viernes, 27 de septiembre de 2024

29.- Viaje a Vetusta


Aún recuerdo el día de mi primer viaje en tren a Oviedo. En tanto que mi madre se hacía cargo de atender el ganado, padre y yo madrugamos para bajar al viajeros de las siete.
Mis abuelos paternos, Santos y María, aprovechando el viaje, nos mandaban un recado para unas amistades suyas. La ilusión mía, aparte del viaje en tren, era conocer la ciudad, el parque San Francisco, incluida la osa parda, Petra y su hijo. En el largo y sinuoso trayecto de ciento diez kilómetros, olvidé la consulta que tendría con el traumatólogo del Ambulatorio, en la calle La Lila. Una molestia que sentía en el tendón derecho del pie me impedía correr e incluso caminar.
Algunos viajeros madrugadores ya ocupaban los asientos con ventanillas al andén principal cuando nosotros sacábamos billete. Cuando subimos aún había dos asientos libres junto a la puerta.
El engrasador revisaba a pie de vía los niveles de los bujes de las ruedas de los vagones con su aceitera en la mano y el cotón metido en el bolsillo posterior de su funda azulada de trabajo. Con un gancho comprobaba que en los cajetines del engrase no faltasen las mechas y de paso aprovechó para revisar que los vagones estuviesen bien enganchados y puestas las cadenas de seguridad.
Un mozo de andén empujaba una carretilla de plataforma cargada de paquetes con destino al vagón de alta velocidad en la cola de la unidad. El olor a café de la cantina se colaba por las puertas abiertas del vagón. El jefe de estación salió de la oficina con el gorro bajo el brazo, el silbato y el banderín de salida, acompañando al maquinista Ramón Sánchez de la Vega, vecino nuestro, hasta la máquina donde ya le esperaba el fogonero. Cuando el maquinista subió los dos peldaños, el jefe se caló la gorra, levantó la banderola y dio un pitido largo, protocolo necesario antes de que Ramón iniciase todas las operaciones de arranque. Un corto silbido de la máquina confirmó la salida, justo cuando el minutero del viejo reloj de junto a la entrada marcase las siete y cinco, hora estricta de salida.   Primero sentí el ruido que producen al aflojarse los frenos y los vagones, cual niños jugando,  comenzaron a moverse a trompicones, como si se negaran a emprender la marcha cogidos firmemente de la mano de su madre. Poco a poco veía moverse las casas cada vez a mayor velocidad y sentí el traqueteo en el paso a nivel de San José. Mi padre subió la ventanilla para que no entrase por ella la fina niebla ni la carbonilla que se desprendía de la chimenea y tuve que conformarme con pegar la nariz al cristal. Delante de mí desfilaron el campo de fútbol de Malzapatu, donde había aterrizado una avioneta. De la Panadería Sousa me llegó el olor del pan recién ahornado cuando se abrió la puerta del fondo del vagón para dar paso al revisor. Las últimas casas de la carretera en la Avenida de la Paz antes del paso a nivel en la vieja carretera a Camplengo, las Nieves, Póo, Parres y Porrúa. Pitidos previos anunciaban cada paso a nivel y el saludo de la guardesa de la garita de Póo, junto a las barreras bajadas. Ya en Celorio, subieron varias personas y el revisor amablemente ayudó a una mujer con su cesta de mimbres donde yo adiviné, bajo una cama de helechos verdes y hojas de berzas, por su característico olor, ricos quesos de Porrúa. Siguieron Balmori, Piedra y Posada que ya se preparaba para la feria del ganado en el campo de las Escuelas y en la Plaza los vendedores armaban los tenderetes del mercado de abastos.
Una niña con largas trenzas rubias se subió con su madre que llevaba un bebé en brazos. Ambas ocuparon el asiento diagonal al nuestro. El traqueteo sobre los cortes de raíl y el movimiento de las traviesas sobre el balastro, me proporcionaban una pista de la velocidad que tomábamos y en las curvas, me daba la sensación de que se fuese a salir por el chirrido y el roce de las ruedas. Me daba cuenta de la cercanía de otra estación por el chirrido de los frenos, el largo silbido de la máquina y consiguiente choque de vagones antes de parar. Los nombres de la mayor parte de las estaciones que siguieron a Posada eran desconocidos para mí.
En cada estación, por pequeña que fuera, había el mismo reloj, la misma estructura del edificio, la misma pintura e igual protocolo del jefe en la salida del tren.
La niña volvía para otro lado la cabeza cuando yo la miraba y a hurtadillas comprobé que también ella me miraba. Padre entabló conversación con un señor que se había subido en una de aquellas paradas y después de darle razón del motivo de nuestro viaje pasaron a hablar de las labores del campo.
Nuevos viajeros fueron completando el vagón y enfrente de mí acabó sentándose un anciano tras hacer ímprobos esfuerzos para mantenerse en equilibrio y no caerse sobre nosotros en cada curva de la vía. Una vez que logró sentarse, sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta, el paquete de “cuarterón” y el librito de “Jean” y, como si se recreara en el arte de los malabares lo lió sin quitar la mirada de la ventanilla. Lo colgó apenas de la comisura de los labios. Tomó el chisquero cuya mecha colgaba del bolsillo interior del chaleco negro a rayas y después de girar la rueda con la palma de la mano, tomó el pitillo y le acercó el ascua avivada con un soplido. Todo ese ritual lo había visto mil veces hacer a mi abuelo intercalado en las pausas de sus amenas charlas, cuando iba a visitarle y se despertaba de sus imprescindibles siestas. De bien crío debí asombrarme de esas dos habilidades, la narrativa y la de liar los cigarrillos, que seguía sin pestañear todo el proceso cuando me dijo en una ocasión que el que estaba haciendo sería para mí, si lo quería, y se dispuso a hacer otro para él. Me imagino la cara de sorpresa e ilusión que yo pondría, pero no se me olvidó el asco que sentí al dar la única calada que me hizo toser y que hizo que faltara bien poco para echar al traste la ropa que la abuela tenía plegada para planchar sobre el arcón del estregal.
En estos u otros pensamientos estaría tanto rato que me olvidé del viaje, de la niña de grandes coletas y de los que compartían sus impertinentes y antisociales humos. Limpié con el torso de la mano el vaho del cristal de la ventanilla y divisé a lo lejos la aguja de la torre de la Catedral destacando airosa por encima del resto de edificaciones. Al poco rato entrábamos lentamente en la estación de los FF. Económicos de Oviedo. Comprendí en el momento de bajarme la diferencia existente entre una capital y una villa por la cantidad de vías y trenes en comparación con las que tenía la de Llanes.
La niña de las rubias trenzas caminaba cogida de la falda de su madre y me dirigió una última mirada, como de despedida, mientras tomaba la calle empedrada paralela a la estación. Padre y yo seguimos de frente todo lo rápido que me permitía mi dolor, pues ya casi era la hora de nuestra consulta en el Ambulatorio de Calle La Lila. Padre conocía sobradamente el trayecto más corto por haber estado en Oviedo más veces. La visita al doctor fue rápida, y no tardó en darnos el diagnóstico: -Está en la edad del crecimiento y necesita tomar más calcio - dijo.
Así que la receta consistió en unos gránulos de calcio con sabor azucarado que tenía a pasto en un platillo sobre la mesita. Además me mandó hacer reposo durante tres meses.
Nada más salir del Ambulatorio nos dirigimos con el recado de los abuelos para Arcadio, el amigo que mi abuelo echó en el hospital cuando le amputaron la pierna. Habían convenido los dos en compartir el calzado cuando comprasen uno nuevo, pues a cada uno le habían privado de una pierna distinta. Mi abuela le mandaba por nosotros la zapatilla izquierda.
Mis recuerdos de esta primera visita a Vetusta se resumen a la torre de la Catedral, la estación de Económicos y el empedrado de la calle Covadonga donde jugué una partida a las canicas con un niño que al llegar lo vimos  sentado en el portal de la casa colindante cuando subíamos para hacer el encargo. Después de los saludos de rigor, me dejaron bajar a la calle. Era una calle ciega, creo recordar, y en la acera de frente a la casa, había una vinatería donde varios parroquianos charlaban en torno a unas tinajas de roble y bebían por sendos porrones.
Como el tren de regreso salía a las cuatro, nos dio tiempo a pasar por el Campo San Francisco donde compartí los barquillos y la torta de miel que había sacado en la ruleta del barquillero con los patos del estanque. Después observamos largo rato los movimientos repetitivos de la osa Petra que recorría con aire de hastío el contorno de su exigua prisión.
Los recuerdos fotográficos que mantengo en mi mente son en color gris y sepia como los daguerrotipos, de una ciudad aún herida por la guerra, de calles empedradas, con los tejados oscuros del hollín que caía de aquel bosque de humeantes chimeneas.

jueves, 19 de septiembre de 2024

178.- Todo sobre ruedas

 

A menos  de un mes para terminar el servicio militar obligatorio, me animé a sacar el carnet de conducir, al ver que algunos de mis amigos ya lo tenían, tanto para motocicleta como para coche. Un compañero del cuartel me animó a obtenerlo como él había hecho a través de la Policía Municipal. Tendría que abonar una tasa mínima por el uso del coche, un Citroën 2 CV, tiempo de las clases y cuota por el derecho a examen. Otro, en cambio, me animó a sacarlo como él había hecho a través de la “Academia Asturias”.

Allá fui sin más dilación el sábado por la tarde para hacer la inscripción. Aboné la tasa inicial de matriculación  y me dieron el manual de normas y señales que comencé a estudiar por mi cuenta en los ratos libre del cuartel. Al día siguiente me esperaba el profesor de prácticas apoyado en un Seat 600-D delante de la academia. Me identifiqué y sin perder más tiempo, se subió en el asiento del lado derecho donde, en caso de necesidad, podía controlar con unos pedales el coche. Me puse al volante, ajusté el asiento y los espejos retrovisores. Para el aparcamiento, el monitor me mostró unas pegatinas en la luneta posterior que serían las referenciales para el acercamiento en la marcha atrás del vehículo. Para la aproximación hacia adelante, bastaba con referenciar la posición del limpiaparabrisas.  

Temblaba por la emoción como una “juella”. Me preguntó si conocía el funcionamiento de los dispositivos y le dije que tenía alguna experiencia aparcando varios coches que entorpecían la entrada del material de las obras en las que había trabajado, incluido un camión “Ebro”. 

Estuve unos minutos practicando el uso de los pedales y coordinando el embrague con la palanca de las marchas con las órdenes que él me daba. Arranqué el motor y después de varios sobresaltos, logré mantener el ritmo del motor. Estábamos alado del edificio “La Jirafa” y siguiendo las órdenes del guardia de tráfico, salí a la calle Uría, me coloqué en la vía central, cedí el paso a un autobús y subí por la parte derecha del parque, por Toreno, en dirección a santa Marina de Piedra Muelle, donde había una pista de prácticas. 

Una vez allí el profesor salió del coche y me mandó repetir, durante un tiempo, diversos aparcamientos entre señales marcadas en el suelo o entre postes que él movía, por acortar el espacio entre ellos y así aumentar gradualmente la dificultad.

Regresé conduciendo hasta la entrada del cuartel. Quedó en recogerme al día siguiente a la misma hora de la tarde, en la entrada del cuartel.

Un sábado que no tenía conducción, me pasé por la academia para que me aclararan cuantas dudas me fueran surgiendo en el cuestionario de teórica. El profesor me recomendó que asistiera todos los días, si pretendía aprobar el examen de teórica. 

Creo recordar que solamente pasé por las clases durante la primera semana. El profesor me ayudó a resolver las dudas que me iban surgiendo en cuanto me llevó por la mayoría de calles de Oviedo y en la salida hasta la vieja carretera a Avilés, por la que tendría que hacer el examen con el ingeniero examinador. 

No necesité más que doce clases teóricas. Algunas tardes, el sol se había ocultado y en más de una ocasión nos pilló la lluvia. El profesor me dijo que era policía municipal, pero las doce clases de prácticas sirvieron para entablar una relación de respeto y confianza a la vez. No escatimaba el tiempo y terminábamos las clases tomando un café y unos pinchos en la cafetería que había justo a la izquierda de la Biblioteca Municipal.


Un martes, a las diez, tuve el examen teórico. La tensión emocional era muy fuerte. Había un tiempo limitado y un portafolio de varias hojas llenas de ejercicios. Dos vigilantes recorrían entre las cuatro filas de mesas, mientras un reloj de pared nos tasaba el tiempo. Respiré hondo y comencé a contestar las cuestiones  que me parecieron fáciles. Había un par de ellas que eran fotos poco claras, con situaciones de tráfico con las que nunca me había topado. 

Levanté la mano y me recogieron el portafolio. Tuve que esperar en el asiento. Nadie podía salir para no indicar al siguiente turno las preguntas que habían puesto. Como no había entregado nadie más, vi, por estar en primera línea de pupitres, cómo lo corregía colocando encima de cada cara una plantilla perforada con la solución correcta y trazaba un signo en una casilla que estaba justo al lado de la respuesta. Dos de ellas fueron incorrectas y trazó una equis encima de la casilla. 

“No estuvo nada mal”, – pensé, pues permiten hasta cuatro errores.

Terminado el tiempo salimos por una puerta, mientras el segundo grupo entraba por otra. Quedaba por esperar otra hora antes de iniciar la pista de pruebas.  

Otra hora después nos mandaron montar solos en los coches de la autoescuela correspondiente. Era un rugir de motores y los humos negros enlutaron las nubes que ya de por sí anunciaban tormenta. 

Fuimos en columna de a dos para la rampa en la que había que detenerlo justo pasada una línea blanca y sin tocar la roja que estaba a veinte centímetros de la cumbre. 

Logré pasarla usando tan sólo el pedal de embrague con el pie izquierdo y los de freno y acelerador con el diestro. Del freno de mano, no convenía confiar mucho. De allí bajamos a por otras pruebas, cada una vigilada por un empleado y fue la última, el aparcamiento en la parte izquierda que debía hacerla con tan solo dos movimientos.

Con todo el tiempo de espera con el motor arrancado, cuando el examinador me indicó, al acelerar para salir se atragantó y se paró. Tuve la idea de darle a la llave y arrancó sin ser oído por el examinador que en ese momento estaba controlando a la fila de la derecha y entre tal estruendo de motores de las dos filas que esperaban su turno. El profesor me mandó que saliese a la carretera donde recogimos al examinador de la prueba en carretera. Se había iniciado una fuerte tormenta eléctrica con lluvia a la que las escobillas no daban abasto a retirar de la luneta y apenas sí se veían las líneas sobre la calzada y las calles estaban encharcadas. Al lado iba mi profesor que se bajó para dejar entrar al  examinador que se sentó en el asiento trasero derecho. 

Ya antes de que entrara, se bajó de otro vehículo y al verlo acercarse, el monitor levantó una ceja queriendo darme a entender que era duro y nada transigente. Caminos en la puerta de la derecha y dos alumnos más nuestra academia. Le di mis datos y me pidió que siguiera la carretera de Lugones por el tramo que ya conocía de las prácticas. Había comenzado a llover fuerte y la lluvia cortaba la luz de los semáforos. Nos desviamos por el ramal a la izquierda, “carretera de Avilés” unos kilómetros, a la vuelta, al pie del parque de los exámenes me pidió que parase allí mismo. Estábamos en una bajada, delante de una señal de peligro y un charco del agua producida por el fuerte chaparrón caído justamente al pie de la portezuela posterior derecha por donde se habría de bajar. Me preguntó con mal humor por qué no había parado antes y le contesté muy seguro de mí: 

– Para que usted no se moje en el charco ni quitar visión a los demás conductores de la señal que tenemos delante. No dijo ni mu. Me mandó intercambiar el asiento con una alumna sentada detrás mío. 

Miré al copiloto que me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba que yo interpreté como positivo. 

Al lunes siguiente pasé por las oficinas del parque a recoger mi flamante permiso.