Al inicio de la segunda quincena de julio, nos fuimos a Luarca. La indumentaria que nos pidieron era una copia de la que usaban los boy scouts americanos, pero a mí me recordaba más la de una determinada militancia. Era una condición impuesta para obtener la titulación como profesores, aceptar las normas establecidas. Me parecía que estábamos pasando bajo las "Horcas caudinas" si queríamos sacar adelante los estudios de Magisterio.
Lo más recordado por mí de aquella quincena, además del bello encuadre de la villa valdesana con sus calles y puerto atravesadas por el río Negro, fue la actividad de acampada libre que experimentamos en Otur.
Después de las pertinentes explicaciones de montaje y recogida de la tienda canadiense compartida entre cinco, nos repartimos las piezas y las provisiones para el transporte.
Tuvimos en cuenta tanto el peso como la capacidad física de los componentes, pues nos separaba del asentamiento, unos cinco kilómetros. No recuerdo exactamente los nombres de los que formábamos el grupo, pero me vienen a la memoria los de Angel Luis González Cañedo, José Manuel Fernández Méndez, Jesús Izquierdo, Miguel Caviedes de Cos... al menos les hago un guiño en esta narración, pues aún recuerdo sus caras, su forma de ser y su personalidad, en una neblina con que el tiempo trata de ocultar.
Salimos de Luarca, ya pasada la una de la tarde. Perdidos por las calles empinadas, pero rebosantes de alegría nos cruzábamos con las gentes que habían bajado al mercado semanal y otros del turismo playero, cargados con la pesada mochila ayudados por la ilusión de vivir la aventura.
En grupos de cinco habíamos ido a recoger de la cocina del campamento los víveres: un pollo, un kilo de arroz, azafrán o pimentón, sal, café y azúcar. En los puestos del mercado, cada cual añadió lo que más le apetecía: melón, naranjas, chocolate, higos y uvas pasas, plátanos, chorizos, jamón, queso, leche y pan que pagamos a escote para compartirlo después entre los cinco entre la merienda, cena y desayuno. Alguien de los cuatro compañeros compró una botella de tinto. Subiendo por la carretera, cargamos las cantimploras en una fuente. La niebla había desaparecido cuando llegamos a lo alto y un sol de justicia reflejaba en el asfalto el calor sobre nuestro cuerpo.
Llegamos a Otur ya pasadas las tres de la tarde. Tomamos algo en el bar de junto a la carretera donde nos indicaron el camino de entrada a la playa. La recuerdo llena de hoyos debido a las fuertes mareas. Echamos las mochilas al suelo y repartimos las tareas. Mientras dos levantaban la tienda, los demás nos dispersamos por los alrededores para hacernos con leña y agua.
Cuando comenzamos a repartir la paella en las escudillas, eran las cinco de la tarde. Nos sentamos en círculo entorno a la paella. Al poco, llegó el equipo de evaluación de la actividad. Uno de los tres profesores, el que nos había indicado cómo prepararla, saboreando un bocado, hizo un gesto de agrado. Se despidieron y desaparecieron en el Seat-600 por el camino que les había traído. Dimos buena cuenta del grano y de los demás ingredientes y dejamos la paella tan limpia como una patena.
Una guitarra, tres flautas y mi armónica, en desventaja con el bramido del rompiente de la mar en el pedrero, dieron el toque de romanticismo que era imprescindible para una acampada tal que así.
Por la mañana, antes de que calentase el sol, debíamos emprender la vuelta al campamento de Luarca. Fichamos en el campamento a la hora de la comida y como era domingo tuvimos la tarde libre para los paseos de rutina por sus callejuelas, interminables partidas de futbolín y acabando en la pista de baile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario