lunes, 7 de abril de 2014

35.- La cultura del maíz


La arada

Una vez bien limpio y abonado el terreno, se araba con las yuntas de vacas. Recuerdo ir de candilón con los tres vecinos que se dedicaron a este trabajo en la aldea: Manuel Fernández, Ignacio Sobrino y Santos Junco. Nunca les faltaba trabajo, pues en esa época, todo el mundo sembraba, tanto para el alimento propio como para el de los animales. El candilón se decía a la persona que ayudaba al arador delante de la pareja de vacas y que las guiaba de forma y modo que la reja del arado fuese por su sitio, recta y así no quedase tierra sin voltear. Hay que decirlo también, no todos los aradores eran igual de pulcros en resultados. Más se debía al nivel de adiestramiento de los animales que no a culpa del arador. La pareja debía entenderse bien y que tirasen a la una. Como entre los humanos, entre los animales hay individuos con zunas y picardías con tal de esforzarse menos. Como crío que yo era, prefería ir a la vez que ellos, porque por el camino me permitían subirme en la máquina. No es que fuera una comodidad, todo lo contrario, iba montado a pie, las ruedas eran de hierro y los caminos tormentosos. Ya en la finca, el arador libraba la máquina de la vara de transporte y la enganchaba con una cadena al sobéu del yugo. Con la guillada llevaba la pareja lo más rectamente posible a todo lo largo de la tierra de labor. A falta de ayuda, ellos se las apañaban solos, pues las vacas estaban adiestradas y obedecían a las voces, por el miedo a la guiyada que, por si acaso, siempre la llevaban dispuesta.
La siembra
Después de arado el terreno, se dejaba un tiempo que cociese antes de echar el maíz y las habas. Se sembraba a la secha y se pasaba el rastro que las desterronaba, tapaba los granos y quitaba parte de las malas hierbas y raíces que quedaban en la superficie. En algunas casas, muy pocas, tenían una elemental mecanización como la máquina de hacer riegos y la sembradora. Solían ser casas de familias "pudientes" y también hay que decirlo, solían dejarlas a quienes eran capaces de mirar por ellas y devolverlas limpias y en perfecto estado, tal como las habían llevado..
Se lleva a cabo a mediados de abril la siembra del maíz, cuando ya no hay riesgo de nieblas ni de heladas. Al cabo de unas semanas, comenzaban a verse los primeros brotes romper la tierra. Cuando levantaban poco más de una cuarta, era el momento de darles el primer sayu, ya finalizado mayo. Para esta labor las mujeres se ponían de acuerdo para hacer el sayu cuando para unas, cuando para otras. Es curioso, en este punto, analizar el motivo de esa especialización por género. No era corriente ver los hombres con la azada, sí en cambio en el uso del palote y de la pala y creo que está relacionado con el esfuerzo de cada tarea. No se debe nunca generalizar, pues en el campo, la especialización de la mano de obra depende de los recursos humanos de cada familia. Cuando faltaba el varón, era la mujer la que acometía todos los trabajos. Sin embargo, mal que pese, he de decir que si faltaba la mano de la mujer las cosas simplemente no marchaban, también salvo escasas excepciones.
A mí me tocaba, antes de dominar la azada, ralear los maíces y arrancar los más pequeños de entre los que salían juntos y los dejaba más o menos a un pie de distancia.
Pasado un tiempo, se volvía para hacer el resayu que consistía en amontonar la tierra a su alrededor, dando así protección a la raíz del viento y de la sequía del verano. Ya comenzaban a verse las habas trepar por los tallos de los maíces. Si mayo y junio se portaban bien, sin fuertes vientos, con algo de lluvia y buen sol, pronto despuntaban las panojas y las espigas.
Ya maduras las espigas, si no tenían habas trepando por ellas, cumplida la función de polinización, se triscaban por encima de la última panoja, para que entrase mejor el sol y el aire a madurar el grano. Las espigas era un alimento muy bueno para las vacas de leche. El riesgo, en cambio, era que se favorecía el ataque de los cuervos y de las pegas.
La cosecha
Ya secas las panojas, por septiembre, venía la labor de cortar el maíz con la joceta y apilarlo en gaviellas para preservarlo de la humedad.
Otro día se iba con el carro y se comenzaba a recoger las panojas que se echaban en los cunachos y de éstos al cajón del carro, sueltas o en sacos de yute. Las cañas del maíz se amarraban en brazadas, marreñas, de un peso llevadero y se ataban con la caña de una planta verde por ser aún elástica y se rehacían las gaviellas que se dejaban en la finca hasta que fuese necesario llevarlas como complemento alimenticio en el crudo invierno. La paya, se picaba con un hacho y se echaba en el pesebre de las vacas que lo comían con entusiasmo por la noche. No se usaban aún los piensos compuestos. Por la mañana, los tallos sin hojas, se picaban para formar la cama de las vacas y así mezclados con el estiércol, acabasen de nuevo en otra finca a completar el ciclo del nitrógeno.
Con la ayuda de los vecinos, esta labor era de un día o poco más. Lo importante era tener el maíz a buen recaudo en la casa. De todo en su tiempo dependía también la alimentación de la familia.
Las fincas se veían llenas de gavillas que imitaban los tipis de los pieles rojas que veíamos en las películas del Oeste. En más de una ocasión disfrutábamos jugando al escondite dentro de ellas y en caso de lluvia, yendo a buscar el arrinco, resultaban un refugio formidable.
Las esbillas
Para las esbillas también se juntaba la gente, familiares, vecinos o amigos en el estregal de la casa. A los niños nos gustaba tumbarnos en las montañas de purreta o recoger las barbas de variados colores de las panojas para ponerlas de bigote. De las vigas se colgaban unos alambres que quedaban a algo más de un palmo del suelo, tanto como para que no se subiese por ellas los roedores.
A mí me gustaba apurrir las panojas de dos en dos, bien emparejadas de tamaño, a mi padre que iba formando la riestra desde abajo y subido en una banqueta para cerrarla junto a la viga. En un descuido de padre me ponía también a enrestrar.
Anteriormente en lugar de hacer las ristras colgadas de alambres se enrestraba con xuncos secos. Se iniciaba con tres juntos atados y se iban añadiendo las panojas, una en cada vuelta. Antes de que se acabase un junco se añadía otro y se seguía la ristra hasta que tuviese el tamaño de una o dos escobas, dependiendo del sitio de donde se fuese a colgar. Las mujeres que vendían juncos se conocían como las xunqueras y venían andando desde Pimiango y Unquera, cargadas con ellos. Puede que el topónimo Unquera venga de >Hunquera>Junquera>Xunquera, por la abundancía de juncos que hay en la ría Tinamayor, donde desemboca el Cares-Deva, o Deva-Cares, que tanto monta. Es también un patronímico muy común en la zona. En el pueblo tenían una casa de confianza donde los dejaban y los iban ofreciendo por las casas. Cada vecino compraba los que les fueran a ser necesaro para enrestrar el maíz.
Desgranar
Esta labor solía hacerse en el ámbito estrictamente familiar, porque sólo se desgranaba a medida que se iba necesitando para hacer la molienda. Se inicia a mano en una panoja y con la ayuda del tuco que queda de ella se desgranan el resto de ellas. Aún percibo el dolor en la mano por el roce del tuco y el calor que desprende con el roce.
Se coloca cerca de la cocina o encima de la chapa sobre un saco, cuando ya el calor de la misma es soportable. Por la mañana, al remover los granos tienen ese sonido a secos que los caracteriza, señal de que se pueden llevar a moler y esa ya es otra historia.

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