lunes, 23 de febrero de 2015

87.- El trabajo en la cantera Santa Marina

 Fuera ya del ambiente de las obras, me dediqué con mi padre a labores del campo, tales como limpiar de malezas las fincas y levantar las piedras caídas de sus viejos muros, rozar en el bosque, es decir, segar para usar la hierba y las hojas caídas del precedente otoño como cama de las vacas y ya de paso, recoger las cañas caídas y llevarlas para hacer leña, único sistema calorífico en las casas de aldea de aquellos años. Me hace gracia, hoy en día, llamar “Casas de aldea” a las casas rehabilitadas, en plan moderno, en las que no falta detalle desde los baños, inexistentes entonces, a las formas de calentarlas con las más modernas técnicas eléctrica e incluso solares.
Con la llegada del “Nene”, que así llamamos desde el primer momento al pequeño caballo alazán que tuvimos, se había dulcificado, por decirlo de alguna manera, nuestro trabajo en comparación con los años que precedían donde contábamos con la ayuda de infelices asnos que tenían ya bastante con mover su propio peso, cuanto si más el del carro cargado, por lo que debíamos tirar con él o empujarlo por los rudos caminos de la ería y de la aldea. Más adelante, cuando llegue el caso, pondré en conocimiento de los lectores la valentía e inteligencia de aquel inolvidable compañero.
Manolo dueño con su hermano Julián Amieva Sánchez de la cantera en Santa Marina, nos contrató a los dos para trabajar en ella, pero antes de empezar quiso que cavásemos la tierra de dos huertos, uno que plantaba su madre, María la del Vivo, en el barrio de La Concha y el otro en el barrio de La Campa, de Gloria Gutiérrez González, tía de mi padre y madre de Loli Junco Gutiérrez, esposa de Manolo. Con el carro y el Nene les llevamos el cuchu, para que se entienda, nombre del abono natural que aquí damos al estiércol producido en las cuadras del ganado.
Cuando se acabó la faena agrícola y los días ya iban mejorando, comenzamos el trabajo en la cantera. Durante las dos primeras semanas me dedicaron a retirar los carretillos cargados automáticamente bajo la criba del molino recién estrenado en la explotación. Acompañado en la misma tarea con Pepe Gutiérrez Noriega, me resultó un trabajo bastante llevadero, porque, la verdad sea dicha, distaba bastante en cuanto a la dificultad de los caminos por los que circulaba con la carga con la última obra en la que había realizado transporte de materiales. Hasta entonces, la molienda de la piedra se llevaba a cabo a golpe de zutrón y porrilla, trabajo este último asignado a mi tío Ramón, más conocido como “Puertas”, por ser hijo de mi abuelo paterno Santos “el de la Estación” que había estado de cobrador de billetes en la puerta de entrada al andén.
Mi tío seguía por entonces así subido a una de sus pilas de piedra que golpeaba rítmicamente con su porrilla enastada con flexible vareta de avellano y protegido por unas rústicas gafas de tela metálica, sujetas con una goma a la cabeza; las manos desnudas y labradas, llenas de surcos y heridas sangrante unas y otras curtidas que raspaban más que acariciaban, tan duras como las misma rocas que partía. Y en su pecho un corazón tan grande que compartía con todos del buen humor y la mejor de sus sonrisas a pesar del cansancio. Al final de la media jornada de mañana, posaba la porrilla y se encargaba de poner la dinamita en los agujeros hechos por el barrenista y pegar fuego a las mechas con lo que se hacía saltar por los aires el cuetu de Santa Marina que, no obstante con el equipamiento de compresor y molino, parecía inmutable. Hacía ya catorce años, con tan sólo cinco, me había llevado mi abuelo Marcos a ver un partido en el campo de fútbol y recuerdo haberlo presenciado desde lo alto del cuetu, entonces pegado a la carretera que media entre él y el campo.
Poco después que el molino llegó la primera pala mecánica y el primer camión “Pegaso”, porque la demanda de materiales para la creciente construcción fue in crescendo y el principal punto de provisión fue la cantera de Santa Marina.
Al mediodía, antes de comer, el barrenista retiraba la manguera del aire y protegía el compresor con chapas. Mi tío medía con la vara el barreno e introducía en cada agujero los cartuchos necesario según la profundidad, la disposición del corte, las vetas y la calidad de las rocas, con una maestría bien aprendida por la práctica. Al último de los cartucho le incorporaba el fulminato con la mecha y lo empujaba con mayor delicadeza ayudado por una baqueta de avellano y retacaba el agujero con arcilla que él mismo seleccionaba de alguna bolsa hallada entre las rocas de los anteriores disparos. Luego que tenía todos los tacos a punto de prender, tocaba el cornetín y tres de nosotros provistos con sendos banderines rojos corríamos a ponernos prudencialmente lejos para cortar el paso de las carreteras que allí confluyen, la de Parres, la de La Pereda y la del Mazucu.
Desde mi puesto lo podía ver pegar fuego con el chisquero de mecha, sin demasiadas prisas que a mi me producía temor por el riesgo que en su trabajo corría y me tranquilizaba cuando lo veía retirarse a su punto de observación desde donde contaba una a una todas las explosiones, que para ello había controlado el tamaño de cada mecha. Esta observación era muy importante para la tranquilidad y seguridad de quien tenía que volver a barrenar y para los obreros que retiraban las rocas. Si la cuenta era exacta, tocaba su cornetín; mientras, la nube de polvo se iba posando sobre los alrededores. Retirábamos las rocas caídas en la calzada de la carretera y nos marchábamos a casa a comer.


martes, 10 de febrero de 2015

86.- Se cierra el tajo

Era miércoles, 31 de agosto, recuerda que conté, el día de la semana en que accedí a mi primer trabajo asalariado; pues ya es coincidencia que fuese también un miércoles cuando lo perdí, el 21 de diciembre. Las circunstancias que llevaron al patrón a despedirnos a Ángel y a mí sin esperar a acabar la semana no estaban relacionadas con nuestro trabajo. Más bien, según comentarios que hacían los más veteranos de la plantilla, obedecían al proyecto y permisos de obra.
A Ángel y a mí nos mandaron hasta la sierra de Pimiango a picar material para arreglar el camino de subida a la obra que con el agua se había vuelto intransitable. A pico y pala arrancamos el material de sílice y más tarde cargamos en un camión que llegó a buscarlo a la cantera. Cuando marchó, nos tomamos de descanso la media hora sobrante, tiempo que aprovechamos para acercarnos en bicicleta hasta el pueblo en el que nunca hasta entonces había estado. Allí comimos nuestros bocadillos sentados en la terraza del bar y después recorrimos tranquilamente sus intrincados caminos. Se sabe que en una época ya lejana, había establecido un taller de “mansoleas”, que entre el gremio de zapateros, significa algo así como “hombres de las suelas” y recibe este mismo nombre “Mansolea” la jerga que usaban entre sí los artesanos para no ser entendidos y guardar así los secretos del oficio, de sus útiles y demás; lo mismo que los “tamargos” usaban entre sí la “Xíriga” con el objeto de no ser comprendidos por el “man” o patrón.
Por la tarde, para cuando llegó el camión, teníamos preparada una buena pila de material que cargamos antes de la hora de salida.
Aquellos días habían llegado las nieves a cubrir la sierra. Entre las matas de brezo y tojo habían calado una zanja no muy profunda, lo precisa tan sólo para soterrar la tubería del agua desde un pequeño manantial hasta el bidón de obra y, como había dejado de manar, tuve que dar con la avería que no era otra causa que el taponamiento por hojas apelmazadas bajo la nieve en la boca de entrada.
Hoy mismo, he pasado en coche por el lugar y no pude por menos de mirar hacia el abandonado chalé, medio oculto por los cipreses que se plantaron entonces para aislarlo del ruido de la carretera. Por encima de él, cómo me lo iba yo a imaginar de aquélla, se abre el túnel de la recién estrenada Autovía del Cantábrico en la sierra de Santiuste, y un agujero negro engulle casi medio siglo de mi propio tiempo.
Las cosas debieron irle mal en aquella obra llevada, según escuché decir después, “por administración”. Estaba supervisada por el técnico aparejador del Ayuntamiento, que a título personal debió también de hacer el proyecto con lo que estaba tanto obligado a vigilar el cumplimento de su ejecución como la calidad de los materiales empleados.
Aquel lunes había amanecido despejado, pero la línea del horizonte había comenzado a desaparecer entre oscuros nubarrones cargados de agua que parecían beber del mar. Con el ruido de la vieja hormigonera, no habíamos sentido el motor de la Lambreta, a pesar de tener desde hacía un tiempo medio colgando el tubo de escape. Para pasar desapercibido, Froilán la solía aparcar lejos de las obras que visitaba, pero a pesar de todo su ruido destacaba entre otros a bastante distancia. Detrás de él también llegó un coche que aparcó lo mismo en la cuneta de la carretera y de él se bajó el Aparejador del Consistorio. Y para completar la escena también hicieron su aparición los primeros goterones que convirtieron en poco tiempo el entorno en un perfecto lodazal.
A pesar de todo, pienso que por la presencia de tan inoportunos visitantes, nadie se atrevió a guarecerse bajo el techo de la caseta de obras. Como el cantero y el albañil tenían ajustado el trabajo a destajo, continuaron con lo que estaban y sus peones nos vimos obligados también a seguir subiéndoles a uno las piedras y al otro el hormigón. Fermín, Manolo y yo éramos ya uña y carne y nos ayudábamos con una cuerda que habíamos preparado para el caso y que con un gancho sujetábamos del arco que protege la rueda de las carretillas haciéndose más liviana la carga.
 Froilán y Ardines se dedicaron a medir la parte de obra realizada para cuantificar el coste de la misma que debía abonar el pintor, pues así funciona cuando se ajusta por administración. A la hora de medir los cimientos del muro que hace de contención de la terraza, el Técnico no parecía estar muy convencido de la profundidad que el Encargado de la obra le dictaba de memoria y quiso comprobarlo personalmente con el metro. A mí, que me encontraba más cerca, me mandó que hiciese una calicata al lado del muro, en un lugar que marcó con la azada. Me puse de inmediato a ello, pero el suelo estaba duro y el agua tampoco quiso ser mi aliada. A medida que yo hacía el hoyo la que venía de todos los regatos lo iba llenando. Al fin, cuando sentí que la pala se colaba bajo los cimientos del muro, como no me pareció a la profundidad que decían tener seguí escarbando, para echar tiempo, con mucho menos brío. Ellos dos esperaban bajo la lluvia a que yo les avisara, pero al no hacerlo debieron de suponer que faltaría tiempo y con la que estaba cayendo quedó el de la inspección en volver al lunes siguiente. Cuando quedé a solas con el jefe salí del hoyo y le expliqué lo que había. Me encargó que en cuanto dejase de llover, rellenase el hueco con hormigón.
No hay mayor estímulo para un trabajador que el reconocimiento por parte del patrón del gran esfuerzo físico que tiene que hacer en algunas situaciones. De aquel primer amo, conocía sobradamente su carácter. Salvo alguna que otra salida de tono que le vi con los demás, cuando alguien no había obedecido sus encargos, nunca le vi menoscabar el respeto personal a sus asalariados. Le disgustaba ver su material mal aprovechado y en desorden el lugar de trabajo. Creo haberlo dicho antes, era de buen corazón, con altibajos atribuibles seguramente a las circunstancias económicas por las que debía de estar pasando.
El miércoles marchó renqueante por la bajada del camino hasta la carretera donde solía dejar aparcada la moto a la salida de las seis. Me disponía a montar en la bicicleta para dar alcance a mi compañero Ángel Borbolla, cuando se volvió y nos paró a los dos. No pudo ser más explícito. Me pareció que lo que nos dijo resumía en parte el motivo del despido: “Prefiero que me llaméis ahora rufián, fue otra palabra la que dijo, que ladrón cuando no os pueda pagar el sueldo”.
Huelga decir que a mí se me puso un nudo en la garganta, porque no contaba con ello y puede que hasta hubiese tenido ganas de llorar. Guardé las seiscientas treinta pesetas que nos abonó de la media semana transcurrida y apuramos la marcha antes de que las oscuras nubes mojasen también nuestras ropas.
No soy a recordar más que el invierno tenía trazas de venir duro. La nieve cubrió los campos las dos primeras semanas de enero y yo esperaba encontrar alguna otra empresa donde comenzar a trabajar. Me gustaba la construcción y los pocos conocimientos que había adquirido como peón me movieron a querer hacer alguna obra por casa.

jueves, 5 de febrero de 2015

85.- El chalé de Segura, el pintor

 Los días estuvieron soleados en los tres días que estuvimos por Pendueles. Había entrado a trabajar también como peón, Fino Floranes que iba como los demás en bicicleta y con el que echaba largas tertulias, pues, aunque algo más joven que yo, creo que únicamente por el hecho de ser de Poo, tenía más experiencias. Poo había conseguido el auge turístico de los sesenta, por la hermosa playa que tiene, y quedar a medio kilómetro de paseo desde Llanes y otro tanto de Celorio.
Una vez terminado el trabajo en las cocheras, antes de salir a la una, el patrón me preguntó si estaría dispuesto a llegar hasta la obra que había empezado hacía unas semanas, en Santiuste. Sin darme tiempo a decirle que contara conmigo, me aclaró que el sueldo de treinta duros se vería incrementado con doce duros: siete como dieta diaria por desplazamiento y los cinco restantes para pagar el menú que servían en el bar de Buelna.
No cabía en mí de ancho, pues el sueldo sería mayor que el que cobraban los obreros de las constructoras que se habían prodigado en Llanes. Algunas de ellas, pasando por alto la establecida jornada de ocho horas por la que se había luchado a base de huelgas y sobresaltos en las cuencas del carbón, exigían diez a sus asalariados. Un detalle más para tener en cuenta a favor de mi patrón: nuestra jornada continuó siendo de ocho horas.
Así fue cómo al día siguiente salí de casa sin haber amanecido, camino Santiuste, para llegar a la hora de entrada. De la plantilla que estaba allí, salvo a Raúl Cue Noriega de San Roque no conocía a nadie más. Mas a poco tiempo acabamos llevando todos una buena camaradería.
Las dos primeras semanas coincidieron unos días soleados que mantuvieron secos los senderos por donde empujaba la carretilla cargada de piedras unas veces y de hormigón otras. Las piedras eran pesadas, pero el ritmo que llevaba el cantero no era el de un albañil colocando ladrillos; me daba tiempo a descansar con tal de tener a su disposición una pila de piedras en la que pudiera elegir la más adecuada en cada caso.
La edificación arrancaba con un sótano en hormigón que ya encontré hecho. A mí me tocó estar en el inicio de la primera planta. Mientras que el cantero colocaba la piedra que había labrado con anterioridad, los peones, mediante encofrado, sellábamos con hormigón la parte interna; todo el conjunto, a primera vista, daba el aspecto de una moderna fortaleza.
Para la hora de comer, nos sentábamos al lado de la caseta de obra que tenían construida unos metros más abajo de cara al mar. Aquella hora se pasaba pronto y apenas nos quedaba tiempo para asentar en el estómago el cocido recalentado en la hoguera que hacía Raúl con papeles y tablas.
Aparte de Raúl, como maestro albañil, había llegado Jesús Abad del que ya hable en otra ocasión, ahora ya con el rango de oficial. Pepe “El Gallegu” que era el cantero venía en bicicleta desde su casa en la Franca. En un principio me pareció poco locuaz, pero cuando le traté pude comprobar que aparte de la gran fortaleza física que se le notaba a simple vista, tenía también un gran corazón.
Uno de los peones era de Buelna, Fermín Álvarez Borbolla y el otro, Manolín Amieva, vivía en Raos, barrio de Pendueles, y estaba casado con Carmen, una hermana de Fermín. Los dos cuñados regresaban en bicicleta y yo los acompañaba a las seis cuando salíamos del trabajo. Con ambos llevé muy buena amistad y ponía en práctica los consejos que me daban en cuanto al ritmo de trabajo, para resistir la jornada que se volvía larga por las condiciones del terreno y por los grandes pesos con que tratábamos de continuo. Era de sentido común, racionalizar el esfuerzo. Los volvería a encontrar años después, siendo maestro de Pendueles y me diría Manolo: “¿Quién me iba a decir a mí que un día habrías de dar clases a mis nietos: César, Mª Sol, Rocío, Belén y Celia? Como también tuve de alumna a Conchita, nieta a la que Fermín nunca llegó a conocer. Con ellos, aparte de mucha conversación compartí sudor y sangre, tirando de los carretillos cargados de piedras por los senderos embarrados de aquella obra.
En Santiuste se puede observar el bufón que lleva su nombre. La primera vez que debió de ir D. Enrique Segura, habitual turista en Buelna, a escuchar la roca temblar y dejarse mojar por las finas gotas de agua salada, creo que se fijó en la sierra plana, porque los pintores son como las cámaras modernas que guardan en sus memorias miles de fotogramas con la idea de plasmarlas en un cuadro al llegar a su taller. Así le debió de surgir también la idea de adquirir un terreno y construir un chalé para el estío, cerca de la mar y de la montaña. Desde él podría ver más alejado el horizonte y llenar su paleta de una variada gama de colores desde el gris perla de las tormentas a los dorados amaneceres y pasando por una infinita paleta de azules, verdes y granates de la que sólo la vista y el entendimiento educado de un gran pintor puede disfrutar.
Sevillano de nacimiento, nacido en 1906, se dijo que era un español universal y un llanisco de corazón y sentimiento, en la esquela que publicó “El Oriente de Asturias” por su fallecimiento en Madrid, en el año 1994. Fue un gran maestro, de renombre internacional, en el elenco de artistas de la pintura española contemporánea. Admirador ferviente de Velázquez, Goya y Picasso, en cuanto al retrato se refiere, dejaría en su obra personajes destacados de la época. Decía estar encantado con el paisaje de Asturias, en concreto con el llanisco. Por ello, desde que lo descubrió, acudiría todos los años en su visita veraniega. En las costas llaniscas plagadas de playas y rincones de especial encanto para un artista, quedó prendado del mar y del espectáculo que más motiva a propios y extraños, como es el de los bufones.
Yo lo conocí en una ocasión que vino a ver la obra y poco más de que era pintor sabía de él. Hoy, al repasar estos recuerdos, busqué en la red de redes su nombre y apareció al detalle su biografía y su extensa obra pictórica.
Había acudido también al trabajo otro peón, también de San Roque, sobrino de Fermín y de la mujer de Manolín. Ángel Borbolla García y yo habíamos compartido aula en el Instituto. Como no iba a ser menos, también venía en bicicleta. Ángel, Jesús y yo regresábamos juntos en los rápidos anocheceres del invierno. En dos ocasiones al menos que recuerde, tuvimos que hacer más de medio trayecto a pie, una a causa de la avería de mi cadena, pero por no dejarme solo iban a mi paso y en los llanos y subidas me dejaban sujetarme a sus porta bultos. Otra de las veces, fue el viento gallego, cargado de pedriscas que apenas nos dejaba andar, menos rodar, que me pegaba al cuerpo el chubasquero de capa que llevaba.
Algunos días, fui con los albañiles a comer al bar de Obdulia y Gloria, dos hermanas dueñas del establecimiento, que aún hoy ofrece buena mesa y trato a quienes pasen por la carretera N-624 o acudan a la costa par pescar, bañarse en sus aguas o contemplar los bufones, la playa y cueva de Covijeru y otros atrayentes motivos turísticos. Hoy el establecimiento sigue abierto al público al lado de la carretera, regentado por los hijos de Joaquín García y de Carmela González con el nombre de “El Paso”.
El menú de la comida costaba cinco duros, precio que ya conocía, pero acostumbraba a llevarlo de casa. Sólo con el adelanto de la invernada, por comer en sitio caliente y a techo, fui a comer al bar. Habitualmente teníamos el plato de sopa de fideos y el cocido, media de vino o cerveza, el café, la copa y el “Farias”. Estos tres últimos complementos en mi caso eran una ahorro para la dueña del bar, aunque alguna vez el puro pasó al bolsillo de algún compañero. El café y la copa, llegados a un acuerdo la mesonera y yo, me los cambió por chicles y caramelos de mentol.



domingo, 1 de febrero de 2015

84.- El trabajo en Pendueles

 Estuvimos por la calle El Llegar prácticamente dos semanas haciendo leña de las maderas para encofrados que no servían y sacando las puntas de los tablones y pontones que serían reutilizados en la siguiente obra. 
Algunos oficiales llevaban un par de semanas en Pendueles construyendo la terraza de un bar y del resto de los obreros no supe a dónde habían sido enviados o si habrían cambiado de empresa. Dámaso nos dijo que se había iniciado un chalé en Santiuste de Buelna y la plantilla se había hecho con peones de la zona y un cantero vecino de La Franca.
El último sábado de octubre acudimos a por la paga semanal en el bar de “Su los Arcos”. En aquel momento se apeaba de la Lambreta, el renqueante y cachazudo patrón. Su característica forma de andar se fue acentuando con el paso del tiempo a causa del desgaste de la cadera, aunque hubo otras razones de más peso que le minaría el buen humor que le caracterizaba cuando lo conocí.

Froilán, desde joven, había trabajado junto a su padre, primero como peón y también como albañil. Enfrente de mi casa se había derrumbado la pared de la casa de Maximina y Clemente y las piedras caídas al camino cerraban el paso. Yo debía de rondar apenas los tres años, por lo que vagamente recuerdo ver a Concha Sobrino, madre de Wences el de la Veguca, que la llevaban en vilo sobre una silla hasta La Bolerina donde les esperaba el taxis de Ramón el de la “Bolera Cubierta”. La llevaron al Hospital de Oviedo, donde le amputarían una pierna. Esas cosas que impresionan a un niño se quedan grabadas. 
Cuando comenzaron las obras tenía yo el espectáculo servido enfrente, desde la atalaya de mi galería, donde me dejaban confiados mis padres para ir a las labores del ganado y el tiempo así me pasaba en un santiamén. Aprovechando la presencia en el barrio de los albañiles mis padres le pidieron a Fausto y su hijo Froilán si podrían quitar de nuestro tejado unas goteras que el viento había hecho. Con ellos trabajaba también un sobrino de Fausto y primo de Froilán. 
 Unos años después volvería a tratar a Froilán cuando nos hizo la obra en el huerto. Pienso que este trato habido entre nosotros propició el entendimiento entre los dos y en lo que a mí respecta el afecto que digo haber tenido hacia aquel buen paisano y patrón.

Después de entregarnos el sobre nos dijo que el lunes treinta y uno tendríamos que ir en bicicleta hasta la obra de Pendueles del “Bar Rubinu”, para las ocho de la mañana. La obra había terminado en cuanto a la construcción de una terraza sobre el camino de acceso al barrio La Laguna. Ayudé a los demás peones a retirar los andamios y tablones que cargamos en el carro de la mula y que Maso llevó hasta otra obra cercana del bar, en la salida del pueblo en dirección a Vidiago.
Apoyado contra una pared del citado bar había aparcado un apolillado organillo y que por la falta de algunas maderas, descubría a mi inquietud por saber el mecanismo de su funcionamiento, su interior. La manivela hacía girar un rodillo de madera, cubierto de latón y lleno de agujeros en los que se insertaban unas púas, con el orden adecuado, según la música que se interpretara. 
Había escuchado a los mayores contar que para las fiestas como San Antón y otras así fuera de temporada de verano, en Parres, al menos, se hacía el baile en la Casa Concejo. A Parres, como al resto de pueblos, acudía Isaac de Cue con su organillo montado sobre un carro, tirado primero por un burro y después por un caballo. Los chiquillos le traían la hierba para el animal y su dueño, cuando le entraba la sed, se ausentaba del baile largos minutos para ir al bar a saciarla. Mientras tanto los chavales se turnaban para darle a la manivela y que el baile continuase sin perjuicio alguno tal y como había sido contratado.

En el “Bar Rubinu” sus dueños, Beatriz y Antonio se turnaban en la atención al público, al campo y al cuidado de sus tres hijos que yo conocí entonces: Vicenta, Manolo y Toñín, pues Beti, la última de sus hijos habría de nacer en el Rubinu unos cuantos años más tarde.

Al día siguiente, martes, nos quedamos en la finca en la que habíamos descargado los tablones y los andamios. Se entraba a ella por un camino a la izquierda, antes de abandonar la vieja carretera de salida de Pendueles a unos cincuenta metros del entronque con la N-634 que había desviado su tráfico de paso por el pueblo. Este camino empedrado no era ni más ni menos que el antiguo Camino Real que hacía entrada en el centro del pueblo, prácticamente al lado de la Abadía que dio el nombre primitivo al pueblo: "L'Abadía". 
La finca estaba plantada de varios manzanos y otros frutales muy comunes al lado de las viviendas, tales que una piescal, na peral, un limonero y una higuera.

Las imágenes que mantengo de aquel lugar siguen tan nítidas como entonces, aunque puede que las haya distorsionado un tanto por el tiempo transcurrido.
!Quién me habría de decir a mí que dieciocho años después de esto que narro, habría de estar de maestro en Pendueles! 
En cuanto tuve ocasión me adentré por aquel camino en busca del prado. Ni rastros de las piedras de las casas, ni otros vestigio que un montón de escombros tapados por la maleza y un bosque de cañaveras. Escarbando en uno de aquellos montículos, encontré sin sorprenderme apenas, trozos de las tejas y de los ladrillos macizos que me sirvieron para documentar a mis alumnos en la historia de aquel sitio de la que nunca habían escuchado ni menos visitado.

Volviendo atrás, teníamos por tarea desmantelar el tejado de la casa vivienda, pero había que retirar intactas las artesanales y viejas tejas planas que lo cubrían. Eran idénticas a las empleadas en otros edificios del pueblo pertenecientes a los Condes del Valle de Pendueles, o al menos a las usadas en la Escuela de Riegu que ellos habían financiado.
Los oficiales Tomé y  Ferruchu acompañados por Fernando Vidal se subieron al tejado y los cuatro peones restantes, "Ike, "Tolino, Fino Floranes, "Poícu" y yo, formando una cadena humana, colocamos las pesadas tejas cerca de la entrada para ser llevadas hasta la nueva obra en Santiuste.
En el momento de la comida nos dedicamos a recorrer las dependencias anejas. Mi sorpresa fue grande cuando, al acostumbrarme a la penumbra de uno de los establos, vislumbre apenas dos carruajes ocultos por grandes telarañas y el polvo acumulado en tantos años, Al pasar mi mano por la madera aparecieron los dibujos hermosas filigranas doradas que la adornaban
Aquella edificación había sido una casa de postas, donde se hacían los cambios de caballos si era preciso para llegar a la siguiente. Dependiendo de la distancia entre una y otra, variaba la importancia que tenía en el sistema de correos, así como también del número de animales disponibles y carruajes. 
El último maestro de posta, que así les llamaban a los encargados de atenderla, fue Tino “El de la Posta”, “El Marqués”, según me comentó mi amigo Fernando Cueto de haberlo oído decir a sus padres. Las Postas estaban al paso del Real Camino, tenían un escudo real sobre la fachada del camino y un rótulo que ponía: “Casa de Postas”.
En el local contiguo vi aún en buen estado un llagar con su duerno, caja, torno y viga que me pareció enorme, hasta que años después, vería en el Palacio de Valeiro, en La Portilla, otro llagar que superaba con creces las dimensiones de éste de Las Cocheras de Pendueles.
En aquellos montículos cubiertos de zarzas, quizás duerman piezas de cierto valor arqueológico.

Por este camino de regreso, les conté que por ese mismo sitio que íbamos a salir, había pasado mucha gente y hasta el mismísimo Emperador Carlos V, precedido de un millar de azaderos que despejando de malezas y piedras lo adaptaron al ancho de la carroza real y vadear los numerosos cauces de agua con que se iban tropezando.
Existen en Pendueles, lo mismo que en los demás pueblos por los que pasaba el citado camino, abundantes referentes arqueológicos y topónimos entre los que destacan las ventas, abadías, capillas, humilladeros y lazaretos. Se puede caminar por restos sin continuidad del camino, a causa de las mejoras habidas con el transcurrir de los años y la expansión del pueblo en paralelo a la costa. Si el viejo camino fue modificado por el paso de las vías del tren y las mejoras de la vieja carretera que dejaron de lado al pueblo, hoy la moderna autovía desplaza a los precedentes. El Palacio de Santa Engracia que estuvo a punto de ser reconstruido hace unos años es hoy un fantasma de la historia. Las numerosas Ventas, casas coloniales, la casona palacio de los Condes Suárez-Guanes o la ya milenaria Abadía de San Acisclo pueden dentro de unos siglos seguir los mismos derroteros.

Al terminar la jornada, tomábamos la arrancadera en el bar, que no era otra cosa que un refresco y un bocadillo de salchichón que Beatriz nos preparaba con mucha generosidad.
Después de repuestas las fuerzas me quedaban por rodar los doce kilómetros en mi “BH” y a la mañana siguiente me enfrentaba otra vez con la subida de la Velilla, pasada La Arquera, a la de Puertas tras el paso por el Puente Purón, a la de Vidiago y como remate, a la cuesta de Novales. Para la vuelta a casa, sólo tenía la del Puente Purón y “El Angliru” que suponía Las Castañares ya en Parres.
“Ferruchu”, y “Tato” llevaban ya ligeras bicicletas con manillar de carrera y cambios de catalina y piñones por lo que no les podíamos seguir. Con el piñón fijo que llevaban todas las bicicletas de serie, al ser de mayor diámetro, se ganaba en potencia, a costa de perder en velocidad, pero en las bajadas por no poder seguir el ritmo de los pedales había que colocar los pies atrás sobre el porta bultos. Aunque ya estaba regulado por ley el uso de alumbrado delantero y frenos, a veces, situaciones imprevistas nos obligaban a rodar sin esos mínimos requisitos de seguridad. En las grandes bajadas, la eficacia de los frenos se aumentaba con el roce sobre la rueda trasera con la suela del calzado que quedaba marcado. La lluvia y el viento en contra me impidieron algunas tardes venir en bicicleta, cuando no un fortuito pinchazo o la rotura de la cadena. Aquellos doce kilómetros a pie en las frías y oscuras tardes del otoño tirando de la bici, me parecían interminables, pero con los jóvenes años de que gozaba se convirtieron en agradables aventuras que contar.