendo más que normal, al cabo de los años, y que por la costumbre terminaríamos por gustar de ella, ya que, so pretexto de las oraciones a que nos obligaban, nos servía de escusa como válvula de escape. Dejando de lado la interpretación personal que cada quien hiciese de aquellos actos litúrgicos, que cada quien se escuche a sí mismo, nunca entendí que rememoráramos la pasión, la muerte y la resurrección de un ser que tanto nos había dado con su sufrimiento a los cristianos.
Un año, mejor dicho, aquel año, habían llegado al pueblo los predicadores de las Santas Misiones. La misión de las Santas Misiones, no era la de animar a los mejor situados a compartir sus riquezas con los desfavorecidos. No; a través de las oraciones y las penitencias, tenían por misión primordial reconducir, según un plan maniqueo, el pensamiento político del pueblo llano a los nuevos cánones morales, éticos, cívicos, incluso sexuales, promovidos por la nueva clase política que preparaba así el camino para someterlo disciplinado durante varias décadas con férreas manos y corazón de hielo. Subido al púlpito, el fraile orador, con el dedo nos amenazaba con el fuego de los infiernos a quienes desoyéramos sus sabias enseñanzas. Nos aportaba fe como sustitución de la razón y así poder aplacar a un pueblo hambriento y herido por efecto de la reciente guerra que, arrancándole numerosas vidas de su lado, les había dejado la propia en llaga.
La gente acudíamos, los unos por fe sincera, quizás otros por acallar la sucia conciencia y los mimetizados para no levantar sospechas. En la procesión del Vía Crucis por los alrededores del prado de la iglesia, donde aún perduran las agrietadas lápidas de caliza con cruces talladas y números romanos. Abrían paso los monaguillos con la cruz y los dos cirios. Detrás, la curia seguida según un orden tácito por las mujeres cubiertas del obligado velo negro y prendas a tono desgranando el rosario. Detrás, caminaban los más destacados hombres también apoyando los rezos con su grave voz y, por último los rezagados, en silencio, la boina en la mano.
Caída la noche, después de escuchar las prédicas del monje orador, un monaguillo con el apagavelas asfixiaba, uno a uno, los doce pabilos de la araña que pendía sobre el pasillo central. La iglesia se quedaba en tinieblas para rememorar la muerte del Redentor.
De casa llevábamos las carracas que al ser giradas tronaban su rueda dentada ampliado su monótono ronquido en la bóveda del altar. El aire se tornaba denso por la gran concurrencia y por el humo del incensario que un sacerdote balanceaba junto al altar y se podía apreciar la tensión del miedo en rostro de los más crédulos.
Fue desnudado el Altar y se llevó La Santa Eucaristía cubierta de un paño violáceo a la Sacristía entre cánticos gregorianos. Se encapuchó la cruz con otra tela del mismo color. Los curas se tendieron cuan largos eran sobre los escalones del altar y la iglesia se inundó del silencio sólo roto por las toses de la gripe pasada. En ese momento os aseguro que me era imposible calmar la emoción despertada en el contacto con lo transcendental, tal era el clímax alcanzado en aquel sacro escenario.
La tormenta anunciada ya en la tarde por las nubes que cubrían las cimas del Cuera no se hizo esperar. Fuera, comenzaban a cubrirse de blanco los senderos del campo la iglesia. Un rayo iluminó a través de las pequeñas vidrieras todo el atrio.
Por los caminos de la ería a donde llevaba de pasto al ganado, sin darme cuenta silbaba como de costumbre, pero al recordar las explicaciones recibidas en los catecismos, me callaba. Parece ser, según nos dijeron, que la Virgen lloraba cuando silbamos en esa semana. Había que esperar al Domingo de Gloria, cuando menos, para que se normalizase la vida de la aldea. Las radio de nuestra vecina, emitía cantos religiosos y rosarios por la salvación de la madre patria.

2 comentarios:

  1. Esa frase de "el silencio roto por las toses de la gripe pasada", rompe con el humor el tono serio y me gusta.
    Salud.

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