ALDEA RECUPERADA
viernes, 27 de septiembre de 2024
29.- Viaje a Vetusta
Aún recuerdo el día de mi primer viaje en tren a Oviedo. En tanto que mi madre se hacía cargo de atender el ganado, padre y yo madrugamos para bajar al viajeros de las siete.
Mis abuelos paternos, Santos y María, aprovechando el viaje, nos mandaban un recado para unas amistades suyas. La ilusión mía, aparte del viaje en tren, era conocer la ciudad, el parque San Francisco, incluida la osa parda, Petra y su hijo. En el largo y sinuoso trayecto de ciento diez kilómetros, olvidé la consulta que tendría con el traumatólogo del Ambulatorio, en la calle La Lila. Una molestia que sentía en el tendón derecho del pie me impedía correr e incluso caminar.
Algunos viajeros madrugadores ya ocupaban los asientos con ventanillas al andén principal cuando nosotros sacábamos billete. Cuando subimos aún había dos asientos libres junto a la puerta.
El engrasador revisaba a pie de vía los niveles de los bujes de las ruedas de los vagones con su aceitera en la mano y el cotón metido en el bolsillo posterior de su funda azulada de trabajo. Con un gancho comprobaba que en los cajetines del engrase no faltasen las mechas y de paso aprovechó para revisar que los vagones estuviesen bien enganchados y puestas las cadenas de seguridad.
Un mozo de andén empujaba una carretilla de plataforma cargada de paquetes con destino al vagón de alta velocidad en la cola de la unidad. El olor a café de la cantina se colaba por las puertas abiertas del vagón. El jefe de estación salió de la oficina con el gorro bajo el brazo, el silbato y el banderín de salida, acompañando al maquinista Ramón Sánchez de la Vega, vecino nuestro, hasta la máquina donde ya le esperaba el fogonero. Cuando el maquinista subió los dos peldaños, el jefe se caló la gorra, levantó la banderola y dio un pitido largo, protocolo necesario antes de que Ramón iniciase todas las operaciones de arranque. Un corto silbido de la máquina confirmó la salida, justo cuando el minutero del viejo reloj de junto a la entrada marcase las siete y cinco, hora estricta de salida. Primero sentí el ruido que producen al aflojarse los frenos y los vagones, cual niños jugando, comenzaron a moverse a trompicones, como si se negaran a emprender la marcha cogidos firmemente de la mano de su madre. Poco a poco veía moverse las casas cada vez a mayor velocidad y sentí el traqueteo en el paso a nivel de San José. Mi padre subió la ventanilla para que no entrase por ella la fina niebla ni la carbonilla que se desprendía de la chimenea y tuve que conformarme con pegar la nariz al cristal. Delante de mí desfilaron el campo de fútbol de Malzapatu, donde había aterrizado una avioneta. De la Panadería Sousa me llegó el olor del pan recién ahornado cuando se abrió la puerta del fondo del vagón para dar paso al revisor. Las últimas casas de la carretera en la Avenida de la Paz antes del paso a nivel en la vieja carretera a Camplengo, las Nieves, Póo, Parres y Porrúa. Pitidos previos anunciaban cada paso a nivel y el saludo de la guardesa de la garita de Póo, junto a las barreras bajadas. Ya en Celorio, subieron varias personas y el revisor amablemente ayudó a una mujer con su cesta de mimbres donde yo adiviné, bajo una cama de helechos verdes y hojas de berzas, por su característico olor, ricos quesos de Porrúa. Siguieron Balmori, Piedra y Posada que ya se preparaba para la feria del ganado en el campo de las Escuelas y en la Plaza los vendedores armaban los tenderetes del mercado de abastos.
Una niña con largas trenzas rubias se subió con su madre que llevaba un bebé en brazos. Ambas ocuparon el asiento diagonal al nuestro. El traqueteo sobre los cortes de raíl y el movimiento de las traviesas sobre el balastro, me proporcionaban una pista de la velocidad que tomábamos y en las curvas, me daba la sensación de que se fuese a salir por el chirrido y el roce de las ruedas. Me daba cuenta de la cercanía de otra estación por el chirrido de los frenos, el largo silbido de la máquina y consiguiente choque de vagones antes de parar. Los nombres de la mayor parte de las estaciones que siguieron a Posada eran desconocidos para mí.
En cada estación, por pequeña que fuera, había el mismo reloj, la misma estructura del edificio, la misma pintura e igual protocolo del jefe en la salida del tren.
La niña volvía para otro lado la cabeza cuando yo la miraba y a hurtadillas comprobé que también ella me miraba. Padre entabló conversación con un señor que se había subido en una de aquellas paradas y después de darle razón del motivo de nuestro viaje pasaron a hablar de las labores del campo.
Nuevos viajeros fueron completando el vagón y enfrente de mí acabó sentándose un anciano tras hacer ímprobos esfuerzos para mantenerse en equilibrio y no caerse sobre nosotros en cada curva de la vía. Una vez que logró sentarse, sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta, el paquete de “cuarterón” y el librito de “Jean” y, como si se recreara en el arte de los malabares lo lió sin quitar la mirada de la ventanilla. Lo colgó apenas de la comisura de los labios. Tomó el chisquero cuya mecha colgaba del bolsillo interior del chaleco negro a rayas y después de girar la rueda con la palma de la mano, tomó el pitillo y le acercó el ascua avivada con un soplido. Todo ese ritual lo había visto mil veces hacer a mi abuelo intercalado en las pausas de sus amenas charlas, cuando iba a visitarle y se despertaba de sus imprescindibles siestas. De bien crío debí asombrarme de esas dos habilidades, la narrativa y la de liar los cigarrillos, que seguía sin pestañear todo el proceso cuando me dijo en una ocasión que el que estaba haciendo sería para mí, si lo quería, y se dispuso a hacer otro para él. Me imagino la cara de sorpresa e ilusión que yo pondría, pero no se me olvidó el asco que sentí al dar la única calada que me hizo toser y que hizo que faltara bien poco para echar al traste la ropa que la abuela tenía plegada para planchar sobre el arcón del estregal.
En estos u otros pensamientos estaría tanto rato que me olvidé del viaje, de la niña de grandes coletas y de los que compartían sus impertinentes y antisociales humos. Limpié con el torso de la mano el vaho del cristal de la ventanilla y divisé a lo lejos la aguja de la torre de la Catedral destacando airosa por encima del resto de edificaciones. Al poco rato entrábamos lentamente en la estación de los FF. Económicos de Oviedo. Comprendí en el momento de bajarme la diferencia existente entre una capital y una villa por la cantidad de vías y trenes en comparación con las que tenía la de Llanes.
La niña de las rubias trenzas caminaba cogida de la falda de su madre y me dirigió una última mirada, como de despedida, mientras tomaba la calle empedrada paralela a la estación. Padre y yo seguimos de frente todo lo rápido que me permitía mi dolor, pues ya casi era la hora de nuestra consulta en el Ambulatorio de Calle La Lila. Padre conocía sobradamente el trayecto más corto por haber estado en Oviedo más veces. La visita al doctor fue rápida, y no tardó en darnos el diagnóstico: -Está en la edad del crecimiento y necesita tomar más calcio - dijo.
Así que la receta consistió en unos gránulos de calcio con sabor azucarado que tenía a pasto en un platillo sobre la mesita. Además me mandó hacer reposo durante tres meses.
Nada más salir del Ambulatorio nos dirigimos con el recado de los abuelos para Arcadio, el amigo que mi abuelo echó en el hospital cuando le amputaron la pierna. Habían convenido los dos en compartir el calzado cuando comprasen uno nuevo, pues a cada uno le habían privado de una pierna distinta. Mi abuela le mandaba por nosotros la zapatilla izquierda.
Mis recuerdos de esta primera visita a Vetusta se resumen a la torre de la Catedral, la estación de Económicos y el empedrado de la calle Covadonga donde jugué una partida a las canicas con un niño que al llegar lo vimos sentado en el portal de la casa colindante cuando subíamos para hacer el encargo. Después de los saludos de rigor, me dejaron bajar a la calle. Era una calle ciega, creo recordar, y en la acera de frente a la casa, había una vinatería donde varios parroquianos charlaban en torno a unas tinajas de roble y bebían por sendos porrones.
Como el tren de regreso salía a las cuatro, nos dio tiempo a pasar por el Campo San Francisco donde compartí los barquillos y la torta de miel que había sacado en la ruleta del barquillero con los patos del estanque. Después observamos largo rato los movimientos repetitivos de la osa Petra que recorría con aire de hastío el contorno de su exigua prisión.
Los recuerdos fotográficos que mantengo en mi mente son en color gris y sepia como los daguerrotipos, de una ciudad aún herida por la guerra, de calles empedradas, con los tejados oscuros del hollín que caía de aquel bosque de humeantes chimeneas.
jueves, 19 de septiembre de 2024
178.- Todo sobre ruedas
A menos de un mes para terminar el servicio militar obligatorio, me animé a sacar el carnet de conducir, al ver que algunos de mis amigos ya lo tenían, tanto para motocicleta como para coche. Un compañero del cuartel me animó a obtenerlo como él había hecho a través de la Policía Municipal. Tendría que abonar una tasa mínima por el uso del coche, un Citroën 2 CV, tiempo de las clases y cuota por el derecho a examen. Otro, en cambio, me animó a sacarlo como él había hecho a través de la “Academia Asturias”.
Allá fui sin más dilación el sábado por la tarde para hacer la inscripción. Aboné la tasa inicial de matriculación y me dieron el manual de normas y señales que comencé a estudiar por mi cuenta en los ratos libre del cuartel. Al día siguiente me esperaba el profesor de prácticas apoyado en un Seat 600-D delante de la academia. Me identifiqué y sin perder más tiempo, se subió en el asiento del lado derecho donde, en caso de necesidad, podía controlar con unos pedales el coche. Me puse al volante, ajusté el asiento y los espejos retrovisores. Para el aparcamiento, el monitor me mostró unas pegatinas en la luneta posterior que serían las referenciales para el acercamiento en la marcha atrás del vehículo. Para la aproximación hacia adelante, bastaba con referenciar la posición del limpiaparabrisas.
Temblaba por la emoción como una “juella”. Me preguntó si conocía el funcionamiento de los dispositivos y le dije que tenía alguna experiencia aparcando varios coches que entorpecían la entrada del material de las obras en las que había trabajado, incluido un camión “Ebro”.
Estuve unos minutos practicando el uso de los pedales y coordinando el embrague con la palanca de las marchas con las órdenes que él me daba. Arranqué el motor y después de varios sobresaltos, logré mantener el ritmo del motor. Estábamos alado del edificio “La Jirafa” y siguiendo las órdenes del guardia de tráfico, salí a la calle Uría, me coloqué en la vía central, cedí el paso a un autobús y subí por la parte derecha del parque, por Toreno, en dirección a santa Marina de Piedra Muelle, donde había una pista de prácticas.
Una vez allí el profesor salió del coche y me mandó repetir, durante un tiempo, diversos aparcamientos entre señales marcadas en el suelo o entre postes que él movía, por acortar el espacio entre ellos y así aumentar gradualmente la dificultad.
Regresé conduciendo hasta la entrada del cuartel. Quedó en recogerme al día siguiente a la misma hora de la tarde, en la entrada del cuartel.
Un sábado que no tenía conducción, me pasé por la academia para que me aclararan cuantas dudas me fueran surgiendo en el cuestionario de teórica. El profesor me recomendó que asistiera todos los días, si pretendía aprobar el examen de teórica.
Creo recordar que solamente pasé por las clases durante la primera semana. El profesor me ayudó a resolver las dudas que me iban surgiendo en cuanto me llevó por la mayoría de calles de Oviedo y en la salida hasta la vieja carretera a Avilés, por la que tendría que hacer el examen con el ingeniero examinador.
No necesité más que doce clases teóricas. Algunas tardes, el sol se había ocultado y en más de una ocasión nos pilló la lluvia. El profesor me dijo que era policía municipal, pero las doce clases de prácticas sirvieron para entablar una relación de respeto y confianza a la vez. No escatimaba el tiempo y terminábamos las clases tomando un café y unos pinchos en la cafetería que había justo a la izquierda de la Biblioteca Municipal.
Un martes, a las diez, tuve el examen teórico. La tensión emocional era muy fuerte. Había un tiempo limitado y un portafolio de varias hojas llenas de ejercicios. Dos vigilantes recorrían entre las cuatro filas de mesas, mientras un reloj de pared nos tasaba el tiempo. Respiré hondo y comencé a contestar las cuestiones que me parecieron fáciles. Había un par de ellas que eran fotos poco claras, con situaciones de tráfico con las que nunca me había topado.
Levanté la mano y me recogieron el portafolio. Tuve que esperar en el asiento. Nadie podía salir para no indicar al siguiente turno las preguntas que habían puesto. Como no había entregado nadie más, vi, por estar en primera línea de pupitres, cómo lo corregía colocando encima de cada cara una plantilla perforada con la solución correcta y trazaba un signo en una casilla que estaba justo al lado de la respuesta. Dos de ellas fueron incorrectas y trazó una equis encima de la casilla.
“No estuvo nada mal”, – pensé, pues permiten hasta cuatro errores.
Terminado el tiempo salimos por una puerta, mientras el segundo grupo entraba por otra. Quedaba por esperar otra hora antes de iniciar la pista de pruebas.
Otra hora después nos mandaron montar solos en los coches de la autoescuela correspondiente. Era un rugir de motores y los humos negros enlutaron las nubes que ya de por sí anunciaban tormenta.
Fuimos en columna de a dos para la rampa en la que había que detenerlo justo pasada una línea blanca y sin tocar la roja que estaba a veinte centímetros de la cumbre.
Logré pasarla usando tan sólo el pedal de embrague con el pie izquierdo y los de freno y acelerador con el diestro. Del freno de mano, no convenía confiar mucho. De allí bajamos a por otras pruebas, cada una vigilada por un empleado y fue la última, el aparcamiento en la parte izquierda que debía hacerla con tan solo dos movimientos.
Con todo el tiempo de espera con el motor arrancado, cuando el examinador me indicó, al acelerar para salir se atragantó y se paró. Tuve la idea de darle a la llave y arrancó sin ser oído por el examinador que en ese momento estaba controlando a la fila de la derecha y entre tal estruendo de motores de las dos filas que esperaban su turno. El profesor me mandó que saliese a la carretera donde recogimos al examinador de la prueba en carretera. Se había iniciado una fuerte tormenta eléctrica con lluvia a la que las escobillas no daban abasto a retirar de la luneta y apenas sí se veían las líneas sobre la calzada y las calles estaban encharcadas. Al lado iba mi profesor que se bajó para dejar entrar al examinador que se sentó en el asiento trasero derecho.
Ya antes de que entrara, se bajó de otro vehículo y al verlo acercarse, el monitor levantó una ceja queriendo darme a entender que era duro y nada transigente. Caminos en la puerta de la derecha y dos alumnos más nuestra academia. Le di mis datos y me pidió que siguiera la carretera de Lugones por el tramo que ya conocía de las prácticas. Había comenzado a llover fuerte y la lluvia cortaba la luz de los semáforos. Nos desviamos por el ramal a la izquierda, “carretera de Avilés” unos kilómetros, a la vuelta, al pie del parque de los exámenes me pidió que parase allí mismo. Estábamos en una bajada, delante de una señal de peligro y un charco del agua producida por el fuerte chaparrón caído justamente al pie de la portezuela posterior derecha por donde se habría de bajar. Me preguntó con mal humor por qué no había parado antes y le contesté muy seguro de mí:
– Para que usted no se moje en el charco ni quitar visión a los demás conductores de la señal que tenemos delante. No dijo ni mu. Me mandó intercambiar el asiento con una alumna sentada detrás mío.
Miré al copiloto que me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba que yo interpreté como positivo.
Al lunes siguiente pasé por las oficinas del parque a recoger mi flamante permiso.
viernes, 23 de agosto de 2024
177- De "puntillas" por el cuartel
A la mañana siguiente, tuve que ocuparme de la guardia dentro del cuartel, en el vestíbulo de entrada, conocido como plaza de armas. Allí destiné la primera escuadra del pelotón. Cuatro soldados con un cabo rojo. Era un amplio salón de techos muy elevados y fornidos portones de gruesas maderas reforzadas con herrajes de entrada al edificio. En el lado opuesto que daba entrada al interior del cuartel, en la armería, se guardaban los mosquetones sujetos por una cadena y potente candado; también estaba dedicada a las armas "castigadas" por haber fallado y ocasionado daño al soldado que las hubiese manejado. Este extremo tan singular no me extrañó nada ya que había oído contar que se hacía con los mulos, autos y, como yo conté en este blog, había ocurrido con la piscina del campamento en Talarn.
Los otros dos lados del salón estaban ocupados por sendas oficinas de oficiales, ambas tabicadas en madera de castaño con puertas de mitad arriba acristaladas y con una cortina por el interior. Cuando fui a hacer la primera inspección me encontré el siguiente escenario:
Una mujer entraba en ese momento por la puerta principal sin que nadie se lo impidiese ni de que se siguiese ningún tipo de protocolo. Portaba colgado de un brazo una canastilla cubierta por un mantel a cuadros que dejaba entrever el cuello de una botella. Con los nudillos en el cristal de la oficina del capitán, oficial de día, y marcó con los nudillos un ritmo que parecía acordado previamente, pues la manilla de la puerta giró y la señora accedió al interior. Los visillos desplegados desde el interiores impidieron las miradas desde el zaguán de entrada.
Un par de niños jugaban en cuclillas en el zaguán a las canicas. Al momento, los críos se dirigieron a la puerta del despacho y saltaban para poder ver por los resquicios entre la persiana y el marco. Uno de mis soldados le marcó con la bota una patada en el trasero al mayor de los guajes para que se alejase de la puerta.
A mí me pareció poco apropiado cómo les trataba y le pedí una explicación.
– ¡Por qué le pegaste! – le dije.
– Porque el capitán que está dentro es el padre de ellos, – me contestó.
Justo en ese mismo momento el capitán de guardia de semana y que ejercía de Comandante de cuartel salió de su despacho que estaba justo en el lateral opuesto y llamó con energía a la puerta que se abrió sin apenas tardar unos segundos, pues salió el capitán, con la camisa desabrochada, la corbata ladeada y la gorra no era a domeñar bajo ella los cabellos. Una compostura nada apropiada para un soldado cuanto sin más para un capitán.
El capitán Comandante de semana, dirigiéndose a mí me ordenó:
– Cabo Primero, haga salir esta señora del Cuartel.
– A sus órdenes, Comandante – le dije cuadrándome y dando el taconazo a la vez que le hacía el saludo obligado.
A mi vez, como también había esta norma, le pedí al Cabo Rojo y a uno de sus soldados que la acompañaran hasta la garita y barrera de entrada y salida.
La dama, cuyo apelativo ahora omito, era la misma que había entorpecido la vigilancia del puesto de guardia estando yo en el acuartelamiento de Pumarín. Hecho narrado con anterioridad en este blog mismo.
Creo que el capitán infractor fue arrestado, pero desconozco la dureza del castigo que se le aplicó.
viernes, 28 de junio de 2024
176.- Guardia de retén en el acuartelamiento Milán
Aún habría de cumplir con otra experiencia más en el cuartel, se trataba del servicio de retén de guardia por la noche, precisamente el día de la fiesta de san Mateo que se celebra el día 21 de septiembre.
Al oeste, el acuartelamiento disponía de una extensa finca que tendría, grosso modo, unas dos hectáreas que los soldados de alguna de las compañías se encargaba de mantener limpia y segada. Era la primera vez que estaba en ella. La yerba seca la habían amontonado en varias tolenas a lo largo del prado.
Los cohetes y la música de una romería que se celebraba justo al norte del praderío, atrajo la atención de todo el pelotón que llevaba tras mí, cuando llegó al puesto de guardia donde yo debía instalarme después de distribuir al primer turno de guardia durante las dos primeras horas. El cabo primero saliente me pasó las normas que a él le habían entregado y firmamos el estadillo juntos. Me acompañó hasta los puestos que debía atender: un supuesto en el polvorín de concreto armado soterrado con una garita tal como la del paso a nivel con barrera en las vías férreas, con sus mirillas y asiento de madera; una puerta de salida a la calle norte y en el puesto de guardia que disponía, con unos camastros y unos aseos.
Después me dediqué a rellenar el estadillo que habría de entregar al pelotón que viniese al relevo de la mañana.
Todo parecía estar en orden. Salí a hacer la ronda y pasé las dos primeras horas de palique con uno de los cabos que ya conocía de sobrado y éramos buenos amigos. Tomamos el menú de la cena que nos habían traído los de provisiones sentados bajo un techo que nos protegía de la espesa niebla que se había ya apoderado del entorno de la finca.
La niebla disimulaba unas nubes del humo que yo había detectado hacía ya rato, por la alergia que de él sufría desde niño y que me había servido para evitar ser adicto al tabaco. Cuando se levantó la niebla, observé que de una de las tolenas o montones de hierba seca, salían las moscaritas. Tomé el mosquetón cargado y con la bayoneta calada me tumbé en el suelo apuntando a una silueta poco visible por la noche, mientras le pedí la seña y la contraseña que les había entregado.
Como no me hizo caso alguno, le mandé el cuerpo a tierra al que tampoco obedeció. Estaba claro que no iba a apretar el gatillo hasta no haber agotado todas las posibilidades. Por suerte, la niebla se disipó y pude ver la cara del muchacho que, como si la cosa no fuera con él, traía el cigarrillo entre los labios y se vino hacia donde yo estaba mientras terminaba de atarse el cinturón. Ni trinchas, ni gorra. Supuse qué había estado haciendo tras las varas de hierba seca que ahora estaba casi consumida por el fuego.
Respiré hondo antes de tomar otras medidas más drásticas contra él, por consejo de su cabo de escuadra que me explicó con claridad en un aparte que hicimos.
Había tenido lugar una modificación de las normas de seguridad dentro de los acuartelamientos de todo la nación.
Por primera vez, aparte de las cartucheras, para hacer las guardias cuartelarias en el Mauser había que llevar la bayoneta calada y las dos cartucheras llenas de munición. Las causas que produjeron esta modificación fue el primer atentado terrorista ocurrido contra un destacamento militar por el que fue víctima un capitán.
Serendipias de la vida, se trataba del capitán Joaquín Irmaz Martínez de la 4ª Compañía en el acuartelamiento "EBRO" en Talarn de mi primer verano como soldado IPS y que todos conocíamos como apodo "La Lola", con el que hice la jura de bandera. Le habíamos tomado aprecio por la actuación que tuvo con los dos "secretas" que habían delatado a mi sargento de pelotón de haber mandado una carta dirigida a un soldado que se había declarado como objetor de conciencia y que estaba pasando la mili en un calabozo. A los chivatos los envió a hacer la mili normal a un campamento donde el tiempo, en lugar de ocho meses en total se doblaría.
Acabada la guardia, pasamos la guardia al siguiente pelotón y regresamos a la compañía. A la hora de la comida nos fuimos al comedor. Era un poco tarde, pero al explicar que veníamos de hacer la guardia, nos indicaron el lugar donde quedaban mesas libres. Esperé a que se sentaran todos los que pertenecían a mi pelotón y me senté en la primera mesa que encontré con un asiento libre. Otros tres soldados me acompañaban.
Al poco, se acerca a mi el teniente, que era el oficial de cocina aquella semana y me regaña por compartir mesa con los soldados: ¡"No sabe usted que la clase de tropa no puede sentarse con los soldados"!
En los dos veranos anteriores, jamás había notado tal distinción, pero me contuve por otro hecho que me había ocurrido con el mismo teniente de cocina.
Había carne en uno de los platos del menú. Me había tomado sin ningún problema la sopa y el cocido, pero el trozo de carne que me cayó en suerte, estaba más duro que la suela de un zapato, aparte que la carne de filete nunca había sido mi deseo culinario y menos cuando estaba con tantos tropiezos.
Me dijo, que si despreciaba el menú del ejército y le contesté que no era así, pues el resto estaba todo me mi gusto.
Me libré de un castigo y desde entonces me aseguré del menú que servían y del oficial de cocina que había cada semana.
viernes, 7 de junio de 2024
175.- Las Maniobras en Casomera
Esta actividad denominada “Maniobras” era obligada para todas las promociones y de ella se comentaba en el Regimiento “El Milán”; unos contando sus propias experiencias y los noveles esperando a que se nos notificase.
Un lunes, el cabo furriel entregó a cada pelotón una tienda de campaña compuesta de cuatro piezas de lona que se unían por unos ojales y sus correspondientes botones, un juego de varillas plegadas en tres secciones con muelles que se extendían, clavos de anclaje y las cuerdas tensoras. Por supuesto, la indumentaria era la propia de la instrucción con el “Mauser” que recogimos en la armería antes de salir del cuartel y la mochila con nuestros enseres personales.
Caminamos hasta la calle Argüelles, por donde bajamos las escaleras hasta la estación del Vasco. El trayecto en el tren de vía estrecha fue lento. Muchas veces había visto el tren por encima del viejo puente, yendo de la pensión en Fray Ceferino hasta las clases y me había preguntado cuál era su destino y también por qué recibía ese nombre. El origen del nombre está en la empresa “La Vasconia” que tenía que ver con la explotación de las minas de carbón.
Llegados al apeadero de destino, permanecimos largo tiempo dentro de los vagones donde dimos cuenta de las provisiones que nos entregaron en el cuartel. La niebla se fue disipando y apareció el sol justo cuando salimos organizadamente. Recorrimos las céntricas calles del pueblo para llegar al punto de la acampada con el Teniente Faes Pomarada al frente de la primera sección. Me impresionó un suceso: una mujer salió a nuestro paso cerca de su casa y suplicó que evitásemos hacer ruido, pues su abuela sufría al recordar los momentos de la guerra que arrebató la vida de su marido y su hijo cuando tomaron el pueblo las tropas nacionales.
En una explanada cercana al río ya estaban asentadas las cocinas con las provisiones para la Compañía. Colocamos las respectivas tiendas donde nos indicaron en una finca inclinada hacia el río.
Justo en la orilla había instaladas varias letrinas con armazones metálicos desmontables.
Aquella semana estaba de guardia nuestro teniente Faes Pomarada y a mí me había tocado ser el cabo primera de semana al mando de la compañía en ausencia del teniente y del capitán. Formé la compañía para entregarla al mando del teniente, pero al ver que apenas podía mantenerse en equilibrio lo sujetaba y aprovechando la poca luz que la niebla dejaba de los focos alimentados por un generador, lo dejé sentado en una roca que había a nuestro lado e intercambié las dos gorras. Toda la tropa le tenía gran aprecio al teniente Faes Pomarada. Tras pasar lista, leí del orden del día, los turnos de guardia establecidos y mandé romper filas.
El teniente no era un oficial “chusquero”; poseía la titulación académica de abogado por la Universidad de Oviedo y por tal motivo se había formado en una promoción como Oficial de Complemento de la que salió como Alférez de complemento, pero siguió su ruta cuartelera con preparación militar con la que ascendió a teniente. Era el camino de nuestra promoción, con la diferencia que al haber exceso de oficiales, se catalogó como “Caballeros Excedentes de IPS”.
Por la mañana, al toque de diana, le di el saludo militar como era obligado y le invité a que se sentara con la sección a compartir nuestro café con leche.
El teniente Pelaez estaba al frente de la sección segunda. Cuando llegó el capitán Clemente, se levantaron las tiendas y todos en fila, debíamos seguir ascendiendo a la montaña por un sendero. El teniente Peláez, quiso llevar la mochila del capitán, pero éste le contestó:
– “Teniente, cada soldado tiene que llevar su propio equipo”. Aún a pesar del tiempo transcurrido, me viene al recuerdo su voz templada, segura.
Llegados a la cima, tendimos de nuevo el campamento. Desde allí se podía ver todo el valle del río Aller.
Las tiendas fueron montadas en una ladera, por no haber mucho espacio en llano. Yo me deslicé por el plástico y al despertar a media noche, me encontré con medio cuerpo bajo la espesa niebla que había cubierto de diminutas gotas de agua las piernas. Aproveché para alejarme por el bosquecillo hasta encontrar un recodo donde aliviarme antes de volver a la tienda. Para evitar otro nuevo desliz, coloqué mi mochila atada al poste central para apoyar en ella los pies. Me correspondía hacer la guardia de las dos segundas horas, pero el caso es que tampoco pegué ojo en las cuatro precedentes.
En una cádava de genista, el teniente Peláez había colgado a la fresca su bota de vino. A mí no se me ocurrió otra cosa que darle como “novedades” a la guardia que nos relevó que eran éstas: " echar un trago de la bota de vino del teniente Peláez”.
Así fue que cada soldado de las guardias se llegaba a no más de tres metros de la tienda y después de beber de la dicha bota la volvía a inflar para que no le notase la falta. Y así fue ocurriendo hasta la cuarta guardia. Es posible que mi idea me hubiera surgido de la lectura del “Lazarillo de Tormes” estando al servicio del avaro ciego y le cambió la longaniza por el frío nabo.
Al toque de diana, el teniente tomó la bota y se la ofreció al capitán por si acaso quería echar de ella un trago.
– No, teniente; muchas gracias.
Cuando apretó la inflada bota, desde la altura, al más puro estilo maño, un escupitajo de aire y el escaso vino que en ella quedaba se estrelló en la cara del teniente. No dijo nada para evitar ser la risión de todos, ni buscó la revancha.
El teniente Faes vino junto a nuestra tienda y compartimos con él un licor que los alumnos de Ovetus le habían regalado al final del curso. Le contaron lo ocurrido en las guardias y se reía por nuestra ocurrencia.
Era una trastada al estilo del ejército que los mismos oficiales no castigaban cuando se hacían a los cadetes, pero en el fondo, ello no me dejó nada satisfecho. El teniente Peláez no era mala persona.
Haré un inciso que me parece importante en la presente narración:
Una sección.de la Compañía de “Fuerzas Especiales” del acuartelamiento de Rubín en la que estaba mi vecino y pariente Pedro González Sobrino, también participaba en estas maniobras.
Tenían un entrenamiento muy duro, un remedo de los legionarios. Yendo en otra salida nuestra hacia la zona de tiro del monte Naranco, coincidimos con ellos.
En tanto que nosotros subíamos por un atajo que hay junto a la iglesia de san Miguel de Lillo, ellos llegaban en unos camiones con toldo. Traían la cara tapada y las manos atadas a la espalda. Llegado en un punto a nuestra misma altura de la cima, eran arrojados a la carretera en medio de terribles voces para inducirles al pánico: deberían soltarse, quitar el saco y la mordaza de la boca, encontrar su propio fusil comprobando el número que venía grabado en la placa asignada en la fábrica de armas. El objetivo de aquellos soldados era llegar antes que nuestra compañía. Pasado el monumental Cristo, viene un extenso páramo recién sembrado de pinos donde pudimos recobrar el resuello.
En otra ocasión habíamos estado con todo el batallón, para el ejercicio de tiro, en el espacio abierto de una cantera con el mismo protocolo que ya narré en los dos cursos del Campamento de Talarm.
Volviendo después de este inciso a la acampada de Casomera, por las noches que pasamos en lo alto del puerto, la guardia tenía que estar atento a no ser asaltados por la sección de las “Fuerzas Especiales” cuyo objetivo era desarmarnos. Por ello, dormíamos con “la novia” atada dentro de la tienda al pie central de la tienda.
Aquella tropa “asilvestrada” practicaba el “vivaqueo”: no tenían cocinas y tenían que subsistir de lo que llevasen o que topasen, ya fuera una liebre, o algún conejo descarriado. Incluso en los ponederos fuera de algún gallinero y la leche que pudiesen ordeñar del ganado de pasto en el monte.
domingo, 25 de febrero de 2024
174.- El retén nocturno de vigilancia de la PM.
174.- El retén nocturno de vigilancia de la PM.
Todas las noches, a partir del toque de silencio en el cuartel, salía un grupo formado por dos soldados y un cabo rojo, comandados por el cabo primera. La labor de la policía militar consistía en recorrer las principales calles y lugares donde se concentraba la gente los fines de semana, como son los paseo, cines, teatros, salas de baile, discotecas, verbenas y, por supuesto, hospitales, farmacias de guardia, bancos y escaparates de las tiendas del centro de la capital. Aparte de la orla blanca con las dos iniciales que debía cada uno del grupo llevar prendido en el brazo, además del casco, las trinchas, cinturón con las correspondientes cartucheras, guantes blancos y el chopo, yo tenía que llevar colgado del cinturón una pistola semiautomática mejorada, la 19 mm, Parabellum de origen alemán usada en la primera GM.
Ya narré cuando estaba estudiando el segundo curso en la Normal de Oviedo y se había prohibido, juntarse más de dos estudiantes a partir de una hora señalada. En ese curso, mis clases las tenía de 3 h. a 9h. pm. y los universitarios se manifestaron por las calles y al subir para la Normal, en la calle Asturias, vi correr hacía mí un grupo de estudiantes perseguidos por los “Grises” que les lanzaban botes de humo y blandían sus porras. Tentación tuve de meterme en un portal, pero el sexto sentido me previno y corrí delante de todos hasta virar a la calle Cervantes. Aquel día, estaba en la clase de lenguaje cuando entró a la carrera un chaval al que nadie conocía, ocupó un asiento vacío y atendió a las explicaciones. Un par de minutos después dos policías abrieron la puerta y, sin rebasar el dintel, echaron un vistazo a toda la sala y al no reconocer al perseguido, salieron. Don Jesús Neira, de visión muy limitada, nunca sabré si reconoció o no al nuevo alumno, pero el hecho es que nos explicó el escudo que mantenían las Universidades para quien en ellas se acogiese de la persecución policial o militar.
Era domingo y tuve que presentarme en el cuartel a media mañana ante el capitán de guardia. Yo había entendido que allí me darían el armamento, pero no sabía que tenía que haberlo solicitado el día anterior, de sábado.
Menos mal que un amigo y compañero del campamento estaba de asistente en las oficinas de Mayorías. Me proporcionó una pero me dijo que no había encontrado una funda para ella. La conseguiré en el mismo puesto de guardia, pensé, por lo que la metí en el pequeño y escaso bolsillo derecho del pantalón de “bonito” y la tapé con el pañuelo para evitar que se cayese al suelo.
Cuando me presenté al Capitán de Guardia y me preguntó por el arma. Yo se la mostré con la misma naturalidad con la que de críos guardábamos un puñado de canicas o castañas asadas que llevábamos para el recreo en la escuela primaria.
Me pareció ver en su cara una mezcla de autoridad y nostalgia de su niñez pasada y me aturdió con un amigable consejo:
– Cabo Primera: entrégueme su arma y, si lo precisa ante cualquier altercado, apunte así, dijo extendiendo el pulgar y el índice, alargando el brazo, cerrando el ojo izquierdo, mientras con la boca emitió un chasquido tan preciso que pareció el ruido del percutor. Como de niños hacíamos “batallitas” entre vaqueros y bandidos, guardias y emboscados o indios y ejército, en el Campillín del Palaciu de Gregorio y Logia.
La noche fue tranquila. Entramos en algunos bares donde solían invitarles a tomar algún bocata, según habían comentados mis veteranos subalternos u otros caprichos culinarios, como en la heladería del final de Uría con Fruela que tenía a pie de calle unas mamparas que daban servicio mañana, tarde y noche.
En este mismo apunte, incluiré otro episodio muy curioso ocurrido en el cuartel.
El caso es que con el rango militar de teniente coronel había un personaje, pariente de la Carmen Polo.
Se decía, que en el bar de los oficiales, tenía una deuda que pasaba de las cien mil pesetas rubias de entonces y que no tenía traza alguna de pagarla. Disponía para su uso un jeep militar descapotable y un soldado como conductor y mecánico, que lo mismo le limpiaba las botas o le seguía a todos los bochinches donde, por las estrellas de cinco puntas que lucía, no les faltaban ni cerveza ni bocado con que llenarle su bien hinchado vientre.
En más de una ocasión de regreso, el hujier le desnudaba y arropaba, pero también podían ocurrir otras cosas como la que voy a narrar tal como la escuché contar a otros compañeros veteranos que había ocurrido hace unos meses.
Una mañana al levantarse ya limpio del alcohol echó en falta al conductor y al preguntar por él, otro soldado le dijo:
– ¡Mi teniente, usted lo envió al calabozo esta madrugada! ¿No lo recuerda?
– ¡Vaya a por él de inmediato!
Y con las mismas al tenerlo a su lado le dijo en confianza que se apurara, pues iban a salir. Como si nada grave hubiese ocurrido. Estaba claro que su carácter afable cambiaba en cuanto sobrepasaba un determinado grado de vapores etílicos.
Tenía que formar una escuadra de recibimiento con traje de gala militar, sable incluido a la “Generalísima” en el aeropuerto de la Morgal. Coincidió que una espesa niebla lo retrasó y no se le ocurrió otra cosa que irse a un bar a tomarse las once con toda la tropa que le acompañaba. Pero las pistas quedaron pronto despejadas y al tomar tierra el avión, a la gran dama no se le hizo el correspondiente protocolo, motivo por el cual, fue degradado ya para siempre a Coronel.
sábado, 13 de enero de 2024
173.- Relevo de guardia en el Centro Reclutamiento de Pumarín.
Esta actividad sería la segunda de las sucesivas prácticas militares en el tercer período de las milicias universitarias y que daré cuenta al lector en sucesivos capítulos.
Tras dotar al pelotón en la armería de los respectivos mosquetones y rellenarnos las cartucheras de munición, el teniente nos formó y me mandó salir en formación que debí mantener durante todo el trayecto por las calles. La normativa permitía que usáramos la derecha de la vía pata dejar libre la acera con lo que el pelotón en su conjunto se convertía en un vehículo más. Desde el lado izquierdo del pelotón con el brazo izquierdo hacía las señales a los vehículos de adelantar o esperar.
Conocía el destino por haber estado allí cuando fui reclutado en el primer destino a Lérida. Llegado al pabellón donde pasaríamos las siguientes veinticuatro horas, se hizo el relevo y el cabo primera saliente me indicó los puntos clave de seguridad a los que enviar la vigilancia: dos soldados en la garita como las que tenía el ferrocarril con una barrera para vehículos y un paso peatonal; un tercer soldado donde el “mastín blanco” que guardaba el deteriorado muro de ladrillo por el que se podría acceder al recinto y un cuarto soldado en otro puesto más alejado donde había un “búnquer” o fortín del acuartelamiento y oficinas militares de Pumarín.
Me indicó que debería tener bien vigilada la entrada y salida de vehículos privados y evitar cualquier roce con los que pertenecían al destacamento militar.
Las normas restantes de cómo llevar a cabo el reparto de las guardias las traía bien aprendidas. Para dormir y aseos teníamos una edificación con literas, pero al jefe del pelotón le reservaban un cuarto más privado con una mesa donde poder guardar la documentación que debía entregar en el cuartel al día siguiente. Después de acompañar a un cabo y dos soldado a la entrada, situé otros dos de la misma escuadra para vigilar el polvorín y el punto donde estaba el perro. Este infeliz, a pesar de su tamaño y roncos ladridos, debía de estar tan acostumbrado a ver la tropa que cuando se le llevaba los restos que había en la cocina, movía en agradecimiento su moteada cola o nos embadurnaba de baba.
Me dediqué a cubrir el estadillo de guardias teniendo en cuenta los horarios y relevos de comida, cena y descansos. Eran tan solo dos cabos y ocho soldados, pero ofrecía su dificultad. Después de acabar, tomé un libro que había comprado en la librería “Cervantes” y me enfrasqué en su lectura de tal forma que el tiempo no me pasara lento.
Veía salir del acuartelamiento parejo al nuestro, soldados y mandos de una sección de “Regulares” entre los que estaba un amigo y pariente mío. Vestían un equipo que se diferenciaba por el color del caqui nuestro y calaban la gorra con cierta chulería, muy parecida a los legionarios, al menos en la dureza en la instrucción, como tendremos ocasión de comentar y comparar en dos momentos del presente blog.
Lo que me pareció raro fue que saliesen, aunque de domingo, ataviados con un mono azul marino como si fueran obreros de la construcción, fontaneros o ferroviarios.
Cuando se acercaba el momento del primer relevo, en el recinto donde yo esperaba encontrarles no había un alma y caminé hasta la garita. Imaginé que allí estarían echando el tiempo o se hubiesen escaqueado hasta el centro del barrio Pumarín para tomarse algo o jugar a las máquinas tragaperras en alguno de los establecimientos. Me preguntaba si el atavío de currante era el que usaban los veteranos adscritos a los distintos talleres, pero tampoco me convencía ya que estaban libres de las guardias.
Para lo que había aprendido en las clases teóricas, mi obligación era sancionarles o pasar la responsabilidad a los dos cabos como me había dicho el capitán. El cabo de guardia me confirmó mi suposición. Me aseguró que ya estarían de vuelta para el relevo y que al ser domingo los oficiales del cuartelillo también estaban libres. Sí era de más cuidado la visita de la Policía Militar de retén por toda la ciudad, especialmente en cines, bares y otros lugares de jolgorio.
Así en duermevela, pasé toda la noche, ojo avizor para evitar que se repitiese la faena en los siguientes turnos de guardia y pasé vigilancia por los tres puntos. Al mastín le regalé la mitad del bocadillo de carne que nos habían traído de la cocina del cuartel, pues yo había comprado otros dos de chorizo y jamón en un bar que había cercano al sanatorio de la Cadellada. Recuerdo que fuera tenía una terraza y practiqué por primera vez en el juego de la rana que en algún establecimiento de Llanes ya había visto. Quizás en la zona de atrás de la caferería “Pinín” donde también había futbolín y se recargaban las botellas de soda para la barra del bar, o junto a la bolera del bar Jesús “Palacios”.
Llegada la mañana, pasé revista por si me faltaba alguno y llevé a cabo el primer relevo. La plaza delante del edificio de Mayorías del cuartelillo estaba a rebosar de coches oficiales. En una de las oficinas estaba destinado el hijo de José Remis Ovalle, natural de Margolles y avecindado en Tornín.
Serían aproximadamente las diez de la mañana, cuando veo al volante de un gran Seat a una famosa vecina de Porrúa. Me preocupé por la fama que tenía la conductora de haber sacado el carnet de conducir después de numerosas pruebas. Era una mujer fuerte y grande dedicada a la ganadería y en el Seat 600 que Luisito Noriega, nieto de D. Bernardino de Parres, usaba para la Autoescuela tuvo que cederle todo el espacio delantero para la alumna y él manejaba el control sentado atrás. No sé ya el número de clases que dio ni del número de exámenes que llevó a cabo. Pero su primer auto tenía atrás un espacio denominado "ranchera" tan amplio en el que bajaba desde la Tornería los jatos hasta el pueblo o cargaba pacas de hierba desde el Almacén de Pepe junto a la Torre defensiva de Llanes.
Traía a un tío suyo a cobrar la paga mensual que como mutilado de guerra recibía. Lo vi cuando se bajó del coche que cojeaba apoyado en un bastón y vestía un traje militar con galones en la chaqueta y gorra.
La saludé y me contestó mostrando también sorpresa de encontrarnos allí.
– Parresanu, qué sorpresa. Esti últimu vienres encontréme a los tos pas en Posada que llevaben un xatín a la feria. Me contaron que tabas jaciendo la mili en Oviedo, pero non esperaba verte per aquí.
Me despedí de mi paisana y saludé militarmente a su tío por como iba uniformado como era mi obligación, lo mismo que saludaría a otra persona que fuese de paisano.
domingo, 17 de diciembre de 2023
172.- Primera responsabilidad cuartelaria cumplida
La segunda semana debí tomar el mando dejado a medias en la anterior y la viví con intensidad en la que se dieron situaciones muy complicadas para cualquier novato en el laberinto cuartelario, pero no muy distante de lo percibido en los dos campamentos anteriores.
El tiempo y el espacio se curvan de modo que nos hacen percibir la vida como quien sube a una montaña para lo cual se nos ofrecen variadas rutas de las que algunas alargan y otras acortan nuestro objetivo. Es así como nos influye en la memoria personal que choca con la de otros, pues está comprobado que el efecto de la emoción personal va unida a los sentidos de la vista, olfato, gusto, oído y tacto. Creo que se puede aplicar esta premisa: “Los recuerdos son los que dan el orden temporal a los sucesos vividos”. Desde que acepto esta premisa, dejé de incomodarme si mi narración no coincide con la de los demás tertulianos, lo que no quiere decir que siempre “dé mi brazo a torcer”.
Sopeso sus aportaciones y de parecerme buenas las integro como complemento a mis recuerdos. Comparto con ellos la premisa por si les sirve, sin voces ni alteraciones, pero si alguno se obceca en echar por los suelos la mía, “cierro cremallera”, sonrío levemente y escucho. No falla: alguien, más reflexivo, la entiende.
Al final de la mañana, debo entregar el estadillo al teniente “Jula-jula”, cuyo nombre no recuerdo, pero sí lo que me pasó con él en su oficina en la recepción del cuartel.
En la lista del personal cuadraba a la perfección todos los componentes de mi compañía, pero lo que no le satisfizo fue que hubiera estampado mi firma en la parte baja, sin dejarle espacio para su firma y me gritó exasperado:
– ¡Cómo ez que no ha dejao espacio para la firma de su superior!
– Disculpe, mi teniente –dije – lo tendré en cuenta para mañana.
– ¿Usté qué ez en la vida civil! Dígame.
– Soy maestro, mi teniente.
– ¿Maeztro de qué?
– De qué va a ser, mi teniente, maestro de escuela.
Así como cuento, conseguí que nunca jamás me molestara e incluso noté en él cierto entendimiento, pues ante una duda, le pedía consejo. El mote le venía dado por los veteranos del cuartel por su hoy muy respetado acento granadino.
Recuerdo hasta el sueldo del teniente, después de tantos años como militar. Quince mil pesetas rubias, tres mil más que las que aquel mismo curso comenzaría a recibir yo como profesor de EGB.
De sábado, se presentó a mi uno de los soldados que estaban diseminados por los distintos talleres. En concreto era el maestro zapatero con la pretensión de que le firmara un pase para mostrar a la salida. El motivo era el entierro de su abuela. Como es lógico, se lo extendí y le advertí que se presentase ante mí antes de dar las novedades a mi capitán.
– No se preocupe, mi primera. Aquí estaré.
Llegado el lunes, a la hora de comenzar las actividades militares, fui al despachó del capitán Clemente y le conté el caso.
– Veo que has aprendido la normativa, lo cual me alegra en sumo. Cumplió usted con su deber e hizo lo establecido; queda para mi cargo el resto. Este elemento, según figura en mi poder, es la quinta abuela que entierra.
Habían pasado los tres toques de diana sin aparecer, con lo que se le podía dar como prófugo. Cuando llegó, lo mandaron directamente al calabozo después de raparle el pelo al cero.
lunes, 11 de diciembre de 2023
171.-- Tercer período de milicias en el Regimiento “El Milán” de Oviedo
El horario era desde las nueve de la mañana que comenzaba el día estrictamente militar hasta las dos de la tarde, salvo que surgiera alguna contingencia.
Al dar mis datos al oficial de guardia en la entrada, consultó la lista y estaba asignado a la 3ª Compañía, al mando del capitán Clemente.
Una vez en el pabellón el furriel me indicó el lugar del cuarto de los cabos primera donde podía dejar mi petate.
Allí estaban ya instalados los dos compañeros del campamento: Oviedo y Manuel A. Miguel Amieva más otro natural de Ribadesella, de nombre José Manuel, y el hijo del brigada encargado de suministros en el cuartel.
Justo a la entrada, estaba la capitanía de la que salía en el momento de mi entrada José Luis Junco hijo de Luis Junco, de El Peral, en el concejo de Ribadedeva. Su familia desciende de una de las familias Junco de mi aldea que marchó como administradora de la casería en las Bajuras de Pimiango. Manuel, uno de los tíos de José Luis era de la misma quinta de mi padre y pasó a estar a cargo del palacio de Pimiango, en el que su dueño, de apellido Colombres, había creado un taller de zapateros para ayudar a las familias de Pimiango que habían abandonado el puerto de mar en la orilla izquierda del río Deva, a causa de una fuerte marea en la que fallecieron todos los marineros. El benefactor hizo venir desde el condado de Noreña al personal que enseñase del oficio, así como las pieles encurtidas en aquel municipio y con los oficiales llegó a Pimiango la jerga “Mansolea” que quiere decir “el hombre de la suela”; una forma de encriptar entre los maestros zapateros la forma de trabajar la piel: algo muy parecido a la “Xíriga” usada por los “Tamargos” las tejas- A unos dos kilómetros existió una “Tamarga”.
Luis Junco, se hizo con la patente de las corbatas variando el proceso de elaboración del producto que posteriormente pasó a estar fuera del casco urbano de Unquera en otra edificación que es el paso obligado actual de la A8.
En principio Luis Junco había comprado un bar a la margen izquierda de la N-624 donde hacían parada los camioneros, pues siempre se dijo que estos profesionales de la carretera solían elegir los mejores sitios para reponer sus energías. Tenía también una bolera donde se llegaron a celebrar importantes competiciones del “bolo Palma” variedad de bolo más usada en la vertiente oriental de Asturias.
Como el negocio le iba bien, construyó un bloque en el otro lado de carretera con bar, restaurante y hotel donde los camioneros disponían de abundante aparcamiento, en el que trabajaron Marisa, José Luis y Francisco de forma continua a cargo del personal; a su hija primogénita le dejó el primitivo establecimiento al otro lado de la N-64. Desgraciadamente, mi amigo falleció en 2016; aficionado al ciclismo había patrocinado el equipo local de Colombres. En la actualidad “Casa Junco el Peral”cerró sus puertas tras los cambios estructurales viales y se abrió otro donde se dispone de aparcamiento, gasolinera y restaurante de la marca “Junco” que va tomando gran fama.
José Luis había obtenido el galón de cabo primera, por la mili normal. Nos saludamos y me contó que acababa de recoger la “blanca” que así se llamaba la cartilla de licencia que era un documento que con una periodicidad de un año y de dos años en los siguientes hasta pasados los cinco, había obligación de presentarla en el cuartel de la guardia civil más próximo. Le mandé saludos para su padre y hermanos.
Cuando llegó el capitán a hacerse cargo de la compañía, el teniente, Faes Pomarada, nos formó en la explanada. Yo estaba al frente del primer pelotón de la cuarta y Amieva al frente de otro de la tercera compañía, pero a dos pasos de mí. El teniente hablaba con los soldados de ambos pelotones que lo conocían y reían de lo que decía, y a los dos nos dio por reír también sus ocurrencias.
El teniente que nos vio reír, nos preguntó cual era en motivo de nuestro jolgorio; y que a la salida pasásemos por su oficina. Me llegé a preocupar por el mal inicio en el cuartel.
Al salir, llamamos a su despacho y lo primero que nos preguntó fue que de dónde éramos.
–De Llanes, mi teniente, le dijimos los dos a coro, firmes con la gorra en ristre como mandaba el protocolo.
– Yo soy de Villamayor. Allí tuve la casa paterna.
– Ah, mi teniente – le dije – precisamente un camión se estrelló contra ella y echó abajo una esquina del corredor.
Gracias a esta conversación, la relación con el teniente fue llevadera.
En el período de la instrucción paseábamos los pelotones por una de las calles asfaltadas junto al primer pabellón más cercano a la entrada. Hoy, el cuartel, aloja a los estudiantes universitarios, en el que se graduó mi hija recientemente.
Después nos reunía el teniente y sentados en el suelo había quienes prendían el cigarrillo mientras que los demás saboreábamos el tentempié de las diez.
Uno de los soldados que estaba al tanto de avisarle si llegaba el capitán, lo hizo sin ningún sigilo.
– El capitán no es el enemigo – dijo el capitán Clemente con cierto aire de pesadumbre y decepción.
La primera semana, por mera casualidad pensé yo, me correspondió a partir del lunes comandar toda la compañía desde el final de la actividad militar sobre la una y medie de la tarde las nueve del día siguiente en el que yo le debía entregar el denominado estadillo del personal, en el cual figuraba todo el personal de la compañía. Confieso que me perdía con los que estaban ausentes: unos que estaban de guardia en Rubín, otros que tenían algún permiso especial, de baja en enfermería, el ayudante en la armería, otros en la cocina, uno en zapatería, otro en el taller de los vehículos y un largo etcétera.
A media semana, un miércoles, me llama a su despacho y me dice que me va a sustituir por el cabo primera, el hijo del brigada que estaba a cargo del suministro del acuartelamiento.
– La próxima semana, le volverá a corresponder a usted y si tiene alguna duda, no deje de acudir a mi despacho.
Me debo poner las pilas, dije para mí. No vaya a ser que corra el riesgo de acabar haciendo la mili normal en otro cuartel los meses que me faltan.
De sábado, el cabo primera me entrega el estadillo con los soldados que me deja a cargo.
De domingo, se hacía la Revista de Comisario, antes de la misa a la que había que presentarse toda la compañía, salvo los que estuviesen por alguna razón con permiso o destinos dentro o fuera del cuartel. El personal total de la compañía sobrepasaba el centenar, pero en la compañía sólo encontré once soldados y un cabo primera que se agenció de una gorra y el resto de la vestimenta de soldado. Entré con ellos en la revista de Comisario a paso ligero con la mano en el cinturón. Las demás compañías ya estaban en descanso esperándonos, con todo el personal que debía estar.
Recuerdo la guasa de mi amigo Amieva que dijo: “Parece la banda de Pancho Villa”-
Les mandé firme y saludé a los oficiales con todo el rigor militar que había aprendido en los dos veranos precedentes.
En un estrado alto se juntaron, el comandante más temido por los oficiales y el teniente de guardia que también era tal cual, de cuyos nombres perdí memoria.
Este último me preguntó por la escasez del personal de mi compañía y le di las novedades de los distintos destinos del personal, todos los que me vinieron a la cabeza.
Me mandó que ordenara descanso a mi “banda” y me retiré a mi puesto. Con las mismas, él mandó de nuevo firmes y dio la novedad al Comandante de que el batallón quedaba a sus órdenes.
Cumplido todo el protocolo, el comandante bajó a revisar todo el personal, tanto en la vestimenta como en la limpieza del calzado, trinchas, cinturón, botones y pelo.
Al cabo primero que no tenía por qué haber estado allí lo mandó a cortar el pelo.
A unos pasos de nuestro batallón estaba una compañía de la Guardia Civil, al mando del teniente Hierro, segundo hijo del capitán Hierro en el nuevo cuartel de la Benemérita de Llanes, anterior a la última reforma. Como curiosidad contaré que sus padres se casaron el mismo día que los míos y su primer hijo era de mi edad.
Ver la entrada a mi trabajo sobre el Mansolea y su relación con la Xíriga que es el habla de los tejeros del concejo de Llanes.
miércoles, 6 de diciembre de 2023
22.- Soñando viajes
Mi habitación era la que mejor orientada estaba, de toda la casa. La ventana de la otra habitación, la de mis padres, estaba orientada al norte y mirando por la ventana, la vista se estrellaba en las encinas del Cuetu Mirador.
Desde la mía, al este, veía la Rectoral y el campanario de la Iglesia. A la misma distancia, pero orientado al sudeste, la vieja casa de Doña Lola, en medio de su huerta tarazana que conservaba el señorío en sus grandes ventanales de cinceladas esquinas y cornisas. Unos metros más lejos, veía el tejado del Palacio de Gregorio, caserón antiguo que conservaba aún las viejas maderas de castaño de los aleros con esa pátina que dan los muchos años que tenía de existencia. A una distancia que no podía apreciar, veía la sierra plana de Purón y Sanroque y, acariciando el cielo, las estribaciones del Cuera.
El limonero plantado junto a la pared, había crecido con rapidez y sus ramas, con los fuertes vientos asurados, arañaban la cal. Había ido con mi padre a buscarlo a la casa de mis tíos, Duardo y Loles, que lo habían encaponado del que tenían junto a la cuadra, en el Jogu Cubil.
Tras la madera veteada de pequeños depósitos de resina en las contraventanas, pasaba un rayo de sol que se reflejaba en la pared del fondo. Me entretenía observando las motas blanquecinas de polvo que volaban cuando movía el cobertor. Las moscas, cual aviones de exploración, revoloteaban el espacio aéreo de mi habitación yendo alguna a aterrizar confiadamente sobre mi brazo. Muchas mañanas, escuchaba, desde la lejanía allegarse el sonido del motor de una avioneta. A pesar de los consejos que mi madre me daba para curar la tos, me tiraba de la cama y calzaba a medio pie las zapatillas para asomarme desde la galería y poder ver los aviones. Avioneta y planeador atados por un cable totalmente visible, surcaban el cielo por encima de la casa. Después de un tiempo, volvía a oírse el motor de la avioneta, de vacío, en dirección a la Cuesta el Cristo de Cue. Buscaba en el cielo el planeador, sin ruido, de fuselaje más estilizado, que hacía giros y se dejaba llevar por las térmicas como una gaviota hasta su punto de partida, que era el de su destino también. Me hubiera hecho ilusión volar en una de esas avionetas, como les había aconsejado en una ocasión a mis padres D. Antonio Celorio, nuestro médico de familia, para curarme los bronquios.
La tos se me había acentuado con el fresco de la mañana que entraba por los cristales rotos de la galería. Escuché los tazos de las madreñas de mi madre que se acercaba por la conchuca. Volví a la cama y me tapé con la manta para disimular y no contesté a las primeras llamadas que me hacía desde la portilla del huerto. Siempre encontraba algún detalle de mis incursiones fuera del lecho y yo confesaba con una sonrisa mientras dejaba de hacerme el dormido. Me recomponía la cama y removía la lana del colchón para rellenar los hoyos por donde sentía los muelles del somier. Me daba el desayuno y después me pasaba la mañana leyendo del libro que ellos leían en las noches y del que yo me había perdido el final.
En casa no teníamos libros como hoy se tienen. Mi madre se abastecía de ellos en casa de Teresa Junco, la del Curru, que ponía a nuestro alcance su abundante fondo bibliotecario. El primer paso con un libro que llegaba consistía en vestirle con el papel de estraza traído del Chispún en alguna compra. Lo poníamos en el armario de la sala, junto a la palmatoria con la que se leía, la mayoría de las noches, por avería o tormenta. Así llegaron a mis manos obras como “El Conde de Montecristo”, “Los Tres Mosqueteros” de Alexandre Dumas o las hazañas y andanzas de José María “El Tempranillo”, posiblemente, en una traducción de la obra original de Prosper Merimée.
Los primeros libros que me afianzarían en la lectura, aparte de los que en la escuela solíamos leer los viernes por la tarde, como "Viaje por España", El Quijote y otros más de obligada lectura fueron los de Marcial Lafuente Estefanía. Sus cortos diálogos y las descripciones de aquellos inhóspitos parajes del Wester americano hacían que me gustasen. Los argumentos siempre eran los mismos y básicamente consistía en el regreso al pueblo de un vaquero desconocido, que venía a librar a sus gentes del que les atenazaba y por medio siempre había una chica que solía ser cuando poco la sobrina del tirano. Lo que no sabía entonces es que el autor se pudría en una cárcel y escribía sus novelas como podía en los papeles que encontraba. Nadie conocía el verdadero sentir de estas narraciones que decían “literatura barata”.
Comenzaba a sonar el nombre de una escritora de Gijón: Corín Tellado. Por agosto del año 1958, para ser exacto, vino a casa de mis primas, Bego y Tere que también vivían en Gijón, una sobrina suya de nombre Corín. Se había vestido de aldeana lo mismo que mis primas para la Guadalupe. Iniciada la romería, Juan Armando y yo fuimos a sacar a Olga, la hermana de mi amigo y Corín que hacían pareja. Era así la costumbre. Creo que mi primer baile fue un pasodoble tocado por los Panchinos desde la Terraza de la Escuela de la Pereda. Algunas parejas bailaban en el camino, debajo de los castaños. Cogidos por el hombro nos acercamos a ellas, con idéntica idea de bailar con Corín. Cuando ellas se soltaron, tuve la picardía de adelantarme y los dos hermanos acabaron bailando juntos. En la siguiente pieza, cambiamos de pareja. Cerca de nosotros, bailaban sus padres, Juan y Vicentina, que se reían de mi maniobra y de los torpes pasos de baile que debía de dar. Nosotros, en cambio, fijándonos en los suyos, los intentábamos imitar.
Mis padres solían leer algunas noches, ya en su habitación, turnándose y yo seguía atento, desde la mía contigua, al argumento de la novela, hasta quedarme dormido. Estoy seguro que de esa forma nació en mi el gusto por la lectura. Los tebeos me llegaron con bastante posteridad y, como todas las modernidades, causaban recelo para los que se empeñaban en que fuésemos, el día de mañana, personas de provecho.
En el Capitán Trueno, protagonista que le da nombre al tebeo y acompañado de Crispín y Goliath, prestaba ayuda a la sin par y lucida Sigrid, reina de Thule, quien nos hacía soñar por jardines aún desconocidos. TBO, Tío Vivo, DDT, Jaimito, Superpulgarcito, cuánto nos alegraron en nuestra gris infancia. En Hazañas Bélicas los buenos siempre eran los aliados, frente a los alemanes, más torpes en la acción que, sin embargo, si el enfrentamiento era entre ellos y los rusos, resultaban buenísimos y listos. Qué inocencia la nuestra que no veíamos el fondo de las cosas. Llegarían otros protagonistas del cómic como Jabato, Tintín, Supermán, una lista interminable de lecturas que pondrían color a nuestras propias viñetas.