La
arada
Una vez bien limpio y
abonado el terreno, se araba con las yuntas de vacas. Recuerdo ir de
candilón con los tres vecinos que se dedicaron a este trabajo
en la aldea: Manuel Fernández, Ignacio Sobrino y Santos Junco. Nunca
les faltaba trabajo, pues en esa época, todo el mundo sembraba,
tanto para el alimento propio como para el de los animales. El
candilón se decía a la persona que ayudaba al arador delante de la
pareja de vacas y que las guiaba de forma y modo que la reja del
arado fuese por su sitio, recta y así no quedase tierra sin voltear.
Hay que decirlo también, no todos los aradores eran igual de pulcros
en resultados. Más se debía al nivel de adiestramiento de los
animales que no a culpa del arador. La pareja debía entenderse bien
y que tirasen a la una. Como entre los humanos, entre los animales
hay individuos con zunas y picardías con tal de esforzarse menos.
Como crío que yo era, prefería ir a la vez que ellos, porque por
el camino me permitían subirme en la máquina. No es que fuera una
comodidad, todo lo contrario, iba montado a pie, las ruedas eran de
hierro y los caminos tormentosos. Ya en la finca, el arador libraba
la máquina de la vara de transporte y la enganchaba con una cadena
al sobéu del yugo. Con la guillada llevaba la
pareja lo más rectamente posible a todo lo largo de la tierra de
labor. A falta de ayuda, ellos se las apañaban solos, pues las vacas
estaban adiestradas y obedecían a las voces, por el miedo a la
guiyada que, por si acaso, siempre la llevaban dispuesta.
La siembra
Después de arado el
terreno, se dejaba un tiempo que cociese antes de echar el maíz y
las habas. Se sembraba a la secha y se pasaba el rastro que las
desterronaba, tapaba los granos y quitaba parte de las malas hierbas
y raíces que quedaban en la superficie. En algunas casas, muy pocas,
tenían una elemental mecanización como la máquina de hacer riegos
y la sembradora. Solían ser casas de familias "pudientes"
y también hay que decirlo, solían dejarlas a quienes eran capaces
de mirar por ellas y devolverlas limpias y en perfecto estado, tal
como las habían llevado..
Se lleva a cabo a
mediados de abril la siembra del maíz, cuando ya no hay riesgo de
nieblas ni de heladas. Al cabo de unas semanas, comenzaban a verse
los primeros brotes romper la tierra. Cuando levantaban poco más de
una cuarta, era el momento de darles el primer sayu, ya
finalizado mayo. Para esta labor las mujeres se ponían de acuerdo
para hacer el sayu cuando para unas, cuando para otras. Es curioso,
en este punto, analizar el motivo de esa especialización por género.
No era corriente ver los hombres con la azada, sí en cambio en el
uso del palote y de la pala y creo que está relacionado con el
esfuerzo de cada tarea. No se debe nunca generalizar, pues en el campo, la
especialización de la mano de obra depende de los recursos humanos
de cada familia. Cuando faltaba el varón, era la mujer la que
acometía todos los trabajos. Sin embargo, mal que pese, he de decir
que si faltaba la mano de la mujer las cosas simplemente no
marchaban, también salvo escasas excepciones.
A
mí me tocaba, antes de dominar
la azada, ralear los
maíces y arrancar los más pequeños de entre los que salían juntos
y los dejaba más o menos a
un pie
de distancia.
Pasado
un tiempo, se volvía para hacer el resayu que consistía en
amontonar la tierra a su alrededor, dando así protección a la
raíz del viento y de la sequía del verano. Ya comenzaban a verse
las habas trepar por los tallos de los maíces. Si mayo y junio se
portaban bien, sin fuertes vientos, con algo de lluvia y buen sol,
pronto despuntaban las panojas y las espigas.
Ya maduras las espigas, si
no tenían habas trepando por ellas,
cumplida la función de
polinización, se triscaban por
encima de la última panoja,
para que entrase mejor el sol y
el aire a madurar el grano. Las
espigas era un alimento muy bueno para las vacas de leche. El riesgo,
en cambio, era que se
favorecía el ataque de los cuervos y
de las pegas.
La cosecha
Ya secas las panojas, por
septiembre, venía la labor de cortar el maíz con la joceta y
apilarlo en gaviellas para preservarlo de la humedad.
Otro día se iba
con el carro y se comenzaba a
recoger las panojas que se echaban en los cunachos
y de éstos al cajón del carro,
sueltas o en sacos de yute.
Las cañas del maíz se amarraban
en brazadas, marreñas,
de un peso llevadero y se ataban con la caña de una planta verde por
ser aún elástica y se rehacían las
gaviellas
que se dejaban en la finca hasta que fuese necesario llevarlas
como
complemento alimenticio en el crudo invierno. La
paya,
se picaba con un hacho y se echaba en el pesebre de las vacas que lo
comían con entusiasmo por la noche. No se usaban aún los piensos
compuestos. Por la mañana, los tallos sin hojas, se picaban para
formar la cama de las vacas y así mezclados con el estiércol,
acabasen de nuevo en otra finca a completar el ciclo del nitrógeno.
Con la
ayuda de los vecinos, esta labor era de un
día o poco más. Lo importante
era tener el maíz a buen recaudo en la casa. De todo
en su tiempo dependía también
la alimentación de la familia.
Las fincas se veían
llenas de gavillas que imitaban los
tipis
de los pieles rojas que veíamos
en las películas del
Oeste. En más de una ocasión
disfrutábamos jugando al escondite dentro de ellas y en caso de
lluvia, yendo a buscar el arrinco,
resultaban un
refugio formidable.
Las esbillas
Para las
esbillas también
se juntaba la gente,
familiares, vecinos o amigos en el estregal de la casa. A los
niños nos gustaba tumbarnos en las montañas de purreta o
recoger las barbas de variados colores de las panojas para ponerlas
de bigote. De las vigas se colgaban unos alambres que quedaban a algo
más de un palmo del suelo, tanto como para que no se subiese por
ellas los roedores.
A
mí me gustaba apurrir las panojas de dos en dos, bien
emparejadas de tamaño, a mi padre que iba formando la riestra
desde abajo y subido en una banqueta para cerrarla junto a la viga.
En un descuido de padre me ponía también a enrestrar.
Anteriormente en
lugar de hacer las ristras colgadas de alambres se
enrestraba
con xuncos
secos. Se iniciaba con tres juntos atados y se iban
añadiendo las panojas, una en
cada vuelta. Antes de que se acabase un junco se añadía otro y se
seguía la ristra hasta que tuviese
el tamaño de una o dos escobas,
dependiendo del sitio de donde se fuese a colgar. Las mujeres
que vendían juncos se conocían
como las xunqueras
y venían
andando desde Pimiango y Unquera, cargadas
con ellos.
Puede que el topónimo Unquera
venga de >Hunquera>Junquera>Xunquera,
por la abundancía de juncos que
hay en la ría Tinamayor, donde desemboca el Cares-Deva, o
Deva-Cares, que tanto monta.
Es también un patronímico muy
común en la zona. En el pueblo
tenían una
casa de confianza donde los
dejaban y los iban ofreciendo por
las casas. Cada vecino compraba los
que les fueran a ser necesaro
para enrestrar el maíz.
Desgranar
Esta labor solía hacerse
en el ámbito estrictamente familiar, porque sólo se desgranaba a
medida que se iba necesitando para hacer la molienda. Se inicia a
mano en una panoja y con la ayuda del tuco que queda de ella
se desgranan el resto de ellas. Aún percibo el dolor en la mano por
el roce del tuco y el calor que desprende con el roce.
Se coloca cerca de la
cocina o encima de la chapa sobre un saco, cuando ya el calor de la
misma es soportable. Por la mañana, al remover los granos tienen ese
sonido a secos que los caracteriza, señal de que se pueden llevar a
moler y esa ya es otra historia.
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