Habíamos sido informados, y a propósito mal, por unos veteranos que disfrutaban engañando a los novatos como seguramente a ellos también les habría ocurrido, del buen menú que nos esperaba allá arriba. Ante descripción tan detallada que nos dieron de los platos tan sencillos, pero a la vez suculentos y baratos que allí nos pondrían sobre mantel y bajo sombra de los almendros, decidí con tres de mis compañeros del mismo pelotón: el valenciano, el graciosero, y el ovetense, encumbrar la cima del enclave conocido como “las huellas del diablo” de la que sobresale una torre de castillo y la espadaña de la iglesia de Santa Engràcia; ambas edificaciones con alto valor histórico se vieron afectados con el avance de las tropas, hacía de ello tan solamente treinta y dos años. Nosotros, aprendices de militares, volveríamos a hollar con nuestras botas de media caña, aquel paraje, pero en nuestro ánimo no llevábamos sino la ventura de conocer a sus pobladores
Caminamos en dirección norte desde el campamento. Al este pudimos calcular con mayor certeza las medidas que tenían las letras de los tres carteles realizados con regodones de arenisca, que no serían menos de diez metros de altura cada una. La pendiente que allí presenta el terreno llega a superar el 45%, por lo que suponía una hazaña para la compañía encargada de encalarlos cada año, sobre la falda sur del monte Costampla, al este del objetivo que nos habíamos marcado. Primeramente, debimos bajar siempre en dirección norte hasta dar con el paso sobre el “barranc dels Lleons”, desde donde se perdía la vista del pueblo, y donde se apreciaba la ruta de ascenso que no era otra que un pendio y zigzagueante sendero de mulas, usado para el abastecimiento de sus moradores.
La interminable vía de acceso al poblado presentaba dificultades de mucho cuidado con piedras sueltas y tierra argayada en la época de lluvia. Por ello, procuramos hacer juntos el mismo tramo antes de que cambiara de dirección y en el caso de que se moviese alguna roca, el que encabezaba la expedición debería dar aviso al resto.
El sol ya había evaporado el rocío de la noche y casi vaciadas nuestras reservas de agua que para el camino llevábamos. Había metido en la mochila la fiambrera con unos dátiles y almendras que guardaba en mi taquilla, algunas frutas suculentas y dos chuscos de pan que había estado reservando de las comidas de los días precedentes. Además llevaba una lata de sardinillas, otra de mejillones escabeche, un trozo de queso y un palo de salchichón fuet que para la marcha merqué en la furgoneta, ambulante, tienda de los “buitres”, que así se les conocía y cuyo motivo conocí al tiempo de cobrarme, la tarde anterior nada más concertar entre los cuatro la aventura.
Habíamos rellenado las cantimploras con la fresca agua que bajaba del deshielo desde el Pirineo en el barranco de los leones, que malgastamos para refrescar la gorra y la boca a la espera de rellenarla con alguna exquisitez que cada cual imaginaba pedir en la terraza del bar. Fui dando cuenta de las frutas suculentas y algún dátil para aportar glucosa a los músculos que ya amenazaban de calambre.
Así ya afectados por la insolación, caminamos hacia la mítica “Arcadia” griega de la que se da cita en la obra cervantina y, como en la de Lope de Vega y otros afamados autores, esperábamos encontrarnos con gentes afables al cuidado de sus rebaños bajo la sombra de las encinas y robles que parecían sujetarse con sus garras a las agrietadas rocas. Para a continuación, sin demasiada demora mientras seguíamos conversando amigablemente, acabásemos siendo invitados a compartir con ellos un queso compangado con hogaza de pan recién sacada del horno.
El pueblo pertenece al término Gurp en el municipio de Talarm, por lo que sé gracias a la tecnología de hoy; en aquel momento carecíamos de ella, tanto como de la noción de su existencia futura.
Desde arriba, pudimos ver otros asentamientos por encima del campamento, que daban el aspecto de ser ruinas, posiblemente causadas por el motivo ya comentado.
En cuanto encubramos, nos dimos cuenta, por el silencio que había en los estrechos caminos y el estado de la mayoría de las edificaciones, que nada concordaba con la expectativa que nos habíamos formado, bien es cierto, por gracia o desgracia de los troleros que nos habían desinformado al respecto del pueblo.
Por detrás del derruido castillo, vimos pasar una señora con la que quisimos charlar, pero que no respondió a nuestro saludo y desapareció por una de las callejas. Momentos después la vimos asomada al ventano de casa allegando la contraventana externa como quien previene la llegada del vendaval. No volvimos a verla en todo el tiempo que por allí estuvimos, el necesario para recorrer el pueblo sin encontrar ni un alma en pena con quien hablar. Por supuesto, tampoco dimos con una casa de comidas ni tasca tan siquiera que se le semejase, que con igual grado le hubiéramos dado aprecio con tal de que hubiese satisfecho nuestra bien entendida gula.
Dimos con la pequeña iglesia. Cerca de ella, había un huerto cerrado con verja y portilla igualmente de forja, como las cruces de las tumbas que en él había sin dejar un hueco en que alojar otra más. En los rótulos de las cruces, algunos repasados recientemente con purpurina, se podían leer los nombres y las dos fechas, que al restarlas se podía comprobar los pocos años de sus ocupantes. En la mayor parte de ellas, la última de las dos fechas eran coincidentes, entorno a los tres años de la contienda civil.
De alguna forma, a poco que reflexioné sobre ello llegué a comprender la actitud de la señora al vernos merodear por allí y la justifiqué ante mis compañeros, mientras, sentados bajo un viejo acebuche, compartíamos las viandas que entre todos habíamos subido.
Por no ser menos, quedamos en gastarle la misma “putada” a otros, pues realmente había sido del todo interesante como experiencia del camino, además de hacernos callo para soportar otras experiencias futuras a que estuvimos expuestos.
– La mili, es eso, – me dijo mi padre, veintinueve quintas anteriores a la mía, que hubo de pasar por situaciones peores, durante seis años y medio y desde los dieciocho años a los veinticinco.
En sus verdosos ojos, no obstante, cuando lo narraba aparecía un pequeño rayo de luz en el atardecer del día.
Y yo le escuchaba atentamente repetir la historia desde niño. Nunca me pareció tiempo perdido.
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