Ya podrá venir el invierno con sus nieves si en casa se tienen las riestras del maíz colgadas de los pontones del estregal y en el desván una buena cosecha de patatas, habas, castañas y nueces, en el arcón, varias latas de chorizos en unto y entre pañales, un buen jamón del último san Martín.
Se desgranaba el maíz y se venteaba para que perdiese los restos de hojas o de barbas. Por la noche, se colocaba detrás de la chapa de la cocina, al calor de los azulejos para llevarlo al día siguiente al molino.
Normalmente llevaba yo la molienda sobre mis hombros, espalda o cabeza, como podía, hasta el río que quedaba a kilómetro y medio, algo más quizás. Allí la dejaba y aliviado de la carga me entretenía viendo los pescardos recorrer las cantarinas y claras aguas del Melendro. Había que cruzar la vía con rapidez por la cercanía del túnel.
En una ocasión, cuando ya me confiaron el burro para tal menester, fui montado en él a buscar la molienda, más alegre que unas pascuas. Me advirtió mi padre que no confiase en él, pues tenía la zuna de pararse cuando a él le venía en ganas, sin otro aviso. Creo poner entender tal actitud suya como una forma de darse a valer e imponer su voluntad o por forzar la mía ya que, cuando trataba con mi padre, no osaba rebelarse. Llegado al molín, Pedro, el molinero, me colocó la molienda terciada sobre la cruz del animal, entre mis piernas y con las mismas, inicié el regreso. Cuando se acercó a las vías, se negó a cruzarlas por más que le azucé con los talones y el sobrante de las riendas. Por el Puente Las Arnias se escuchó el pitido de la máquina del tren de mercancías. Me eché al suelo y tiré de él cuanto pude. Fue una eternidad, hacerle cruzar las dos vías; ya en la segunda lo empujé y quedamos los dos fuera de peligro, un instante antes de que asomase la máquina por la boca del túnel de Bolao a escasos cincuenta metros. Creí que se me salía el corazón de la caja y para colmo, Santos el de Pin, maquinista del Cantábrico, me amenazó con decírselo a mi padre en cuanto lo viese. Su hermana Felicia estaba casada con mi tío Jesús y de ahí el hecho. Supe disculparlo por el miedo que debió de haber pasado al verme tan cerca de las vías. Procuré contarlo en casa antes de que se enteraran por fuera. Las próximas veces que llevé el burro, lo dejaba amarrado antes de cruzar las vías con él. No me podía permitir más sustos como aquél.
En el otoño recogía las hojas secas de los castaños, aquellas de color ocre, signo de estar suficientemente secas. Las ataba en manojos que se colgaban de los pontones de la cocina para tenerlas para todo el año. Después de piñerada la harina se amasa con agua tibia y una pizca de sal, de forma que no quede pastosa. Un puñado de masa, se aplana sobre las hojas dispuestas en círculo sobre la chapa de la cocina bien caliente. También solían usarse hojas de berza que desprendían un agradable olor al tostarse. Así se hacían los talos. Se daban vuelta con la ayuda de un cuchillo hasta que las hojas se quedasen rustidas, momento en el que se podía retirar a un extremo de la chapa menos caliente, hasta su consumo con el tazón de leche. Se le retiraban los restos de hoja raspando con el cuchillo.
Los tortos, en cambio, se consideraban comida de ricos, pues no siempre se disponía de aceite, aunque también se freían con el unto que se guardaba en latas para la sartén, ya fuese en la fritura de tortos, como de huevos o patatas. Para hacer los tortos, se toma un poco de la masa, que normalmente, suele amasarse horas antes y se deja tapada con un paño. Sobre un rodillo, se aplana y se echa en el aceite caliente de la sartén. Se solían espolvorear de azúcar y tomarlos con leche fresca con sus capa de nata. Con miel, con mermelada o con queso fresco resultaban una auténtica exquisitez. Se decían "A la ranchera" si sobre ellos se freía un huevo. Tanto los tortos como los talos, sustituían al pan en tiempo de escasez para acompañar el plato de patatas cocidas, el de alubias o bien tomado con queso fresco, miel o leche. El término talo pudiera tener origen vasco, pero en Asturias se denominaba talo a una chapa de hierro que se usaba para tostar las masas, tanto del maíz como de la escanda o el trigo, antes de que se popularizase el uso de la cocina económica de chapa y horno para leña y carbón.
Excepcionalmente para días sonados, se echaba a cocer la boroña en una batea especial que se metía entre las cenizas del llar, en un principio o en el horno, tiempo después con la llegada de la nueva cocina. Si dentro se le ponía chorizos en rodajas y tacos de tocino entreverado con jamón, se les decía borona preñada. Lo restos de la borona se ponían a cocer en leche con azúcar y se llamaba mazcazón.
Las pulientas se hacían cociendo en agua harina de maíz revolviendo para que no grumaran. Se echaban a reposar en platos de ración y se servían calientes, sobre los cuales, en su centro se echaba una cucharada de azúcar o miel que con el calor se iba distribuyendo al resto del plato. Se solían tomar acompañadas de leche fría, que también podía añadirse directamente el plato. Para la mayor parte de las familias el maíz, junto con las patatas y las habas constituían el alimento básico, además de los huevos y la leche que aportaban las proteínas.
En el mataciu del gochu, por San Martín, también se usaba la harina del maíz en la elaboración de los boronos. Entonces se amasaba con la sangre del cerdo y una parte de cebolla y otra de tocino todo troceado finamente. Se servían especialmente en la cena del día de la matanza, para vecinos, familiares y allegados. Se tomaban recién sacados de la olla donde cocían en agua y se acompañaban de leche muy fría. Se guardaban para el año cubiertos del unto que los protegía de quedarse canos. Si eso ocurría, incluso se recuperaban volviéndolos a hervir, pero ya no era bueno su sabor, aunque muchos tampoco le podían hacer reparos. Otra forma de comerlos era fritos en rodajas. Hoy se expenden en los bares como acompañantes de los vinos en el tiempo frío y se consideran como verdadero manjar y un detalle para el local. Al menos así no se pierde la costumbre del todo. Curiosamente los mismos que lo usaron en tiempos de necesidad, lo consideraron después como algo inferior al uso de las harinas del trigo con que se elaboraron los panes blancos, desprovistos de lo mejor del cereal. Pasados los años y con ellos los gustos cambiados, se dejó de usar el maíz. La juventud lo toma tostado o en palomitas, costumbre que nos llegó de fuera. Muchos desconocen hoy el uso del maíz tal como lo conocimos en nuestra niñez.
Los molinos a los que yo iba están destruidos unos o reformados en casas de aldea otros, pero por suerte se vende la harina en las tiendas de comestibles y puedo aún darme el gusto de recordar en su sabor el tiempo lejano de mi niñez. En algunas panaderías aún fabrican las boronas y panes mixtos de maíz, trigo y escanda que los hacen extremadamente sabrosos y nutritivos.
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