martes, 11 de mayo de 2021

143.- La pista americana y otras diversiones militares

  Un ejercicio considerado como fundamental para el adiestramiento militar es la conocida como “Pista americana”, que se popularizó a través de las salas de cine y en la pequeña pantalla. Como en las demás actividades por conocer, la fama precedía a la práctica, explicaciones dadas por los veteranos, con añadidos no exentos de exageraciones con tal de asombrar al novel o subir su propio ego. No obstante, todo hay que decirlo, la realidad, en cierto modo, superaba la ficción, al menos para algunos de los novicios. 

Para quienes se paren a leer estos renglones, sin pretender dar una explicación exhaustiva, procuraré ser preciso en los detalles más relevantes, que aún puedo rescatar del progresivo olvido.   

La pista consistía en pasar distintos obstáculos en un supuesto campo de batalla, el primero de los cuales era un muro alto de hormigón. Había que trepar a la cumbre a la carrera por una pared inclinada con la ayuda de una cuerda que de la cimera colgaba y dejarse caer al otro lado flexionando todas las articulaciones para repartir el peso propio y el añadido con la impedimenta, que rematábamos con una voltereta para mitigar el impacto con el suelo de tierra. Esa primera prueba toda la compañía la pasó con mejor o peor elegancia, pues se dieron casos sin mayor importancia sanitaria como leves rasponazos con el cemento en la subida y alguna torceduras de tobillo en la caída. Menos mal que el enemigo era ficticio. 

El siguiente obstáculo consistía en trepar por un armazón completo todo él en madera, con tablas horizontalmente clavadas en sólidas pilastras. Una vez alcanzada la cumbre, había que bascular el tronco hasta alcanzar con la mano derecha la primera tabla del descenso por la otra cara y saltar de nuevo, pero esta vez evitando caer en un foso de agua y barro; más de uno llevó su bautizo de guerrillero con risas y coñas por parte de fatos, que en todas las artes existen, que quienes acostumbran a reírse de las desgracias ajenas. 

Hasta este punto, se puede ver que no doy noticia de la impedimenta de un soldado que teóricamente se entrena para una batalla, porque pasados los años mozos, me siento incapaz de haber llevado el casco, el fusil, las cartucheras y la mochila en tales pruebas ya que se vería acrecentado el peso sino también, a excepción del primero citado, el riesgo de importantes daños físicos. Vamos a suponer que todo lo citado lo recogimos para seguir la prueba siguiente, como así fue por recordarla mucho mejor. 

Consistía en atravesar un campo de alambradas y minado, para lo que había que tumbarse y meterse bajo el alambre de espinos y reptar con las puntas de las botas, las rodillas y los codos, portando el mosquetón entre las dos manos, de forma a no quedar enganchados por la culera del acerado espino.  

Al cabo del día,  en el grupo de compañeros más cercano, la conversación se centró en la reciente actividad llevada a cabo y cada cual, evitando narrar algún momento penoso vivido, hacía hincapié en algún detalle ajeno o narraba el propio del que había sabido salir airoso, aderezándolo con una pizca de humor con que olvidarlo y curtirse como buen soldado. No éramos conscientes de lo que aún habríamos de experimentar, aunque lo viésemos todo como un gran escenario al que de forma voluntaria habíamos subido, los más, por pura conveniencia y los menos, por gusto o anhelo de entrar en aquel engranaje que tenía visos de estar bien engrasado. 

Después del primer mes de estancia, percibí que la rebeldía que sentía  ante las ordenanzas absurdas y fuera de ética que había que acatar por el simple hecho de venir de un superior,  estaba haciéndome daño, pues no podíamos luchar contra ellas, por mucha camaradería que nos arropase. Cada cual libraba sus infiernos como podía.  

Les expliqué la idea a mis amigos que estuvieron de acuerdo conmigo en ponerse la misma máscara para subirse al escenario desde aquel momento. Así, confabulados a la par, pasaríamos desapercibidos, siempre que supiéramos interpretar nuestro papel sin exageraciones: fue como un juego de esos que ahora llaman de “rol” y lo ensayamos juntos, unos minutos después cuando dio en pasar a nuestro lado el cabo primera que aquella semana le correspondía comandar la compañía en ausencia de los oficiales. 

Como un resorte nos levantamos los confabulados al grito de “¡firmes, el cabo primera!”, como sacado del manual del buen soldado que en las clases de teórica ya nos habían explicado. Me pareció ver en la expresión sonriente del aludido pinceladas de asombro y orgullo a la vez, a no  ser que él también llevase su propia máscara.

Por la tarde, a la hora de la siesta, llegó el correo. El encargado de repartirlo, subido a un banco iba leyendo en alto el nombre de cada receptor que contestaba: ¡AQUÍ!  y los que estaban por medio se iban pasando la carta en alto hasta hacerla llegar a su destinatario. Algunos recibían el paquete que esperaban y con alborozo lo besaban y meneaban  como sonajas. Todos se quedaban hasta haber acabado el reparto, por si acaso llegaba otra más, por inesperada. Unos pocos se mantenían al margen, bien sea por haberla recibido recientemente o por no tener a nadie que les escribiese.

Cada cual elegía un “rinconcito” para leerla, soñar o imaginarse en su aldea, pueblo o ciudad. 

Envuelto en papel oscuro entre los pliegues de la carta, me mandaban mis padres dos billetes de 100 pesetas, uno de su parte y otro de la parte de mis abuelos, los padres de mi madre. Escrita mayormente por mi padre, con su letra tan peculiar, de haberla aprendido de las tareas de su hermano Jesús que le precedía con tres años, y al que habían mandado a hacer la Primaria en el colegio de La Salle de La Arquera. Él no había podido acudir, pues nada más salir de la escuela, sin haber cumplido los catorce, comenzó a trabajar como criado de cuadra. En la casona ya correteaban ocho hermanos más que le seguían en edad, prácticamente de dos en dos años de diferencia. Imitaba la caligrafía inglesa de su hermano mayor y la conservó hasta última hora. 

Varios renglones más le seguían, con la letra irregular de mi madre, a quien la guerra la pilló con diez años y anteriormente algunos procesos gripales que la privaron de los bancos de la escuela. Me había pedido que pasara por alto las faltas que cometiese, cuando me escribiera a la pensión de Oviedo y me mandaba besos de los “viejos”, dicho siempre con cariño, sus padres, pero a los que yo siempre les dije padre y madre por oírselo decir así a ella. No obstante la mejoría obtenida con las clases que de mí tomaba y el ánimo que los dos le dábamos, la hacía totalmente legible y con su caligrafía personalizada que nunca intenté ni por asomo cambiar. Únicamente me centré en la ortografía. En cambio, el proceso lector estaba bien definido y consolidado. Lectora incansable, tanto y más que mi padre, era capaz de rememorar los argumentos, nombres de personajes, de cualquier novela que por su mano pasase y si en casa no teníamos apenas una decena de libros aparte de las enciclopedias escolares mías y los libros de texto de mis bachilleratos, se servía de la biblioteca municipal por mi medio y de los que le prestaba una amiga suya, Teresa Junco, que después en mis manos paraban también.

Dicha carta y otras que le siguieron a esta, junto con unas fotos sacadas con mi Werlisa, se extraviaron, quiero creer, entre las páginas de los libros de mi biblioteca y que aún confío recuperar. 

Aún conservo la vieja cámara, propia de museo, arte retro o vintage, pero que quedó superada por otra posterior y en estas dos últimas décadas, con creces, por la cámara del móvil.  



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