Al cabo de la jornada militar nos hacían formar delante del pabellón o al lado del mismo en una acera que había bajo la terraza del piso superior, para cualquier actividad que hubiera que emprender, de forma que no había posibilidad alguna del “escaqueo”. En el caso de que las listas no cuadrasen bien al hacer el “estadillo”, leían nuestros apellidos y debíamos contestar con el nombre, pero lo más habitual era que cada cual fuese cantando en orden el número que se nos había adjudicado. Otras, en cambio, leían nuestros nombres y contestábamos con un “presente” seco y con cierta gallardía que pronto habíamos aprendido a mimetizar de los cabos ya veteranos adscritos a las cercanas compañías 1ª y 2ª. Había otra forma aún más rápida de contarnos y era que cada cual, siguiendo el orden ascendente, fuese cantando su número. Si el recuento numérico se paraba, por la ausencia de alguien de la lista, al ser repetido el número, alguien conocido suyo daba noticia de la causa que fuera, como la de “enfermería” o “cuartelero”. No recuerdo si había alguna disculpa más para no formar. Las tareas destinadas a limpieza, cocina, obras y guardia estaban a cargo de las compañías de soldados de cumplimento de la mili en régimen normal, es decir los dieciocho meses.
Las promociones anteriores a la nuestra los habían bautizado con el apelativo “vikingos” que aportaba un rasgo despectivo, no sé si debido a las tareas que se les encomendaba que, aparte de albañilería, fontanería, carpintería y cocina, también se ocupaban de otras nada gratas como el vaciado de los pozos negros de las letrinas para lo que usaban un tractor con extractor y una cuba.
A cambio, no se les veía sujetos a demasiada norma marcial de saludos. Tenían asignados turnos para las tareas menos gratas como las de limpieza y guardia, pero también existían ciertos rangos superiores absorbidos por los más capacitados en cada profesión. El campamento militar funcionaba más por el sudor de aquellos jóvenes “vikingos” que por el conjunto de estrellas y galones que lo dirigían.
Por la mañana el campo de ejercicios aún mantenía fría cancha de hormigón por lo que apetecía más realizar el calentamiento y pasar a la acción antes que escuchar las recomendaciones previas del monitor. Con el peso del madero que nos habían asignado, algunos ejercicios se volvían pesados, pues había que acompasarlos al ritmo que él nos marcaba a toque de silbato. Unas veces se usaban las dos manos para ejecutar las evoluciones; en otras, con una sola lo girábamos, lo llevábamos al frente, a los laterales y arriba en un alarde circense, más que militar.
Así estuvimos practicando la gimnasia con el fusil durante el resto del mes hasta conseguir el total dominio y coordinación como para que viniese un mando de superior grado para evaluarnos.
Volviendo al tema de la formación, cabe aprovechar el momento para narrar lo que me ocurrió una noche.
Se trataba de una formación para dar fin al día militar, antes del toque de retreta y que, por causas de una tormenta imprevista, la parte del campamento en la que se asentaba los cuatro pabellones del 1º Bon se vio afectada por una avería en el transformador que apenas sí podía iluminar los focos de seguridad con una luz mortecina. Coincidió también que faltaban dos soldados que no se habían presentado después del permiso para salir en el fin de semana. Así que, por darse mayor prisa en conocer quién faltaba en concreto, el teniente pasó lista siguiendo la numeración desde el primero.
Como todos teníamos prisa por meternos a cobijo de la tormenta eléctrica que se cernía por los montes más cercanos, a partir de la centena, los que me precedían, dieron en omitirla y gritaban únicamente las decenas y las unidades, sin que a nadie le amonestasen por ello.
Cuando me correspondió cantar el mío, por abreviar más, obvié también las decenas y dejé escuetamente la unidad. Hubiera pasado por alto si no fuera porque algún pendejo lo interpretó con mayor gracia de la que yo había querido hacer.
El teniente repitió mi número con las tres cifras y yo le contesté con mi nombre completo para a continuación ser apercibido con la primera y única sanción recibida. Consistió en que a las tres de la mañana me presentase en el puesto de guardia de entrada al campamento, allá abajo, en el quinto pino.
Por otros motivos, había dos más que me acompañaron aquella madrugada. Hacía fresco y con el sueño roto se acentuaba. Por el camino nos encontramos con una pareja de soldados que nos enfocaron con sus potentes linternas y nos preguntaron por el santo seña. Uno de mis compañeros, el “Gaditano” sin saber tan siquiera de quienes se trataba, contestó con lo primero que se le vino a la cabeza y en total desorden. Por los focos de un Willys que allí estaba aparcado, me di cuenta de que se trataba de la PM, de haberla visto el mismo día de nuestra llegada a la estación de Tremp.
Después de escuchar su severa amonestación, al contarles cada uno el motivo de nuestra caminata nocturna, nos advirtieron que no jugáramos con el tema de las contraseñas, pues podrían meternos en el calabozo o lo que es mucho peor, expulsarnos del campamento para enviarnos a otro donde tendríamos que cumplir el período completo establecido de mili.
Seguimos más derechos que velas hasta el puesto de guardia donde la barrera de entrada y después de fichar, al ver que nos habíamos pasado de hora, nos dijeron que debíamos volver a la hora marcada la noche siguiente.
Volvimos mohínos al pabellón, con harta ligereza para recuperar el sueño perdido, pues el toque de diana estaba ya pronto a darse. Quedamos los tres en volver juntos y con la prontitud marcada.
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